El español ha tenido una fuerte presencia en Estados Unidos desde hace siglos, pero no siempre ha sido bienvenido.
Pese a que el país norteamericano no tiene designado el inglés como idioma oficial, este ha dominado en las escuelas públicas, instituciones y demás ámbitos de la sociedad.
Y aunque el español es el segundo idioma más hablado en el país, en diferentes épocas su uso ha sido marginado y sus hablantes discriminados por su acento y apariencia.
En el caso de José Reyes, incluso llegó a ser castigado en el aula de clases.
Reyes vivió una serie de traumas en torno a su idioma nativo en la década de 1960 y decidió transformarlas en experiencias constructivas que lo llevaron a convertirse en profesor bilingüe.
Esta es su historia.
Nací en Estados Unidos en julio de 1959, en un pequeño pueblo llamado Ysleta, en la frontera con México.
Mi madre es de Jalisco y mi padre de Parral, Chihuahua. Por alguna fortuna se conocieron en Ciudad Juárez en 1956 y mi padre, siendo persistente, la conquistó.
Inmediatamente después de nacer nos mudamos a Juárez de nuevo y viví allí hasta los 3 años. Cuando mi padre perdió a su madre, decidieron volver a Estados Unidos y como en 1962 llegamos de nuevo aquí.
Alquilamos y nos movimos entre casas de parientes hasta finalmente tener nuestra propia casa en El Paso.
El Paso era un lugar amigable, donde la frontera no nos separaba ni nos marcaba.
Creo que el ambiente era más tolerante porque el que hablaba español o venía de México venía a trabajar, a servir. Mi abuela cuidaba una casa y mi padre hacía trabajos en una cocina.
Mi madre se quedaba en casa cuidando de mí y mis otros cinco hermanos.
A los 5 años, alguien le puso a mi mamá en la cabeza que yo ya necesitaba ir a la escuela así que me inscribieron en un programa especial de verano.
Fue una experiencia muy positiva. Mi abuela materna iba por mí, me compraba mi soda y mi helado, íbamos a su casa y luego ya me regresaban a mi casa.
En el otoño del 65, entré en primer grado en la escuela Houston. Me tocó una maestra muy bonita llamada Ms. Love.
Mis padres me decían que tenía que ser obediente y respetarla mucho.
Pero pronto aprendí que el lenguaje no era el mío y no me sentía muy a gusto. Batallaba mucho porque el inglés era un idioma que no conocía.
En esa época, no había tolerancia con el español.
En el aula teníamos grupos de lectura y a los que sabían leer les llamaban los yellowbirds y bluebirds (azulejos).
Los que no sabíamos leer íbamos al grupo de los blackbirds, es decir, los buitres.
Nos dijeron en la escuela que no podíamos hablar español. No Spanish, repetían.
Y nos advirtieron que si nos pillaban hablando español, habría consecuencias.
A muchos de los estudiantes incluso les ponían a escribir planas con la frase I will not speak Spanish («No hablaré español»).
A otros compañeros los castigaban poniéndolos aparte.
Una vez el castigo me tocó a mí después de que hablé español.
Ms. Love me llevó al lavabo, abrió la llave, tomó una toalla de papel y la embarró con un jabón muy áspero que se llamaba Borax.
Empezó a lavarme la boca.
Creo que pensó que, simbólicamente, así borraría el español de mí.
De ahí en adelante me convertí en un estudiante muy silencioso y avergonzado. Tenía unos 6 o 7 años.
Les platicaron a mis padres del incidente y ellos me dijeron que debía acatar.
Me sentí defraudado, fuera de lugar. Lo bueno es que mi abuela y mi tía me invitaban a leer con ellas en español y vivía momentos muy tiernos a su lado.
Durante el segundo año de la escuela, nos tocó una maestra nueva llamada Ms. Justice que nos tenía bien disciplinados.
Nos tenía sentenciados en cuanto al uso del español y exigía que fuésemos eficaces con el inglés.
Mi relación positiva con el inglés vino a través de lo que veía en la televisión. Caricaturas, el programa de Johnny Carson… lo que pudiese consumir.
También aterrizamos en la biblioteca de la escuela con un compañero y entre él y yo empezamos a descubrir la literatura infantil en inglés.
Ya en el cuarto grado, cuando tenía unos 11 años, me tocó una maestra hispana por primera vez, la señora De la Torre.
Ella era inclusiva y nos ayudaba, nos enseñaba en inglés y en español.
Teníamos un libro de texto llamado «Paco en el Perú» y leyéndolo me fui dando cuenta de cómo mis amigos americanos empezaban a jugar con el idioma.
«Hola, Paco, qué tal are you?», decían.
Me fascinaba que si ellos podían manipular el español, entonces yo podía hacer lo mismo con el inglés.
El gran dilema de nuestro tiempo es que había un gran anhelo por parte de los padres de que los niños dominaran el inglés.
Mi padre me tenía como su intérprete; muchas veces me ponía a traducirle el correo y eso me daba gran frustración.
Ni de aquí ni de allá
Luego vino el trauma de recibir el apodo de «pocho» que usan para llamar a los que no somos ni de aquí ni de allá, los semilingües, los que mezclan idiomas.
Nuestros familiares en Juárez se burlaban de mi forma de hablar y eso hizo que quisiera dejar de ir.
La experiencia me hizo pensar en mi identidad como algo que siempre estaba en proceso.
Pasaron los años y llegué al high school, donde me tocó un gran maestro de español, un cura que nos pidió que rezáramos el Padre Nuestro.
Ponía a la derecha a los que no sabían español y pensé que me pondría en el lado opuesto.
Pues no. Al ver que recitaba un Padre Nuestro obsoleto que me enseñó mi abuela, se dio cuenta de que era pocho.
Nos dijo que hablábamos español pero no leíamos ni escribíamos, entonces quería desarrollar nuestro conocimiento de gramática y sintaxis.
De ahí empecé a forjar la idea de convertirme en maestro.
Me enteré que se habían firmado las leyes de derechos civiles y aprendí que como estudiante tenía algunos derechos. Y que en la universidad existía una certificación de maestro bilingüe.
Me gradué de la universidad en 1981 y de ahí empecé a trabajar como maestro de inglés como segundo idioma y luego como maestro bilingüe en Nuevo México.
Después di clases de noche durante 29 años en El Paso. Decidí enseñar de noche por justicia a mi padre, que asistió a escuelas de inglés para adultos y luchó por aprender.
Mi historia no es para causar pena. De hecho, todavía aprecio mucho a Ms. Love y Ms. Justice.
El que se sintió oprimido por un sistema puede reconciliarse con la idea de que mucho de eso se hizo por ignorancia.
En la actualidad, seguimos peleando un idioma sobre otro y no nos preguntamos por qué no podemos tener dos o más o por qué nos limitamos solo a uno.
Como maestro, lucho con algunos padres que vienen a inscribir a sus hijos y ya vienen con una idea preconcebida de que el inglés es mejor que el español.
Pero el español tiene su lugar en Estados Unidos, ¿por qué no celebrarlo?
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