En 1432 se develó una obra que dejó en magnífica evidencia el inmenso salto artístico que significó el Renacimiento, aunque haya sucedido un siglo antes del inicio oficial de ese movimiento cultural.
Estamos hablando de un políptico magistralmente pintado por los hermanos flamencos Hubert y Jan van Eyck para la actual catedral de San Bavón, en Gante, Flandes (hoy Bélgica). Era una obra enorme de aproximadamente 4,4 x 3,5 metros de dimensión.
Con sus 12 tablas al óleo, el Altar de Gante, también conocido como «El retablo la Adoración del Cordero Místico», le mostró al público por primera vez imágenes que retrataban casi perfectamente al mundo real.
El políptico asombró y cautivó inmediatamente a los espectadores de la época, que la proclaramaron «la obra más bella de la cristiandad», y Jan Van Eyck (su hermano murió antes de completarlo) fue declarado el príncipe de los pintores.
Cada figura tenía expresión propia; su piel, poros y vellos habían sido individualmente pintados, así como cada hebra de cabello, cada arruga, cada vena.
Las plantas eran las mismas que veían a su alrededor, fielmente representadas en el jardín donde se adoraba un altar al Cordero de Dios, símbolo del sacrificio de Cristo por la humanidad.
Alrededor de la Fuente de la Vida, la tierra estaba llena de piedras preciosas tan translúcidas y brillantes que se llegó a sospechar que Van Eyck había descubierto un proceso alquímico secreto.
Y de alguna manera, era cierto.
Con luz propia
Si el sueño alquímico era convertir cualquier material en oro, Van Eyck tornó pigmento en ese metal y en piedras preciosas más hábilmente que cualquier otro pintor de la época usando capas de pintura para crear colores más profundos y ricos, y diferentes esmaltes a base de aceite para darles resplandor.
Todo hecho y aplicado con increíble cuidado, de modo que todo lo representado reflejara la luz de la misma manera precisa y distintiva que lo haría en realidad. Así pasa con el retablo mismo, pero también con los marcos entre los paneles.
Todo era distinto a la pintura que la precidió.
Toma, por ejemplo, una de sus muchas maravillas, quizás la más alabada: la figura de Adán.
Para los primeros observadores, parecía un ser vivo, y no solo por su tamaño.
En sus ojos, el destello de la luz que entra por la ventana, ausente en los ojos de Eva, quien está al otro lado de él y de espaldas a la apertura.
Van Eyck capturó las sutilezas diminutas de la piel.
La sangre parece latir debajo de ella, y las manos y la cara están visiblemente bronceadas por el sol.
Tal era el deseo de Van Eyck de representar la realidad, que esta fue la primera vez que aparecieron desnudos con vello púbico en el arte.
Y un detalle intensifica esta apariencia de realidad.
El dedo gordo del pie está levantado y parece estar saliéndose del nicho de piedra donde se encuentra la figura, como si Adán estuviera a punto de entrar en nuestro mundo.
Por estas y muchos otras exquisiteces fue y sigue considerándose uno de los esplendores de la tradición artística occidental, además de un hito que marcó la transición entre el arte de la Edad Media y el del Renacimiento.
Botín de guerra
Menos de 100 años después de develado, el Altar de Gante ya era una atracción turística, y los visitantes pagaban altas tarifas para verlo.
Muchos artistas la aclamaron, entre ellos el destacado pintor del Renacimiento alemán Alberto Durero, quien luego de verla en 1521 la declaró una «pintura invaluable de profunda comprensión».
También se convirtió rápidamente en una de las obras más codiciadas del mundo, ganando la desafortunada distinción de ser la obra de arte más robada de la historia.
La historia de las desgracias del políptico no empezó con un robo estrictamente, sino con una amenaza de su completa destrucción.
En 1566, militantes protestantes derribaron las puertas de la catedral con la intención de quemarlo, pues lo consideraban un ejemplo de idolatría y desmesura católica.
Llegaron tarde. Ya había sido desmontado y escondido en la torre de la catedral, donde sobrevivió ileso.
Durante los siguientes siglos, se fue varias veces botín de guerra.
Históricamente, los robos de arte más grandes no han sido llevados a cabo por individuos sino por ejércitos, que no lo hacen precisamente por dinero, sino por el afán de reclamar el arte de una nación vencida.
En 1794, las tropas napoleónicas invasoras se llevaron el panel central con la Adoración del Cordero Místico y terminó expuesto en el Louvre (entonces Musée Napoléon) hasta que los británicos derrotaron a Napoleón en la batalla de Waterloo (1815).
Restaurado en su trono, Luis XVIII devolvió las piezas robadas a Gante en agradecimiento por haberlo protegido.
En 1816, en circunstancias no muy claras, seis paneles de las alas del Altar fueron vendidos y, tras ventas y reventas, llegaron a manos del rey de Prusia en 1821, quien se los pasó al Kaiser-Friedrich-Museum en Berlín, donde les hicieron a cada uno un corte vertical en medio.
Esta vez fueron devueltos como condición del Tratado de Versalles (1919).
Luego vino la Segunda Guerra Mundial.
Tanto Adolf Hitler como el líder del partido nazi Hermann Göring querían desesperadamente la obra de arte, según parece porque estaban convencidos de que era una mapa codificado del tesoro místico que mostraba la ubicación de las reliquias de la pasión de Cristo, lo que les concedería poderes sobrenaturales.
Si esa era la razón, llama la atención que tras finalmente robárselo cuando estaba en camino al Vaticano para su custodia en 1942, los nazis lo expusieran al deterioro irreversible escondiéndolo descuidadamente con otras miles de obras saqueadas destinadas al planeado Führermuseum en una mina de sal en Austria.
Fue salvado de su destrucción total gracias a unos mineros que, conscientes de que la orden era volar la cueva si llegaban los aliados, arriesgaron sus vidas para desactivar las bombas.
Finalmente, fue rescatado y restaurado por la unidad MFAA (por las siglas en inglés del Programa de Monumentos, Arte y Archivos, conocido como Monuments Men).
Pero hay un panel que ni siquiera los poderosos nazis pudieron robar… porque ya se lo habían robado antes.
El gran robo
En la noche del 10 de abril de 1934, unos transeúntes vieron a dos hombres vestidos de negro cargando algo plano envuelto en tela subiéndose a un auto que los esperaba y desapareciendo en la oscuridad.
Al día siguiente, el sacristán de la catedral descubrió que los paneles de los Jueces Justos y Juan el Bautista habían desaparecido.
Lo que siguió fue tan descabellado que parece una obra de ficción, un thriller sin final.
En el marco del retablo había una nota con el texto «Tomado de Alemania por el Tratado de Versalles» escrito en francés.
La policía no encontró ningún rastro útil.
19 días más tarde, el obispo de Gante recibió una demanda de rescate de un millón de francos belgas -alrededor de US$1 millón actuales-; la carta dejó entrever que Alemania no tenía nada que ver con el asunto.
Las autoridades se negaron a pagar, pero el obispo siguió negociando con el firmante y, con la tercera carta, llegó un recibo por el almacenamiento de algo en una estación de tren en Bruselas: resultó ser el panel de Juan el Bautista.
La siguiente carta contenía una página de un diario rasgada y decía que quien iba a cobrar el rescate se presentaría ante un padre de una parroquia con la otra mitad de la página como muestra de identidad.
Si le entregaban el dinero requerido, devolvería el otro panel.
Los extorsionados siguieron las instrucciones, pero solo metieron en el sobre un cuarto de la suma solicitada.
El ladrón se enfureció.
La última carta llegó el 1 de octubre.
El último suspiro
Semanas después, el corredor de bolsa Arsène Goedertier de 57 años sufrió un infarto.
En su lecho de muerte, le confesó a su abogado que él era el único que sabía dónde estaba escondido el panel original de los Jueces Justos.
Y sus últimas palabras fueron: «escritorio, llave, armario, carpeta marcada ‘mutualité'».
El abogado encontró copias al carbón de las cartas pidiendo el rescate, además de una no enviada, con una pista tentadora sobre el paradero del panel robado: «[está] en un lugar donde ni yo, ni nadie más, puede llevárselo sin pasar desapercibido».
El abogado tardó un mes en comunicarle lo ocurrido a la policía que, tras seguir varias pistas falsas, concluyó que Goedertier había sido el ladrón.
Pero ¿por qué, si era rico y devoto?
Y, más importante, ¿dónde están los Jueces Justos?
El gran misterio
Por décadas, han surgido regularmente teorías y especulaciones, y las autoridades así como detectives aficionados han recibido e investigado cientos de pistas.
Hasta ahora ninguna ha rendido frutos.
Sin embargo, han salido a la luz algunos detalles, como una historia desenterrada por Karel Mortier, antiguo jefe de la policía de Gante, sobre algo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial.
10 años después del robo, el ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels envió a un detective de arte, Heinrich Köhn, a Gante en busca del panel perdido, pues se lo quería regalar a Hitler.
Köhn concluyó que el panel sencillamente estaba oculto en la catedral, pero que lo habían movido antes de que él llegara para que no cayera en sus manos.
Esa idea de que seguía ahí, e incluso a plena vista, como pareció indicar Goedertier antes de morir, ha llevado a revisar la catedral de San Bavón de arriba abajo seis veces desde la Segunda Guerra Mundial y hasta a tomar radiografías de ella a profundidades de 10 metros.
También se llegó a pensar que la excelente copia hecha en 1945 que todavía marca su lugar era en realidad el panel original, pero la ciencia probó que no es así.
El paradero de los Jueces Justos del magistral tríptico de los hermanos Van Eyck sigue siendo uno de los grandes misterios de la historia del arte.
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