Cada día 25.000 venezolanos cruzan el puente internacional Simón Bolívar rumbo a Colombia. Muchos pasan la noche entera haciendo fila, esperando pacientemente que abra el cruce fronterizo.
En pocos minutos uno cruza caminando de Venezuela a Colombia, pero con la profundización de la crisis política y económica en el país bolivariano, el cambio parece radical.
Según cifras oficiales, 350.000 venezolanos han migrado a Colombia debido a la crisis, aunque se cree que el número real es mucho más alto.
Esta es la historia de una pareja venezolana y su camino rumbo a la capital colombiana.
Es domingo en la estación central de buses de Bogotá. Gustavo y Arlyn, visiblemente cansados, empujan unos carros apenas cargados. Llevan menos bultos que los que algunas familias necesitan para irse de vacaciones.
Pero ellos vienen a quedarse, a ver si aquí logran encontrar la estabilidad que ya no creen posible en su país.
Gustavo Méndez, de 35 años, y Arlyn Boscan, de 37, se conocieron trabajando en farmacias en Maracaibo, Venezuela. Se enamoraron y hace ocho meses tuvieron un bebé, Matheo.
«Lo más difícil fue dejar al bebé, todavía yo lo amamanto, estoy cargada; es bastante difícil», dice Arlyn.
Pero no podían traerlo con ellos.
«A última hora se nos enfermó, tuvo un principio de bronquitis, y el doctor dijo que el cambio de clima no le favorecería», dice Gustavo mientras toman junto a Arlyn unas sopas y unas gaseosas, tras más de 27 horas de viaje por carretera.
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En Maracaibo cobraban, cada uno, entre salario y bono de alimentación, unos 250.000 bolívares mensuales (cerca de US$11 al cambio no oficial de mediados de septiembre).
«Con eso ni siquiera comíamos una semana», dice Arlyn. «Además, mi mamá está enferma, necesita terapia y medicamentos y tampoco me alcanzaba el dinero».
Ante esta situación se animaron a partir, dejando atrás a Matheo, a sus madres y a dos hermanas de Gustavo.
«Decidimos hacer esto para ayudarnos y ver si podemos ayudar a la familia; es difícil salir así de Venezuela, pero creemos que es para mejor», afirma Gustavo.
Emigrar nunca es del todo una aventura solitaria, exclusiva de los que parten.
Cuando se va un individuo, una pareja, una familia, se está yendo -y llegando- toda una red. Una red que queda, cuidando niños, propiedades, resolviendo trámites, y esperando los éxitos y la ayuda que llegará desde el extranjero; y una red que recibe, que es la que apoya a los recién llegados, ofreciéndoles hospedaje, ayudándolos a encontrar trabajo, estableciendo lazos.
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El pasaje para llegar a Bogotá les salió 3 millones de bolívares (unos 300.000 pesos colombianos o US$100).
El primer tramo, de 5 horas, fue de Maracaibo a Maicao, en el noreste colombiano. Muchos de los que viajaban con ellos también estaban emigrando, dejando Venezuela.
El camino estuvo lleno de traspiés. Cuando llegaron a Maicao cayeron en la cuenta de que el pasaje era más caro de lo que pensaban.
«Un muchacho tuvo que vender su teléfono ahí mismo para poder pagar el viaje», cuenta Arlyn. «Había una señora con un niño de unos 8 años, que no tenía para comer ni nada, nosotros teníamos unos panes, un agua mineral, y todos compartimos hasta donde nos alcanzó».
Ellos también pasaron dificultades en el camino. «En las alcabalas (puesto de control) los mismos guardias de Venezuela nos quitaban unos productos de comida que traíamos para hacer algún dinero los primeros días».
Se habían endeudado para comprarlos. «Yo le dije a mi mamá que cuando empezáramos a trabajar le enviaría dinero para pagar la deuda», dice Arlyn.
Ahora tendrá que devolver la plata de productos que nunca pudo vender.
«Los guardias nos quitaron el dinero también, el que traíamos para cambiarlo a pesos», agrega Arlyn.
No empiezan con las cuentas en cero, sino en negativo, como le ocurre a muchos migrantes.
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Fue hace tres meses cuando Gustavo y Arlyn empezaron a pensar en dejar Venezuela.
Contactaron por Facebook a Yenery Pérez, quien ya vivía en Bogotá; habían visto que era de Maracaibo y le empezaron a escribir. Ella les ofreció recogerlos en la terminal de bus de la capital colombiana y darles alojamiento.
Y se lo agradecen mucho.
-Es como un trampolín, desde donde empezar a buscar trabajo -explica Gustavo.
-Hay gente que se viene sin nada, sin nada, y está durmiendo en el piso y ya esto es una gran ayuda -agrega Arlyn.
Pero como solo se habían comunicado por Facebook y no se conocían, al llegar estaban preocupados de que Yenery no estuviera allí.
«Estábamos nerviosos, súper nerviosos», me cuenta Arlyn, «gracias a Dios teníamos una monedita, porque preguntamos cuánto cuesta un minuto (pagarle a alguien que cobra por minuto por usar un celular), nos dijeron que 200 pesos, era lo que teníamos, una monedita de 200 pesos».
«Yo creo que no habíamos terminado de bajar las maletas», agrega Gustavo, «y ella se fue de una vez a llamar para ver si venía o no venía».
Y apareció. Como les había prometido, Yenery Pérez los fue a buscar a la terminal para ayudarlos a recorrer un camino en el que ella ya lleva unos meses, empezando por darles cobijo en su casa.
-Emocionante -dice Gustavo de lo que sintió al verla.
-Nos dio bastante alivio -tercia Arlyn-, venimos con mucha esperanza, muy esperanzados de que por lo menos aquí nos vaya bien y podamos ayudar a nuestros familiares. Desde mañana nosotros vamos a salir a buscar trabajo.
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Los vuelvo a ver tres días después, el miércoles, ya en la casa de Yenery. Queda en el municipio de Soacha, que linda con el sur de Bogotá, zona de clases populares, donde muchas de las familias son migrantes, especialmente desplazados internos.
Arlyn y Gustavo lograron comunicarse con la familia en Venezuela, están más tranquilos. Aunque, cuenta él: «El bebé en la noche llora porque extraña la tetica de su mamá».
«Le ha pegado, ha llorado; se quedó sin mamá y sin papá», comenta Arlyn.
Y como si le hablara a Gustavo más que a mí, para tranquilizarlo y convencerlo, dice: «Igual es algo que se tiene que hacer, porque si nos quedábamos allá íbamos a pasar trabajo duro; es preferible que vengamos nosotros dos aquí, pasemos trabajo duro, que nos hagan falta cosas, pero que por lo menos ellos estén bien allá».
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La casa de Yenery tiene tres cuartos; dos no tienen ventanas.
En uno hay dos camas de una plaza. Allí duermen, en una, la hermana de Yenery, que se llama Yenisel, y su pareja, y en la otra cama sus dos hijas de 9 y 13 años, una con la cabeza para un lado, la otra para el otro.
La familia de Yenisel Pérez está hace menos de un mes en Bogotá. Se demoraron algo más de tres días en llegar desde Maracaibo. «Hay mucho venezolano saliendo, eso está colapsado», asegura. «Mi bebé (la niña de 9 años, asmática) se me desmayó por falta de agua, pero nos ayudaron».
Siente que valió la pena emigrar: «Ya no aguantábamos, por lo menos aquí comemos bien; yo trabajo (en peluquería), mi esposo todavía no; por lo menos comemos bien y mis hijas están tranquilas».
«Pero allá no», sigue, «a veces allá las dejaba que durmieran hasta el mediodía para que comieran dos veces; es difícil ver eso en los hijos».
«Ojalá Venezuela salga de ese trance; no será muy pronto pero tengo la esperanza de que mis hijas vuelvan a su país».
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Yenery me sigue mostrando la casa.
El otro cuarto sin ventana es el de su familia, tiene una cama algo más grande, cruzada por una hamaca. «La hamaca es venezolana», me dice, «la cama es donada, el mueble es de la señora que nos arrendó la casa, la tele me la traje yo y también me traje un árbol de Navidad, porque llegué en época de Navidad».
En la cama está durmiendo su hijo de cuatro años, no se despierta aunque hablamos en voz alta.
«Al niño solo lo dejamos dormir en la hamaquita hasta que logre conciliar el sueño pero después en esta pequeña cama también dormimos los tres, porque es un niño muy pequeño y puede caerse de la hamaca», explica.
El niño, dice, no sufrió la mudanza de país: «A él no le pegó mucho el cambio, porque ha tenido muchos amiguitos y está estudiando desde enero».
En la tercera habitación, la única con ventana, duermen Arlyn y Gustavo.
«No tenemos trabajo, pero tenemos un techo donde dormir», me dice ella sentada en la cama junto a su marido.
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La casa tiene un solo baño, con una cortina por puerta. Apenas alcanza para todos, así que se comienzan a levantar a las 4 de la mañana para ir turnándoselo.
No hay nevera en la cocina, en la que un solo quemador (fogón, hornalla) sirve para preparar todo, como las deliciosas mandocas que estaban haciendo para el desayuno cuando llegué (es típica de su región: una masa frita de plátano maduro, panela, azúcar y harina).
Las camas, los sofás de la sala y el juego de comedor, también los muebles de cocina y utensilios fueron donados por vecinos y amigos.
La casa que Yenery dejó en Venezuela es grande, me cuenta, de cuatro habitaciones de 4×4, con tanque subterráneo y otro aéreo.
«La verdad es que la casa es muy cómoda, pero no hago nada con tener una casa cómoda y no tener qué ofrecerle a mis hijos para comer», reflexiona, «de hecho unos meses antes de llegar tuvo mi hijo dos recaídas de enfermedades estomacales bastante fuertes a raíz de la alimentación, porque no se conseguía el arroz, la harina, y todo lo que comíamos era sémola y trigo, pasta, pizza, tequeñitos (una masa rellena de queso)».
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En Venezuela Yenery tenía (aún la tiene) una fundación para ayudar a niños con enfermedades del corazón, porque perdió un hijo que murió porque no recibió a tiempo un trasplante. Su idea y la de su pareja, Endrick Morillo, fue mudarse a Colombia para intentar ayudar desde aquí a los niños que lo necesiten en Venezuela y buscando una mejor calidad de vida.
Pero afectada al ver que tantos compatriotas suyos llegaban sin nada a buscar una nueva vida, decidió empezar a acoger a algunos -los que pudiera- en su casa.
Yenery y su esposo se hacen cargo de los gastos de la casa hasta que quienes llegan logran empezar a trabajar.
Él está empleado como celador, una semana le toca el turno de día y una de noche; son 12 horas por día por las que cobra 20.000 pesos (unos US$7). Yenery trabaja por su cuenta, vende maquillajes, hace trabajo de peluquería en la casa. Eso le da más flexibilidad e incluso le da un ingreso un poco más grande en días buenos, sobre todo los fines de semana.
«El colombiano trabaja muy duro», me dice. «Vemos día a día cómo el colombiano sale a trabajar desde las 4 de la mañana y son las 7 u 8 de la noche y va llegando a su casa».
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«Cuando llegamos acá con mi familia», me dice Yenery, «fue muy difícil salir adelante; muchas personas nos han colaborado, nos han ayudado con donaciones, nos han tendido la mano, con el trabajo de mi esposo».
Y piensa: «¿Por qué si a mí me dieron una mano yo no puedo colaborar a otros y más que son mi sangre, de mi país?».
Por la casa ya pasaron otras dos pequeñas familias, que encontraron lugar propio en el que vivir y ya se independizaron.
Es lo que espera que pase con su hermana y con Arlyn y Gustavo, así podrá albergar a otros venezolanos que lleguen con las manos vacías a Bogotá.
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Hablé con Yenery por teléfono cuando ya habían pasado cinco días de que llegaran Gustavo y Arlyn a Bogotá. Parece que finalmente habían conseguido trabajo.
Ese mismo día Arlyn comenzaba de mesera cerca de la casa, de 10 de la mañana a 11 de la noche, por unos 30.000 pesos diarios (US$10, aproximadamente) y el almuerzo.
Pero hablé con ella y el primer día le dijeron que era «de inducción», de prueba, y que no se pagaba.
Y Gustavo tenía una entrevista con un señor de una tienda de frutas. Si lo consigue, el trabajo será de 6 de la mañana a 9 de la noche, por 35.000 pesos y almuerzo.
A ninguno de los dos los volvieron a llamar. Siguen buscando.
Las redes familiares en Venezuela esperan su ayuda; las redes solidarias en Colombia van dando sus frutos. «A la hora de nosotros establecernos aquí y tener nuestro hogar queremos hacer lo mismo», me había dicho Gustavo, «ayudar a las personas que vengan».
Yenery, por su parte, quiere ver si es posible hacer más cuartos en el piso superior de la casa, para poder recibir más gente.
Mientras pienso en la solidaridad que están dispuestos a ofrecer estos venezolanos recuerdo el final de la charla con Arlyn y Gustavo en la terminal de buses, cuando recién habían llegado a Bogotá.
Ella me contaba que el objetivo era traer lo más pronto posible a su hijo desde Venezuela, aunque sabía que para eso tienen que estar más organizados y tener un hogar mínimamente cómodo en Bogotá.
Mientras Arlyn hablaba de Matheo en la terminal, tomando la sopa, a Gustavo se le iba transformando el rostro hasta no aguantar más y estallar en lágrimas. La imagen de su niño tan pequeño y tan lejos era demasiado para él. Cuando lo volví a ver días después me pareció que esas lágrimas no se habían secado.
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