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Cuándo EE UU perdió su grandeza y cuánto tuvo que ver la victoria de Trump

por BBC News Mundo BBC News Mundo

s_bbcws.prop25=»[domain]»;s_bbcws.prop45=»[language]»;Hace un año Donald Trump causó la mayor sorpresa política en el Estados Unidos moderno al imponerse en las presidenciales, pero ¿acaso había pistas históricas que apuntaban a esta victoria inesperada?

Volar a Los Ángeles, desde el desierto hacia las montañas y luego hacia los suburbios de la ciudad salpicados de piscinas con forma de riñón, es un trayecto que siempre me genera una sensación narcótica de nostalgia.

Ese fue el viaje que realicé hace años de 30 años, cuando cumplía mi sueño de juventud de hacer mi primer viaje a Estados Unidos, un país que siempre había encendido mi imaginación como lugar y como idea.

Así que cuando entré en la sala de migración, bajo la encantadora mirada de Ronald Reagan, la antigua estrella hollywoodense que entonces era presidente del país, no se trataba de un caso de amor a primera vista.

Mi pasión había empezado mucho antes con las películas del Lejano Oeste, programas de televisión sobre policías, tiras cómicas de superhéroes y películas como «West Side Story» y «Grease» («Vaselina»).

Ciudad Gótica me atraía más que Londres. El adolescente de 16 años que era podía recordar el nombre de más presidentes que primeros ministros. Como tantos recién llegados, tuve un instantáneo sentimiento de pertenencia, uno que nacía de la familiaridad.

El Estados Unidos de la década de los años 80 estaba a la altura de las expectativas, desde las anchas autopistas hasta los autocines y las ventanillas de autoservicio de los restaurantes de comida rápida.

Me encantaba la grandiosidad, la audacia, la arrogancia. Viniendo de un país en el que demasiadas personas aceptaban su suerte desde una temprana edad, la fuerza del sueño americano me resultaba no solo seductora sino liberadora.

La movilidad social no era algo que ocurría entre mis compañeros de escuela. También sorprendía la falta de resentimiento: la creencia de que el éxito era algo digno de ser imitado más que envidiado. Mirar un Cadillac generaba sentimientos diferentes que ver un Rolls Royce.

Era el año 1984. Los Ángeles eran la sede de las Olimpíadas. El boicot de la Unión Soviética hizo que los atletas estadounidenses dominaran el medallero más de lo acostumbrado.

McDonald’s tenía una promoción, planificada probablemente antes de que los países del bloque comunista decidieran mantenerse lejos, en la que ofrecía Big Macs, bebidas gaseosas y papas fritas si los atletas estadounidenses ganaban medallas de oro, plata o bronce en algunas competencias. Así que durante semanas me di un banquete de comida rápida gratuita.

Era el verano del resurgimiento estadounidense. Tras la larga pesadilla nacional de Vietnam, Watergate y la crisis de los rehenes en Irán, el país demostraba su capacidad para renovarse.

Lejos de ser el infierno presagiado por George Orwell, 1984 fue un año de celebración y optimismo. El tío Sam parecía estar feliz de nuevo en su propia piel.

Para millones, realmente era cierto el eslogan de la campaña para la reelección de Reagan: «Amanece otra vez en Estados Unidos». Ese año, él derrotó por paliza a su oponente del Partido Demócrata, Walter Mondale, al imponerse en 49 de los 50 estados del país y obteniendo 58,8% del voto popular.

Difícilmente Estados Unidos podría ser descrito como un país armonioso desde el punto de vista político. Existía la usual división. Los republicanos mantenían en control del Senado, pero los demócratas hacían lo mismo con la Cámara de Representantes.

La solemnidad de Reagan había sido manchada con el lanzamiento de su campaña en 1980 con una declaración sobre «los derechos de los estados», lo que a muchos les sonó como un silbato de perro para la negación de los derechos civiles.

El lugar que escogió para ello fue Filadelfia, pero no la ciudad del amor fraternal, la cuna de la Declaración de Independencia, sino Filadelfia, Mississippi, un remanso rural en el que tres defensores de los derechos civiles habían sido asesinados por supremacistas blancos en 1964.

Reagan, como Nixon, desarrolló una estrategia sureña que explotaba los temores de los ciudadanos blancos sobre el avance de los negros.

Sin embargo, el himno del momento era el «Dios bendiga Estados Unidos» de Lee Greenwood y la política no estaba ni remotamente tan polarizada como lo está en la actualidad.

Pese a que el líder de los demócratas en la Cámara de Representantes, Tip O’Neill, denigró de las políticas económicas de Reagan, a quien calificó como «el vocero del egoísmo», ambos encontraron un territorio común al intentar actuar en función del interés del país.

Ambos trabajaron juntos en la reforma fiscal y en la protección de la Seguridad Social. Ellos entendieron que los padres fundadores tuvieron un firme compromiso con el sistema de gobierno y que Washington, con sus equilibrios y contrapesos, era inviable sin dar y recibir.

El país estaba en ascenso. No estaba tan paranoico como en la década de 1950, ni tan intranquilo como en los años 60, ni remotamente tan desmoralizado como había estado en la década de 1970.

La historia nunca es limpia ni lineal. Pero se puede dividir el tiempo transcurrido desde 1984 en dos fases distintas: los últimos 16 años del siglo XX, que fueron la época de la hegemonía estadounidense; y los primeros 16 años del siglo XXI, que han demostrado ser un tiempo de descontento, desilusión y declive.

El Estados Unidos de hoy refleja de muchas formas la disonancia entre ambas.

Dominación

En esos últimos días del último milenio, Estados Unidos disfrutó de algo similar a la dominación lograda en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Apenas dos años después de que Reagan le exigiera al líder de la Unión Soviética derribar el Muro de Berlín, la barrera de concreto e ideológica había desaparecido.

Estados Unidos ganó la Guerra Fría. En el Nuevo Orden Mundial que surgió después, se convirtió en la única superpotencia en un mundo unipolar.

La velocidad con la que la coalición encabezada por Estados Unidos ganó la primeraGuerra del Golfo en 1991 ayudó a espantar los fantasmas de Vietnam.

Con un líder reformista, Boris Yeltsin, instalado en el Kremlin, había la expectativa de que Rusia se abriría a una reforma democrática. Incluso después de los sucesos de la plaza de Tiananmen, había esperanzas de que China también lo haría, al tiempo que se enrumbaba más hacia una economía de mercado.

Pese a los pronósticos de que Japón se convertiría en la economía más grande del mundo, Estados Unidos se negó a ceder su dominio comercial y financiero. En lugar de ser Sony quien liderara el mundo corporativo, Silicon Valley se convirtió en el nuevo taller de alta tecnología del mundo empresarial.

La promesa de Bill Clinton de construir un puente al siglo XXI sonaba real, pese a que sus verdaderos arquitectos e ingenieros eran los gigantes emergentes de la computación como Microsoft, Apple y Google. 30 años más tarde de plantar su bandera en la Luna.

Estados Unidos no solo dominaba el espacio exterior sino también el ciberespacio.

Esta etapa de dominación no estaba exenta de dificultades. Los saqueos en Los Ángeles en 1992, iniciados tras la golpiza al afroestadounidense Rodney King, revelaron profundas divisiones raciales.

En Washington, el proceso de impeachment contra Clinton demostró la hiperpolarización que estaba cambiando la vida política.

Sin embargo, a medida que nos acercábamos al 31 de diciembre de 1999, la afirmación de que el siglo XX había sido «el siglo de Estados Unidos» era un axioma.

Confianza destrozada

La historia estadounidense cambió de forma inesperada y dramática poco después. Aunque las predicciones apocalípticas por el fallo Y2K en las computadoras no se materializaron, igual parecía que el país había sido infectado por un virus.

En el 2000 explotó la burbuja informática y en noviembre las disputadas elecciones presidenciales entre George W. Bush y Al Gore dañaron gravemente la reputación de la democracia estadounidense.

Incluso un diplomático de Zimbabue llegó a sugerir que África enviara observadores internacionales para supervisar el recuento en Florida.

El año 2001 trajo el horror del 11 de septiembre, un suceso más traumático que Pearl Harbor. Tras esos ataques en Nueva York y Washington, Estados Unidos se volvió más desconfiado y menos acogedor.

La guerra contra el terrorismo del gobierno de George W. Bush, con los conflictos sin fin en Afganistán e Irak, drenó el Tesoro y la sangre del país.

El colapso del banco Lehman Brothers en 2008, y la Gran Recesión que le siguió, probablemente tuvieron un efecto más duradero en la psique estadounidense que la destrucción de las Torres Gemelas.

Así como el 11-S dañó la confianza en la seguridad del país, el colapso financiero destruyó la confianza en su seguridad económica.

Una vez que los padres ya no estaban seguros de que sus hijos tendrían una vida más próspera que la suya, el sueño americano se sentía como una quimera.

El pacto estadounidense, el acuerdo según el cual si tú trabajas duro y cumples con las reglas tu familia tendrá éxito, ya no era algo que se daba por sentado.

Entre 2000 y 2011, el conjunto de la riqueza neta de las familias estadounidense cayó. Para 2014, el 1% de los estadounidenses tenían más riqueza que el 90% más pobre.

Para muchos que observaban desde fuera, y para gran parte de los 69 millones de estadounidenses que votaron por él, la elección del primer presidente afroestadounidense demostró una vez más la capacidad de regeneración del país.

La improbable historia de éxito de Barack Hussein Obama parecía especialmente estadounidense.

Aunque su presidencia hizo mucho para recuperar la economía, él no podía reparar un país fracturado.

La creación de un país más allá de la polarización política, algo a lo que Obama hizo referencia en el discurso con el que se dio a conocer durante la Convención Demócrata de 2004, demostró ser tan ilusoria como el surgimiento de una sociedad postracial, algo que él sabía que estaba más allá de él.

Durante los gobiernos de Obama, Washington descendió a un nivel de disfunción sin precedentes en el Estados Unidos de la posguerra.

«Mi prioridad número uno es asegurarme de que el presidente Obama solo gobierne un periodo», dijo el líder de la entonces minoría republicana en el Senado Mitch McConnell, resumiendo el ánimo obstruccionista de sus compañeros de partido.

Eso llevó a una crisis de gobernanza, incluido el bloqueo presupuestario de 2013 y las repetidas batallas para elevar el techo de la deuda.

El mapa político de Estados Unidos, en lugar de tomar un tono más púrpura, asumió cada vez tonos más oscuros de rojo y de azul.

Más allá del Capitolio, se gestó una reacción ante el primer presidente negro, que tomó cuerpo en el surgimiento del movimiento de los birthers, personas que dudaban del lugar de nacimiento de Obama, y en elementos del conservador Tea Party.

En la derecha, había movimientos conservadores que retaban a los republicanos del establishment. A la izquierda, la política identitaria desplazó a la política basada en las clases sociales mientras el apoyo a los sindicatos se desvanecía.

Ambos partidos parecían abandonar el centro, apostando por aumentar el apoyo que recibían de sus bases -afroestadounidenses, evangélicos, miembros de la comunidad LGBT o defensores de las armas de fuego- para ganar las elecciones.

A lo largo de su presidencia, Obama siguió hablando sobre avanzar hacia una unión más perfecta, pero la realidad se burló de sus palabras.

Las matanzas en Sandy Hook y Orlando; la avalancha de denuncias contra la policía; el caos en el que las bandas de delincuentes hundieron Chicago, su ciudad adoptiva; el desorden en Washington; la crisis de los opiáceos.

Incluso las cifras de sanidad apuntaban hacia una nación enferma, en la que la tasa de mortalidad estaba aumentando. De hecho, en 2016 la esperanza de vida cayó por primera desde 1993.

Ese fue el telón de fondo de la campaña presidencial de 2016, una de las más desalentadoras de la historia política de Estados Unidos.

Una batalla entre los dos candidatos más impopulares postulados por los grandes partidos y que terminó con un vencedor que tenía índices de rechazo mayores que su contrincante y, al final, casi tres millones de votos menos.

El 20 de enero de 2017 acudí al National Mall, la explanada en Washington donde se celebra el cambio de mando en la presidencia, para la toma de posesión de Donald Trump.

Los actos incluían algunos ornamentos propios de la era Reagan. Había cantos de «USA» e incluso una cierta atmósfera de los 80’s con esa primera familia presidencial que parecía recién sacada de una telenovela como Dinastía o Falcon Crest.

El espectáculo me recordó lo que una vez dijo Norman Mailer acerca de Reagan. Afirmó que ese mandatario entendió que «el presidente de Estados Unidos era el protagonista principal del gran drama estadounidense y alguien que debía poseer el valor de una estrella».

Trump también lo entendió y eso explica gran parte de su éxito, incluso si su condición de estrella deriva de los programas de telerrealidad en lugar de las películas de bajo presupuesto de Hollywood.

Pero Trump no es Reagan.

Su política de agravios y la ira que alimentó imprimió un tono distinto al discurso más positivo de Reagan. Aprovechó un victimismo compartido -en el ámbito personal y nacional- que habría resultado ajeno a su antecesor.

Así, en apenas tres décadas, entonces, Estados Unidos pasó de su «Amanece otra vez en Estados Unidos» a algo mucho más oscuro: «La matanza estadounidense», la frase más memorable del discurso de toma de posesión de Trump.

La resaca

Resulta tentador ver la victoria presidencial de Trump como una aberración. Un error histórico. Pero cuando se considera el ciclo de bonanza y quiebra vivido en el periodo entre 1984 y 2016, el fenómeno Trump no parece tan accidental.

En gran medida, el inesperado triunfo de Trump marcó la culminación de un gran número de tendencias en la política, la sociedad y la cultura de su país, muchas de las cuales tienen sus raíces en esa etapa final del siglo del dominio estadounidense.

Pensemos en cómo la caída del Muro de Berlín cambió Washington y cómo inició una era de políticas destructivas y negativas.

Tras el final de la II Guerra Mundial, el bipartidismo era rutina, en parte por la decisión compartida de derrotar el comunismo. El sistema estadounidense de dos partidos se beneficiaba de la existencia de un enemigo común.

Para aprobar la leyes, por ejemplo, el presidente republicano Dwight Einsehower trabajaba de forma regular con los jefes del Partido Demócrata en el Congreso.

Reformas como la Ley de Educación para la Defensa Nacional (NDEA, por sus siglas en inglés), cuya aplicación mejoró la enseñanza de la ciencia en respuesta al lanzamiento de satélite soviético Sputnik, se enmarcaban en el objetivo de derrotar al comunismo.

Mucho del ímpetu para aprobar la legislación que consagró los derechos civiles a mediados de la década de 1960, procedía del uso propagandístico que los soviéticos le daban a las leyes segregacionistas mientras intentaban expandir su esfera de influencia en los países recién descolonizados de África.

El bipartidismo patriótico se fracturó tras el fin de la Guerra Fría.

Fue en la década de 1990 cuando Bob Dole, el entonces líder de la minoría en el Senado, comenzó a usar el mecanismo de filibusterismo de forma más agresiva para bloquear las iniciativas del gobierno.

El cierre técnico del gobierno (por la negativa del Congreso a aprobar los presupuestos) se convirtió en un arma política.

En 1994, la revolución de los republicanos trajo al Congreso a un grupo de fieros políticos extremistas, con una aversión ideológica hacia el gobierno y, por tanto, con poco interés en hacerlo funcionar.

El presidente del Congreso Newt Gingrich, el primer republicano en ocupar ese cargo en 40 años, personificaba el tipo de político abrasivo que llegó al Capitolio.

Aún era posible aplicar un cierto bipartidismo reticente, como Clinton y Gingrich demostraron en temas como la reforma criminal. Pero este periodo atestiguó la acidificación de la política en Washington.

Moderados o pragmáticos que se alejaran de la senda marcada por su partido eran castigados y eran retados en las elecciones por rivales más doctrinariosde su propio partido.

Para 2012, ya no había en la Cámara de Representantes ningún demócrata que fuera más conservador que un republicano y tampoco había ningún republicano que fuera más liberal que un demócrata.

Esto era una novedad. En los años de la posguerra, había habido un solapamiento ideológico considerable entre republicanos liberales y demócratas conservadores. Pero en este clima más polarizado, el bipartidismo se convirtió en una palabra sucia.

¿El Congreso habría sometido a un impeachment a Bill Clinton, por haber tenido una relación con una becaria, Mónica Lewinski, si Estados Unidos aún hubiera estado imbuido en la Guerra Fría? Creo que no. En tiempos más graves, eso habría sido visto como una distracción frívola.

Cuando el Congreso avanzó hacia el impeachment de Richard Nixon lo hizo debido al escándalo Watergate.

El impeachment de Clinton señaló el surgimiento de una nueva tendencia política: la deslegitimación de un presidente en ejercicio. Y ambos partidos participaron de ese juego.

Los demócratas cuestionaron la legitimidad de George W. Bush debido a que Al Gore obtuvo más votos populares y la Corte Suprema, de forma controversial, decidió a su favor durante el recuento en Florida.

El movimiento birther, aquellos que creen que Barack Obama no nació en Estados Unidos, intentó deslegitimar al primer presidente negro acusándolo de no haber nacido en Hawái.

Más recientemente, los demócratas han arrojado sombras sobre Trump debido a que perdió en el voto popular y porque, según afirman, obtuvo ayuda del Kremlin para lograr su triunfo.

Durante ese tiempo, el discurso político se volvió más estridente. La conservadora Fox News fue lanzada en 1996, el mismo año que su contraparte liberal MSNBC. Internet aceleró el metabolismo de la industria informativa y se convirtió en el hogar del tipo de discurso de odio que rara vez era publicado en los medios tradicionales.

El éxito del Drudge Report -el primer sitio web que publicó el nombre de Mónica Lewinski- demostró como los nuevos medios que no compartían los mismos valores que la prensa tradicional podían hacerse un nombre en el mercado literalmente de la noche a la mañana.

Internet y las redes sociales, que originalmente eran consideradas como las herramientas que mantendrían unidas a las personas, terminaron siendo un foro para el cinismo, la división y un terreno fértil para las teorías de la conspiración. Estados Unidos se convirtió en un país más atomizado.

Desde un punto de vista económico, este periodo atestiguó la continuación de lo que se ha llamado la «Gran divergencia», que produjo grandes desigualdades en riqueza e ingresos. Entre 1979 y 2007, el ingreso del 1% de los hogares más ricos amentó 275% en comparación con apenas 18% para el caso de los hogares en el 20% más pobre.

La era Clinton fue un periodo de desregulación financiera que incluyó la aprobación de normas que exceptuaron de regulación los canjes de créditos impagados.

Las nuevas tecnologías cambiaron los lugares de trabajo y trastocaron el mercado laboral. La automatización, más que la globalización, fue el gran destructor de empleos durante esta fase. Entre 1990 y 2007, las máquinas eliminaron hasta 670.000 puestos de trabajo solamente en el sector manufacturero estadounidense.

La rebelión del llamado «Cinturón de óxido», una región que engloba principalmente estados del Medio Este y que no se recuperó de la crisis que golpeó a la industria pesada, que ayudó a Trump a llegar a la Casa Blanca ha sido descrita como una revuelta en contra de los robots, aunque sus seguidores no lo ven de esa forma.

Animados por el magnate, muchos culpan al aumento de la competencia extranjera y al flujo de trabajadores foráneos.

De igual modo, la crisis de los opiáceos puede ser rastreada hasta inicios de la década de 1990 cuando los médicos recetaron en exceso el uso de poderosos analgésicos, cuyo consumo se triplicó.

Estados Unidos parecía intoxicado entonces por su propio éxito tras el fin de la Guerra Fría.

Entonces llegó la resaca vivida en los últimos 16 años.

El país de Trump

Durante los últimos meses he vuelto a hacer varias veces el mismo trayecto aéreo hacia California y me he preguntado lo que pensaría el impresionable joven de 16 años de 1984.

¿Qué opinaría de la violencia de los tiroteos masivos? No se trata de un fenómeno nuevo. Lo que resulta distinto, sin embargo, es la regularidad con la que ocurren estas masacres y cómo su repetición ha terminado por hacerlas algo normal.

Lo que sorprende de la matanza ocurrida recientemente en Las Vegas fue la apagada respuesta nacional a un ataque en el que murieron 58 personas y fueron centenares fueron heridas.

¿Qué pensaría de las relaciones interraciales?

En 1984, atletas negros como Carl Lewis y Michael Jordan eran figuras unificadoras que ayudaban a aumentar la cosecha de oro olímpico. En la actualidad, algunos de los principales deportistas negros son criticados por su presidente por arrodillarse para protestar, ejerciendo un derecho consagrado en la Constitución.

Ahora esos atletas se encuentran como combatientes en una de las guerras culturales sin fin del país.

En muchos bares hallaría gente que aplaude a Trump por «decir las cosas como son», negándose a someterse a normas sobre el comportamiento presidencial o por la corrección política.

También hay indicadores de éxito en el país. La Bolsa de Nueva York está alcanzando altas cotizaciones récord. La confianza empresarial está en alza. El desempleo está en su punto más bajo en 16 años.

De los 62 millones de personas que votaron por Trump muchos lo siguen viendo más como un salvador nacional que como una vergüenza nacional.

En muchos estados dominados por los republicanos, su lema de «hacer a Estados Unidos grande de nuevo» se escucha tan fuerte como hace un año.

Es cierto que Trump tiene un nivel de aprobación históricamente bajo de apenas 35%, pero alcanza el 78% entre los republicanos.

Sin embargo, la decisión de Trump de convertirse en el antipresidente ha tenido un efecto vandálico en la Presidencia y en la sociedad civil.

Trump ha politizado incluso uno de los actos más solemnes del comandante en jefe, al ofrecer las condolencias a las familias de los soldados caídos. No sorprende entonces que comentaristas políticos, de izquierda y de derecha, consideren a esta como la presidencia más ruin y con menos gracia de la era moderna.

El corolario de esto es que la valoración de sus predecesores en la Casa Blanca está mejorando. Dice mucho de estos tiempos el escuchar a algunos de sus adversarios liberales de larga data hablar con cariño sobre de George W. Bush.

La afirmación de Trump de que él podría ser tan presidencial como Abraham Lincoln es una de las presunciones más humorísticas que han salido de la Casa Blanca.

Lo del amanecer en Estados Unidos tiene ahora una nueva connotación: revisar los tuits publicados por Trump durante la madrugada, pues e mandatario normalmente comienza el día atacando a sus oponentes o burlándose de ellos sin misericordia.

Siempre creí que, pese a lo mal que puedan ponerse las cosas en Washington, Estados Unidos sería rescatado por sus otros centros vitales de poder: Nueva York, su capital financiera y cultural; San Francisco, su centro tecnológico; Boston, su primera ciudad universitaria; Hollywood, su centro de entretenimiento.

Pero, Los Ángeles está sacudido por las revelaciones del caso de Harvey Weinstein; el escándalo de Uber ha puesto en duda la ética de las corporaciones del sector tecnológico y Wall Street también se encuentra en entredicho por el caso de apertura de cuentas no autorizadas en Wells Fargo.

Aunque las universidades estadounidenses aún dominan las clasificaciones mundiales, no son precisamente un motor de la movilidad intergeneracional.

Un estudio del diario The New York Times sobre 38 centros de estudio -incluyendo muchos de los más prestigiosos- descubrió que los estudiantes procedentes de 1% de la población con más ingresos ocupan más plazas que los procedentes del 60% de menores recursos. De los nuevos ingresos en Harvard de este año casi un tercio son hijos de exalumnos.

La automatización seguirá eliminando puestos de trabajo. Un estudio realizado este año predijo que casi 40% de los empleos en Estados Unidos se perderán durante los próximos 15 años por causa de las máquinas y de los robots.

Sigue siendo cierto el adagio de que Estados Unidos siempre está yéndose al infierno, pero nunca termina de llegar allí. Pero, ahora está siendo puesto a prueba. En este momento parece más un continente que un país, con una tierra compartida ocupada por tribus enfrentadas. No es un estado fallido, pero tampoco un estado unido.

Mientras viajo por este país, intento identificar dónde los estadounidenses hallarán un terreno político común. No en el tema del aborto, ni en el debate sobre el sistema de salud. Ni para cantar el himno nacional durante los juegos de fútbol americano. Ni siquiera un suceso terrible de la escala del 11 de septiembre logró unir al país.

Si acaso sembró nuevas semillas de división, especialmente sobre el tema de la inmigración. Algunos estadounidenses concuerdan con Donald Trump al creer que la llegada de inmigrantes de países mayoritariamente musulmanes debe ser bloqueada. Otros creen que hacer eso sería antiestadounidense.

Cuando hice mi primer viaje a Estados Unidos hacea ños fui testigo de un país que se unía. Aquellas Olimpiadas fueron una especie de orgía de nacionalismo, pero también había una comunidad de espíritu y propósito.

De la Rhapsody in Blue de Gershwin ejecutada en 84 grandes pianos a un equipo de atletas políglotas adornados con medallas.

Del piloto que voló alrededor del Coliseo de Los Ángeles en un jet pack a los clientes que abandonaban McDonald’s con Big Macs gratis. Había razones para alegrarse. El presente era dorado. Estados Unidos se sentía como Estados Unidos nuevamente.