Albert, un niño risueño de 6 años, es un exiliado en su propia casa, la número 727-A de la calle Cojedes del asentamiento petrolero Campo Alegría en Lagunillas, uno de los municipios más ricos en reservas y explotación de hidrocarburos de Venezuela.
Su cuarto de colores alegres dejó de ser suyo hace dos años. Los suelos de su antigua habitación y de un anexo no dejan de hundirse. Sus paredes se quiebran.
Una hendidura se bifurca desordenadamente a sus espaldas mientras ve, absorto, una serie animada en la televisión el primer viernes de noviembre.
No hay día en el que el pequeño no exprese pavor.
«¿Qué sonó?», le pregunta sobresaltado a Gaye, su madre, siempre que las paredes crujen. El traquido y su duda son cada vez más frecuentes.
Las grietas emanan de esos espacios de acceso prohibido hasta abrazar muros, vigas, pisos. Las fisuras se multiplican cual virus dentro de huésped sin defensas. Rompen bloques de cemento y dinteles de puertas. Ya ocupan tres de las cuatro piezas de la residencia de los Chirinos.
Su hogar puede desplomarse en cualquier segundo.
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Es una certeza que reposa en el informe elaborado el 9 de abril de 2016 por los bomberos e ingenieros de Protección Civil tras evaluar las condiciones de riesgos de las 354 casas existentes entonces en Campo Alegría.
La zona, donde habitan desde hace 89 años trabajadores activos y jubilados de la industria petrolera, sus viudas y familiares, la declararon »de alto riesgo e inhabitable» por culpa del «hundimiento continuo y progresivo del terreno, salitre, corrosión y licuefacción o inconsistencia de los suelos».
Gerardo Núñez, profesor de Geología de la Escuela de Ingeniería Geodésica de la Universidad del Zulia, explica que el descendimiento de la superficie es un fenómeno natural en áreas donde se extraen hidrocarburos, como Lagunillas.
«El hidrocarburo está contenido en los poros de la roca del subsuelo. Estas rocas son areniscas, poco consolidadas. Cuando extraes su fluido, contenido a presión, la misma sobrecarga provoca que los granos de esa roca se reordenen y el suelo cede».
Hay técnicas que pueden rehabilitar los yacimientos, como la inyección de agua o gas, pero advierte que solo contrarrestan el efecto sin solventarlo por completo.
«No es algo que se pueda revertir. Ese terreno en Campo Alegría va a colapsar».
Cinta plástica para el estrés
«Reubicación ya». «S.O.S.». «Se hunde nuestra casa». Los mensajes de alerta, escritos con letras azules, se reproducen en decenas de fachadas en Campo Alegría. Los clamores se han descolorado con el tiempo.
Protección Civil recomendó hace 18 meses el desalojo inmediato de todos los residentes, quienes no son dueños de las viviendas sino que el Estado venezolano se las asignó.
El plan Subsidencia Cero permitió reubicar a las poblaciones empobrecidas de La Obrerita, Tacovén, Turiacas, Párate Ahí, Cabeza de Toro y las Coreas, entre otras.
Petróleos de Venezuela (Pdvsa), dueña y consignadora de las casas, trasladó a diez familias de Campo Alegría en una primera fase y luego a 75, todas de empleados activos de la industria. En mayo del año pasado cesaron las mudanzas.
Hoy 437 familias habitan las 291 residencias que permanecen aún de pie. Son 4.000 habitantes aproximadamente, según la asociación vecinal Campo Alegría Somos Todos.
Los expertos identificaron en 2016 a 81 casas como «prioridad uno» para el desalojo. La misma comunidad alerta que, año y medio después, sus viviendas están en peores condiciones, hasta el punto de presentar características dignas de un éxodo urgente.
Los Chirinos aún esperan.
«Estamos rogando a Dios que no pase nada. Dormimos con un ojo abierto. Esto es una bomba de tiempo. Vamos a morir todos tapiados», cuenta Gaye, elevando su antebrazo para mostrar cómo se le erizó la piel al disparar la frase.
Alberto, su esposo, un expetrolero de 52 años que hoy labora en la tabacalera Bigott, advierte que su vivienda está en peor estado que el año pasado, cuando funcionarios de la gobernación, Corpozulia, el Ministerio de Vivienda, Pdvsa y la empresa Desarrollos Urbanos de la Costa Oriental del Lago (Ducolsa) los visitaron para realizar un censo.
BBC Mundo intentó sin éxito contactar por vía telefónica y correos electrónicos a voceros de Pdvsa.
Caminar dentro del hogar de los Chirinos es como descender en una pendiente. Es un subibaja con mareo garantizado.
El piso es un volcán de mugre: regurgita polvo a diario entre sus lozas quebradas. A veces también emanan charcos de la lluvia o hedores a gas y aguas residuales.
Albert y sus padres convirtieron la sala en dormitorio. Las patas de la cama matrimonial se acaban de romper por el desnivel de la superficie.
El niño propuso a sus padres tapar los orificios de las paredes con cintas adhesivas y papeles blancos. Esas aberturas son autopista libre para roedores, serpientes y murciélagos. Ha habido avistamientos de cunaguaros y rabipelados en la vecindad.
La decoración de Albert, aunque fútil, es terapéutica. Alivia su estrés.
«No me quiero morir»
Justiniano García, un extrabajador de la filial petrolera Maravén de 72 años, tropieza sin querer con la pared frontal de la vivienda, mientras trata de espantar a dos perros bravos de pelaje negro que custodian su hogar en una calle transversal de Campo Alegría.
Está hecha de cemento, pero igual la remece.
La sección está inclinada hacia adelante. Un baño y un cuarto que hoy sirve de taller de computación a Reinaldo, «El cachorro», como llama a su hijo menor, se separaron diez centímetros del armazón principal.
García culpa a los constructores originales de la destrucción de su hogar. »Pegaron puro bloque con la pared», dice. Él hubiese propuesto reforzar las uniones entre las habitaciones con cabillas.
Una boina roja, una foto de un sonriente Hugo Chávez, un cuadro de Bolívar, una bandera y una constitución nacional guindan de una pared en la entrada. Un afiche de próceres completa el altar patrio.
Es un hombre «ciento por ciento chavista».
María Trinidad, su esposa desde 1967, escucha las paredes chillar de noche. Huye por temporadas: prefiere vivir con uno de sus tres hijos en el poblado rural de Coloncito, en el vecino estado Trujillo, en caso de que la casa «se venga abajo».
«Casi no me la paso aquí. Yo no me quiero morir», dice la doña, menuda, resguardada por una bata dormilona.
La opción que les brinda el Estado venezolano es vivir en el complejo habitacional Fabricio Ojeda, un recinto de 7.000 apartamentos culminados, ubicado a unos 30 kilómetros. También es posible mudarse a urbanismos como El Danto, Simón Bolívar y Fondur.
Tauriko Márquez, gerente de Ducolsa, empresa creada en el estado Zulia para construir residencias para afectados por la subsidencia, informó a BBC Mundo que los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro han consignado 5.875 soluciones habitacionales y pagado 2.224 indemnizaciones a familias de 18 sectores perjudicados.
Confirmó que están aún en deuda con 12 zonas hundidas por la extracción centenaria del petróleo: Barrio Venezuela, El Playón, Silencio I, entre otras. Pero obvió a Campo Alegría.
Explicó que las invasiones de viviendas en ese asentamiento y la negativa de algunas familias a abandonar sus casas para mudarse a apartamentos han dificultado la tarea. Fiscalía y Defensoría del Pueblo median en estos casos.
Garantizó, luego, que sí darán respuesta a sus residentes.
«Así como ellos están otros sectores. Están dentro de la agenda de reubicación. Estamos sobre un 70% de solución al tema de la subsidencia. Los gobiernos de la cuarta república (antes de Chávez) solo atendieron a 200 familias».
El gobierno prevé entregar 752 viviendas del complejo Fabricio Ojeda a afectados por subsidencia antes de marzo de 2018. El plan es construir 3.520 residencias y 36 edificios sociales adicionales.
El expresidente Rafael Caldera ya había impulsado en 1993, luego de una inundación, un proyecto de mudanza de los campos petroleros de Lagunillas afectados por el hundimiento de los suelos.
El decreto, publicado en la Gaceta Oficial 35.063 de hace 34 años, no priorizó a los campos petroleros antes de sus barrios aledaños. Tampoco aportó alternativas habitacionales viables y masivas.
Campo Alegría yace en un limbo.
Giovanny Villalobos, quien atendió el hundimiento de los suelos en campos petroleros cuando ejerció como secretario de gobierno de la gestión del exgobernador oficialista Francisco Arias Cárdenas, indicó que Campo Alegría aún está habitado porque los estudios técnicos que el gobierno maneja no suponen allí una emergencia o una alerta roja.
«Esas viviendas están en dificultades desde hace añales», declaró Villalobos, quien consideró que las estructuras aún pueden resistir.
Su explicación contraría lo reportado por Protección Civil Lagunillas en abril de 2016 y la versión del mayor Márquez.
A García, el petrolero jubilado, le despreocupa la diatriba. No quiere marcharse. «Yo me quedo aquí tranquilo», advierte con voz ronca, encogido entre sus hombros.
Tierra que destierra
Campo Alegría hizo honor a su nombre en la época dorada de la bonanza petrolera desde mediados del siglo pasado. Sus residentes no necesitaban salir del asentamiento para vivir a plenitud.
Tenían escuela, club social, sala de cine, estadio deportivo, clínica e iglesia a unas pocas cuadras de distancia. Solo las dos últimas se mantienen en pie entre el monte y el aislamiento.
Aquel estilo de vida se desvaneció a medida que Venezuela se atragantó con su peor crisis económica de los últimos 50 años.
El gobierno de Maduro, flagelado por una inflación rampante y el déficit de divisas, acaba de reestructurar su deuda externa por US$150.000 millones a pesar de regir el país con las mayores reservas petroleras del mundo.
Oraida Basalo, vocera principal de la comunidad, cree que si no hay dinero en Pdvsa para cambiar un bombillo o desmalezar Campo Alegría, menos habrá voluntad para reubicar a sus cerca de 4.000 habitantes.
Marcelo Monnot, presidente del Colegio de Ingenieros del estado Zulia, cree que los campos petroleros de Venezuela se asemejan a los estudios de series televisivas de corte apocalíptico como The Walking Dead.
«Deberían estar desalojados todos ya. No es un lujo. Es una necesidad, una obligación del gobierno. ¿Vamos a esperar que haya un desastre para tomar cartas en el asunto y tomar conciencia?», se pregunta.
Campo Alegría se encuentra a 8,7 metros por debajo de las aguas del lago de Maracaibo. Un dique costeño de mínimo mantenimiento lo separa del estuario. Otra razón más para la urgencia.
Basalo, hija de un petrolero en el retiro, cree que el suelo les ha desterrado.
Lluvia de polvo y riesgo
La casa 926 es atípica. Su viga principal, en vez de tener la tradicional estructura de V invertida, tiene forma de M. Ha colapsado en el medio.
El cuadro de San Miguel Arcángel de la puerta de entrada no enmascara el collage de brechas que colman sus paredes blancas.
Ileana Padrón, sus tres hijos y su esposo, un ingeniero de relaciones industriales, viven allí a pesar de que una grieta monumental ha destrozado sus cuartos y la sala de estar.
La mujer no se atreve a mover de sitio el escaparate de madera de la habitación del fondo. Es un mueble de doble propósito: alberga ropa y sirve de cuña para evitar un desplome.
Desde hace cuatro años comenzó a rellenar las grietas con bolsas plásticas. También mantiene reservas de cemento blanco en la cocina para sellar las resquebrajaduras crónicas.
Hace tres días enmendó la separación de dos esquinas en el cuarto de juego de sus niños. Uno de ellos colocó una pelota en ese rincón, pidiéndole a Ileana que viera cómo rodaba hasta el otro extremo sin siquiera tocarla. El suelo es una vertiente.
El peor momento es cuando llueve. Cae más agua, piedra y arena adentro que afuera.
Felícita, su madre, tuvo que abandonar el lugar porque el polvillo la llevó a recaer de su neumonía. Vive con otra hija en un campo petrolero cercano, el Florida Grande.
Allá no reina la decadencia que echa raíces bajo Campo Alegría.
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