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Richard Pipes y el intelectual revolucionario

El pasado 17 de mayo falleció el historiador y profesor Richard Pipes (Polonia, 1923 - EEUU, 2018), uno de los más grandes estudiosos de Rusia y el bolchevismo. Su obra magna, “La Revolución rusa”, es un estudio insuperable de los primeros años del horror. Aquí se comenta uno de los grandes aportes de Pipes: su análisis del intelectual revolucionario

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Pipes recuerda aquel paradigma de Joseph Schumpeter, que aseveraba que el descontento no basta para poner en movimiento una revolución. Por sí mismo, la visceralidad del malestar desemboca en revueltas. Son los intelectuales, en este caso equivalentes a los sectores formados de la población, los que se ocupan de incentivar, difundir y dirigir el resentimiento. Mientras el común aspira a solucionar su disconformidad, quien se asume como vocero de la mayoría silenciosa quiere alcanzar el poder. Pipes dedica el cuarto capítulo de su inmenso, imprescindible y quizás insuperable estudio de La Revolución rusa (Penguin Random House Mondadori, España, 2016) a la intelligentsia.

Para que ella exista son necesarias dos condiciones: una ideología fundada en el principio de que el hombre es moldeable, es decir, sujeto de ingeniería social; y plataformas laborales y de acción que les permitan promover sus ideas y a sí mismos: el periodismo, la docencia, el ejercicio del derecho, la academia, las agrupaciones políticas y más. En términos prácticos, una élite que se oficia a sí misma como adversaria del establecimiento. En la Rusia monárquica y burocrática, la intelligentsia era percibida por el poder como una amenaza real.

Hasta Michel de Montaigne, Sir Francis Bacon, John Locke y, por supuesto, Claude-Adrien Helvetius, se remonta la búsqueda de Pipes, impelido por el deseo de dar con algunos antecedentes de esta intelligentsia, que también tenía presencia en otros países europeos. Copio un párrafo iluminador de Pipes: “La teoría de Helvetius puede aplicarse de dos maneras. Podemos interpretar qu significa que el cambio del ambiente social y político del hombre debe llevarse a cabo pacífica y gradualmente, de un modo ilustrado y por medio de la reforma de las instituciones. De ella también podemos inferir la conclusión de que la mejor forma de alcanzar ese fin es a través de la destrucción del orden existente. Que prevalezca uno u otro enfoque –el evolutivo o el revolucionario– parece depender en gran medida del sistema político del país en cuestión y las oportunidades que ofrece a los intelectuales de participar en la vida pública”. En países como Rusia, donde solo unos pocos lograban acceder a la esfera de la influencia o las decisiones, predominaba una tendencia: la intelligentsia se adhería a ideologías extremas.

Una caracterología del resentimiento

Un primer apunte: la intelligentsia se aparta de la realidad. Además de una idea sobre el pueblo que es pura abstracción, el revolucionario se guía por su programa mental –por sus teorías– y no por la sustancia de lo real. Más: ante la persistencia de la realidad, el revolucionario la denuncia: sostiene que es perversión, estatuto que merece ser derribado o caricatura de una mejor y auténtica realidad que permanece al acecho, y que será liberada por la acción revolucionaria. Esto explica, por una parte, que apenas toman el poder, la especie de los intelectuales revolucionarios se haga del control de los medios informativos e impongan la censura: es el modo de instalar la falsa realidad de sus teorías.

Lo anterior es indisociable de la creación y uso de un lenguaje que haga posible la exhibición de la fantasía revolucionaria. Vocabulario, modos de frasear y usos sintácticos, no se vinculan a la realidad, sino a la concepción (irreal) de esta. Ese lenguaje se vuelve inseparable de los rituales del poder, y se alimenta de tabúes. En su fondo se trata de una estrategia de apropiación: hablar por el pueblo, en su nombre. Pero también un método de construir al enemigo: herramienta para acusar, difamar, degradar al adversario.

Este hacerse de la voz del pueblo y la práctica sistemática de la injuria y la descalificación del ‘enemigo’ está en la base de práctica del jacobinismo: la diseminación del terror, “el empeño de la élite intelectual en establecer un poder dictatorial sobre el pueblo en nombre del pueblo”. Al reducir las personas a ideas; al reemplazar la realidad por consignas, se despeja el camino para establecer una dictadura, nada menos que en nombre de libertad.

La gran paradoja, señala Pipes, es que capitalismo y democracia, al tiempo que elevan la condición del intelectual y le abren escenarios de actuación, amplifican su inclinación al descontento. El intelectual revolucionario envidia la riqueza y el prestigio de otros. Resiente. Su propósito no es el de solucionar los problemas, sino explotar los agravios. Pipes cita la reveladora percepción de Ludwig von Mises, quien sostenía que el apego por las filosofías anticapitalistas, es un modo de “hacer inaudible la voz interior que les dice que son enteramente responsables de su propio fracaso”. Ese es el impulso que los conduce a razonar en contra de las libertades políticas y económicas, para abrirle paso a la fantasía del socialismo: eliminación de la propiedad privada, abolición de las libertades individuales.

El hombre nuevo: odio al hombre real

Y más: es el impulso que los conduce a esa suerte de fantasmagoría que es la invención del hombre nuevo: un humano radicalmente distinto –en su contextura, no más que la aspiración de una entidad inhumana–, que pueda distribuir la riqueza, requisito de una sociedad justa. Transcribo aquí solo unas líneas del fragmento rimbombante que León Trotski escribió sobre el hombre nuevo: “El hombre se fijará la meta de dominar sus emociones, elevar sus instintos a la altura de la conciencia, hacerlos transparentes (…) crear un tipo sociobiológico superior, un superhombre, si se quiere”.

La diferencia entre unos socialistas y otros, queda firmada por los medios con los cuales avanzar hacia el poder. Los hay que proceden a través de reformas y los que no conocen otros métodos que no sean los de la violencia y la crueldad. Chéjov, nos recuerda Pipes, lo vio con entera claridad: “No creo en nuestra intelligentsia; es hipócrita, falsa, histérica, inculta, perezosa. No creo en ella cuando sufre y se queja, porque sus opresores se alojan en su fuero más íntimo”.

Fue esa intelligentsia de profunda vocación tiránica la que en 1879 creó la que debe ser una de las primeras organizaciones terroristas de occidente, llamada “La voluntad del pueblo”, que logró asesinar al emperador Alejandro II, en un atentado. Fue esa intelligentsia la que convirtió el fanatismo en una profesión. La que aglutinó a un conjunto de personas provenientes de distintas partes de Rusia, que en su mayoría llevaban consigo el resentimiento del fracaso personal, los que atizaron el malestar de la sociedad rusa hacia la agotada monarquía de los Romanov, y protagonizó la revolución de 1917, cuya sombra totalitaria ocuparía buena parte de Europa y un largo trecho del siglo XX.

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La Revolución rusa. Richard Pipes. Penguin Random House Grupo Editorial. España, 2016.

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