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Laura Otero

Serie “Encuentro semanal con los garabatos de mi archivo” por Antonio García Ponce. Trigésima entrega: “Laura Otero”

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Comencemos por el final. Haciendo gala de sus dotes histriónicas, de su sentido del humor, Laura Otero cuenta el cuento a lo Bretécher de las dos argentinas aburridas que se preguntan sobre qué es más interesante: la fornicación o el onanismo. Muy fluida, haciendo morisquetas de una sonora elocuencia, cambiando de voz e imitando el acento porteño, Laura Otero se transforma en algo por completo distinto de lo que era al principio, cuando accedió a ser entrevistada, es decir, un ser tímido, que se sonroja a cada instante y que busca como una tortura la palabra exacta para expresar lo que ella piensa. Tres periodistas pertenecientes a tres promociones del gremio –Soledad Mendoza, Mirna Hernández y Daisy Argotte– acribillan a Laura Otero con toda clase de preguntas. Era un manso corderito que apenas se defendía. Sin embargo, todo salió sin impertinencias, ni crudezas ni revelaciones de secretos recónditos.

Entramos en una pequeña oficina. Laura se sienta en el escritorio y, a su alrededor, cinco personas. Sonríe, nos mira moviendo solo los ojos, hace una mueca y dice:

―¡Ay, me siento como en el paredón!

―¿No has estado en otras entrevistas?

―Nunca, nunca. Siempre me había negado. Miedo escénico, terror. Actué una vez siendo pequeña. Hice el papel del Arcángel San Gabriel. Actuamos en el Museo de Bellas Artes, con un profesor que hacía unas manualidades muy bellas, como de utilería. Se llamaba Pérez Parra, y fue asesinado cuando Pérez Jiménez. Hacía unas máscaras inmensas, bellísimas. Una, al ponérselas, no veía nada, parecíamos como meninas. Yo tenía que dar tres pasos en retroceso y casi me caí en el pequeño estanque del Museo. Después, hice de Virgen María en un Nacimiento. Y, otra vez, de diablo de Yare. Mi primera actividad periodística fue el dibujo “Donato”. Lo hice mientras fui adolescente. Después que superé todos esos problemas de la edad, no sentí necesidad de volverlo a hacer. “Donato” había nacido cuando comenzó la renovación en la Escuela de Letras; en esa época, trabajaba también en el taller de la Nena Palacios haciendo grabados. En la clase, pasaba papelitos en los que comencé a dibujar el personaje. La Nena los vio y me impulsó a continuarlo y publicarlo. Me salía fácil, lo tenía todo el tiempo en la cabeza. Cuando me fui a Barcelona, desde allí lo mandaba a El Nacional. En Barcelona, estudié dibujo animado. Después, pasé a Londres. Me casé y entré en una época algo así como de esterilidad, no sé qué me pasó. El matrimonio fue para mí un choque muy tremendo. Después de regresar a Venezuela lo volví a dibujar. Ya no estaban Soledad ni Alicia en 7º Día. Como ya no me gustaba 7º Día y no sentía otros estímulos, lo liquidé. En conclusión, yo asocio “Donato” a mi adolescencia. Ahora, lo que más me interesa es el trabajo en vestuarios. Me encanta, soy yo sola trabajando; no es como en las ediciones para niños, que debe tratarse con muchas personas, hay problemas de presupuesto, de impresión, es necesario consultar mucho. Con los vestuarios, en cambio, me siento más libre. Pero, no me gustaría actuar, soy muy tímida. No sé si hay algo detrás de mi empeño en disfrazarme; todo es como un disfraz. Las etapas de la vida de uno son como disfraces. La parte estética del diseño de trajes me encanta. No es lo mismo que la actuación, pero, por otra parte, es una actuación desde otra dimensión. A mí me gusta meterme en la psicología de cada personaje, y como tengo miedo-pánico a actuar, lo hago indirectamente por medio del vestuario. Al diseñar un traje, tengo que hacer casi el mismo ejercicio del actor, tengo que meterme en el personaje. Si voy a comprar las telas para el personaje Dionisia Bello, por ejemplo, me figuro que soy Dionisia Bello que sale a comprar sus telas, me figuro sus gustos, escojo lo que ella escogería. Es muy divertido. Profesionalmente, hasta ahora, todo es como un juego. Es que seré muy infantil, que veo el aspecto lúdico, que me divierte. Yo me inicié en el teatro cuando estaba inerte por completo. Ahora, estoy decidida a seguir en eso, incluso, voy a tomar clases de corte y costura. Pero, no crean que el vestuario sea una frivolidad. Hay que ver lo que trasluce un traje. La arquitectura parte del mismo principio: el edificio para la Corte Suprema no puede ser igual al de una vivienda. También en el traje, la forma debe armonizar con el contenido. Eso dijo Carlyle en su obra llamada Sartor Resartus, donde crea toda una filosofía a partir de medias y pantalones, pues el traje del ser humano es una vestidura de su propio espíritu. Ahora, el proyecto que tengo es en “Bolívar”, una superproducción de diez capítulos, escritos por Cabrujas con la asesoría de Pancho Pepe Herrera Luque. Recuerden que Bolívar fue un hombre preocupado enteramente por los trajes que se ponía. A los sastres los fastidiaba. Allí está el chapeau Bolívar, puesto de moda por el Libertador en París.

A mí en el teatro me inició José Ignacio Cabrujas. Antes de “Donato” yo trabajaba en papier maché. Hice una vez una exposición con Pancho Quilice. Pasaron muchos años y me dijeron que Cabrujas necesitaba para Acto cultural una utilería muy particular, parecida a esas cosas grandotas que yo hacía en papier maché. Allí empecé, por la utilería, no por el vestuario. Más adelante, Eva, la ex esposa de Cabrujas, que sí trabaja en vestuarios, me dijo que la ayudara en el Cuento de Navidad de Dickens, a montarse en el teatro Cadafe. Luego, salió El día que me quieras. Cabrujas tenía mucha fe en mí. Después, me encargó el vestuario de Drácula, que hice yo sola, pues en El día que me quieras trabajé con Eva. Cuando se montó en la televisión Gómez, él me impuso a mí. Habló con los ejecutivos de Radio Caracas y les dijo que Gómez había que montarlo muy bien, respetando todo el ambiente de la época, sin anacronismos estéticos. No es como se hace a veces, que debe salir un cenicero de principios de siglo y cualquiera pone un cenicero de arte Murano. Sí, entré en Radio Caracas como un invento de José Ignacio Cabrujas. Tuve problemas por eso, pero me encontré con gente muy sensible. El escenógrafo, Manuel Mérida, una maravilla, actuó muy bien. Y, además, acostumbrada a trabajar con muy pocos recursos económicos, como estaba en el teatro del Nuevo Grupo, allí en la TV no estaba derrochando o exigiendo mucho, más bien pichirreaba.

―Como actriz pudiste tener éxito porque eres muy bella.

―No creo mucho en mi belleza. Todas mis hermanas sí han sido bellas. Lucía, Alicia también era muy bella, María Luisa es bellísima. Yo soy más bien el patito feo. Yo, en cambio, les ganaba la partida a mis hermanas con la picardía. Los amores más sólidos, por otra parte, no tienen esa relación obligante con la belleza. Valoro más el humor. Aunque, de repente, uno se puede encandilar. Mi papá era un hombre muy bello, muy elegante, también mi mamá. Mi abuelo era coleccionista de objetos de arte. Me gustan los humoristas, Roberto Hernández, Caupolicán Ovalles. Woody Allen me encanta, porque yo también soy muy torpe: voy a salir por una puerta y salgo por el marco. Es una paradoja que sea al mismo tiempo hábil con las manos, pero ¡si tú me vieras trabajando!: pegotes por todos lados; todo lo contrario de Héctor Poleo, por ejemplo, que pinta vestido con un flux, corbata y agua de colonia, y no se ensucia nada. Yo soy un desastre: cocino y me sale bien lo cocinado, pero quedo tiznada de pies a cabeza. Yo soy muy tacaña, como lo era Alicia, mi hermana. Es que mi papá era el polo opuesto de Miguel [Otero Silva]. Es austero, sobrio; nos ha educado no pensando que uno tiene dinero, y que puede hacer lo que le dé la gana, sin límites. No. Nosotros siempre tuvimos un presupuesto de acuerdo con la edad, según el criterio de él. Yo recibía, cuando estudiaba bachillerato, Bs. 20 semanales. Después, cuando pasé de los 19 años, me daba Bs. 50, lo que se llama pocket-money. Y mi papá siempre me educó así, con mucha austeridad. El problema va a ser cuando uno herede, se va a volver loco todo el mundo.

De todas maneras, el hecho de ser Laurita Otero y de tener la familia que tengo es un handicap. Si quiero sobresalir, tengo que ser mejor que todos los demás, porque si no, se puede pensar que me aceptan por ser Laura Otero. Por eso, siempre pienso hacer las cosas superiores a lo normal. Me produce inseguridad el no saber si el éxito que pueda tener en mis diversas actividades lo es por mi trabajo o por mis conexiones familiares.

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