“El principal bastión del intelectual laico es la libertad incondicional de pensamiento y expresión: abandonar su defensa o tolerar falsificaciones de cualquiera de sus fundamentos es de hecho traicionar la llamada del intelectual. Por este y no por otro motivo, la defensa de Salman Rushdie, el autor de Los versos satánicos, se ha convertido en una cuestión absolutamente central, tanto para la salvaguarda de su vida como para la superación de cualquier otro impedimento contra el derecho a expresar la propia opinión de periodistas, novelistas, ensayistas, poetas e historiadores”. Edward W. Said, Representaciones del intelectual.
Los derechos humanos nos pertenecen a todos. La declaración de los derechos es universal, por tanto nos conciernen y obligan a todos. En su redacción participaron religiosos y laicos, de culturas y religiones diversas, y por añadidura fue presidida por una mujer. Es una obra tanto de Occidente como de Oriente, pues el ser humano habita todas las latitudes, y en este sentido es un ciudadano del mundo, universal. El “Considerando” con que se inicia el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos lo señala de forma por demás explícita: “La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Es en cierto modo paradójico que al unísono del reconocimiento universal de los derechos humanos el año 1948 ha resurgido con renovada fuerza su mayor enemigo, el fundamentalismo, y de modo particular el fundamentalismo religioso. En un interesante libro, Los orígenes del fundamentalismo en el judaísmo, el cristianismo y el islam, la erudita Karen Armstrong rastrea su historia y llega a conclusiones reveladoras sobre la fuerza de la fe religiosa en confrontar un mundo cada vez más secularizado y abierto a la libertad sin límites. Como lo señala la autora en sus propias palabras: “Desde hace casi un siglo, cristianos, judíos y musulmanes han desarrollado una forma agresiva de fe cuyo objetivo es sacar a Dios y a la religión del segundo plano al que se han visto relegados en la cultura laica moderna y devolverlos a una posición prominente”.
En el mismo Estados Unidos observamos hoy con asombro cómo ese resurgir fundamentalista, de inspiración cristiana dogmática, se manifiesta en la defensa de la “supremacía blanca”, el racismo, un rigorismo moral exagerado y la infabilidad e interpretación textual de la Biblia. El tema es recurrente en la historia de esa gran nación, baluarte de la libertad moderna, que tanto impresionó a Tocqueville, pero no había conseguido establecerse en la agenda pública, y en consecuencia politizarse en grado sumo y peligroso, estimulado de forma irresponsable por las ambiciones políticas del expresidente Donald Trump.
No obstante, el fundamentalismo de base religiosa con mucho el más preocupante en nuestro tiempo, y sin duda en los tiempos por venir, es el fundamentalismo islámico, por varias razones entre las cuales cabe mencionar: primero, la vasta presencia de la fe islámica en el mundo; en segundo lugar, dado el poderoso resentimiento hacia todo lo que significa o entiende por Occidente, resentimiento que tiene profundas raíces históricas que se remontan a las Cruzadas, y continúan por una variedad de humillaciones del imperialismo europeo, cuya sangre de legítimo rencor bulle en el corazón de muchos fervientes seguidores del Corán; a lo que se suma el desarrollo intelectual a lo largo del siglo XX y que continúa hasta la actualidad, de una teología islámica fundamentalista sin duda rica en su argumentación, que ha superado con creces a las visiones tradicionalistas o modernizantes, que se han quedado a la zaga de la poderosa atracción de aquélla; la asunción de la “jihad” o guerra santa, y su manifestación más grave en el terrorismo, frente a los enemigos de la fe islámica; y por último, no menos importante, su manifestación reñida con los derechos humanos, subordinados a la idea de Dios y la fe expresada en su libro sagrado, así como el rechazo a la democracia, la llamada “teodemocracia”, pues la legitimidad democrática expresada en elecciones está subordinada a la legitimidad divina, la ley sagrada del Corán, la “sharia”, con sus teólogos reconocidos para interpretarla, y a la que se subordinan las leyes humanas; en fin, la aspiración a un Estado teocrático de ambición universal, que rechaza absolutamente las ideas y creencias asociadas a la modernidad.
Los derechos humanos reciben su dignidad del valor eminente de la persona humana, y debemos ser tolerantes con su justificación, sea a través de visiones espiritualistas, sea a través de visiones inmanentistas. Si no hubiéramos transigido en armonizar ambas visiones, nunca hubiera podido aprobarse la Declaración Universal. En la misma medida pienso que no es tarea fácil combatir el fundamentalismo religioso; lo que sí nos ha demostrado la realidad es que la pura agresividad destructiva no solo no lo extermina, sino que lo hace renacer con más fuerza. Los caminos de la posible convivencia o coexistencia pacífica no son fáciles, y no soy un experto para aclararlos. Creo si que hay una vía interesante de explorar, tal como nos lo demuestran los escritos y acciones del teólogo suizo Hans Küng, y lo intenta con inteligencia el papa Francisco, y que no es otro que la vía del diálogo y el respeto mutuo.
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