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Libro, arte y metáfora (I)

Segunda entrega de “Inconformes con el espacio”, por Humberto Valdivieso: “Libro, arte y metáfora. Hacia una poética de la lectura. Primera parte”

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Una de las dificultades del cambio, hasta ahora non finito, de lo impreso a lo electrónico es la naturaleza misma del libro. Se trata de un problema que desestima lo aparente y superficial para hundirse en aquello que nos hace humanos. Su complejidad trasciende los dilemas del soporte para alojarse en los intercambios entre las disciplinas que lo hacen posible, en los juegos del lenguaje, en las tácticas del diseño, en los ejercicios imaginarios del arte y en nuestra experiencia como escritores, diseñadores, artistas o lectores. El asunto del libro no es la materia –átomos o bytes– sino los movimientos, las alianzas y las operaciones al interior de su universo complejo.

El libro no está relacionado a marcas o territorios sino a distintas performances: la investigación, la escritura, la lectura, el diseño, la exposición, el mercadeo, los rituales sagrados, los instantes de intimidad y el ejercicio de ordenar las bibliotecas entre otros.

No es un objeto físico, nunca lo ha sido. Aún cuando el lector reconoce una forma y siente el peso, el olor y la temperatura del papel sobre sus manos. Es algo abstracto, intangible y de dimensiones infinitas. Tiene, desde siempre, un carácter virtual.

Hasta ahora, la sustitución de átomos por bytes en el mundo editorial resulta poco innovadora y, a veces, insatisfactoria. Sin embargo, no deja de ser una realidad llena de retos y urgencias. En verdad, esta transición no puede ser señalada como la conquista de un espacio desconocido. Es, no obstante, la expansión de un universo sobre sí mismo.

El volumen genuino del libro es inmaterial pero la experiencia de vivirlo es concreta. Se trata de un artificio cultural hecho de signos y relaciones de todo tipo que –junto a la arquitectura escenográfica de templos, laberintos y palacios– existe como una virtualidad anterior a la era del software.

Signos

Un signo es algo que está por otra cosa: una fotografía puede estar por una persona, un objeto o un paisaje. También una palabra, una huella o un dibujo pueden estarlo. Hay signos simples y complejos, estos últimos se componen de otros signos: un libro por ejemplo. Representar, estar por algo, no es traspasar la realidad a una imagen o un párrafo. Una pintura, una frase o un gesto no representan la totalidad de algo sino un aspecto, una porción o una idea. El asunto es complicado porque la creatividad, el deseo y la cultura participan de ese proceso. Un signo es una síntesis y una interpretación de la realidad. Los signos establecen alianzas, componen textos, informan, generan atmósferas, fijan leyes, producen cambios en la piel, en la mente y en el alma. También median en el modo de aproximarnos a la realidad: “en el principio fue el verbo”, “nombrar es hacer existir”. Nada existe para los seres humanos hasta que no ha sido convertido en signo.

Umberto Eco dijo que una obra es “a un tiempo la huella de lo que quería ser y de lo que es de hecho, aun cuando no coincidan los dos valores”. Esa huella es una performance hecha de signos: un aspecto de la vida reordenado en un ensayo, un tratado, una novela, un poema o un cuento. También, es el testimonio de un esfuerzo, de una lucha con las ideas y las palabras. Las obras literarias o académicas sintetizan metas y digresiones, sistemas y deseos, conocimientos e ilusiones, evidencias y secretos. Son los signos actuando en la movilidad de la cultura y en las luchas íntimas del ser humano. Por lo tanto, la escritura y la lectura no solo piden pensamiento, mirada y palabras; también necesitan piel, sangre, nervios y la totalidad de los sentidos.

Erótica

Sabemos desde Roland Barthes que la lectura es una erótica. Implica sensorialidad, movimiento y deseo: cuerpo. Un libro es la trama del juego erótico adherida a un volumen tridimensional y a un cosmos tetradimensional. Palabras, imágenes y significados –representaciones– se deben a la mente y al cuerpo del lector: al espacio, al tiempo y sus variaciones. Por lo tanto, su virtualidad supera el artilugio literario e involucra al diseño y el arte.

Un libro es la buena disposición hacia esa erótica y la destreza para envolver al lector en ella: componer y descomponer, ceder y transgredir, abrazar y apartar. El diseño editorial es una labor indispensable para garantizar el goce. Pero también el goce es aquello donde la labor del diseño puede quedar socavada por la intervención del arte. Es el rapto, la apropiación, el artilugio, la falsificación, el testimonio de lo inacabado, la memoria de una pena deseada y la sustitución de la palabra por la mancha.

Diseñar un texto es conectar el juego del lenguaje y la escritura a la experiencia intelectual y corporal del lector. El diseño convierte al libro en la metáfora de infinidad de procesos, intercambios y vivencias. Una historia, un poema, un estudio o una reflexión adquieren su sentido particular en las decisiones sobre la escala, el papel, la composición de la portada, la diagramación y la selección tipográfica del texto. La experiencia del diseño es una síntesis de lo declarado en la palabra y también una interpretación. Al menos desde esta perspectiva. Sin embargo, el diseño no es la última frontera del libro. Como no lo son la escritura, el contenido o las manos del lector. El diseño editorial no es un límite sino un llamado a poéticas alternativas: el libro de artista es una de ellas.

Intervenir lo diseñado, hacer del libro la metáfora de una experiencia creativa, es explorar opciones, activar otras prácticas del Eros de la lectura. Es asumirlo como soporte, canal y materia de una creatividad transgresora: apuntar a su capacidad para abrir imaginarios, provocar encuentros y digresiones más allá de la literatura y la información.

El libro como objeto de arte trastorna las cualidades habituales de su origen editorial y adquiere significados distintos, alcanza otro sentido: más afín a la sensibilidad emocional y a la curiosidad intelectual del artista. También se convierte en una síntesis, en un pequeño gesto capaz de desatar enormes complejidades conceptuales.

En la próxima entrega de esta columna exploraremos la condición de metáfora del libro de artista y señalaremos unas categorías provisionales. Eso nos permitirá aproximarnos un poco más a su poética.

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