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Una misionera detalla el infierno que se vive en la frontera entre Venezuela y Brasil

Por El Debate
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Las Franciscanas misioneras de la Madre del Divino Pastor son mujeres orantes y contemplativas. Viven la confianza en «Dios Providente, Todo Bien, Sumo Bien» e identificadas con Jesús pobre y humilde, para asumir la realidad de la existencia humana.

Fortalecidas por esta presencia, viven con gozo el anuncio de la fe que sostiene y fundamenta su vida, acompañando y dejándose acompañar por los más pobres. Sofía Quintans es una de ellas. Vive en primera persona el drama de las migraciones humanas que son, en definitiva, los movimientos de la historia concretados en el tránsito de vidas humanas entre Brasil y Venezuela. Sofía está en medio de todo ese flujo de oleadas migratorias, cada vez más extremas: hambre, enfermedad, separación de familias, injusticia y dolor, encarnados en el clamor de pueblos desprotegidos ante el covid–19, el tráfico de seres humanos y la explotación minera ilegal.

Una misionera

–Sofía, ¿por qué eres misionera?

–De los mayores regalo que he recibido de Dios en mi vida es experimentar la llamada a estar con Jesús y vivir para los demás.

–¿Desde siempre has querido serlo?

–Desde muy pequeña tenía claro que quería ser misionera. Soy Franciscana misionera de la Madre del Divino Pastor, en este nombre de mi Familia Congregacional está condensada mi historia personal, mis sueños más profundos y el rostro de los preferidos del Reino, mi pasión desde siempre.

–En tu opinión, ¿qué es una misionera?

–Ser misionera es ser una mujer sencilla, hermana, que vive y expresa su búsqueda y pasión por Dios desde la profecía de su vida entregada. Desde la disponibilidad, el amor fraterno y el amor a nuestro mundo herido, en las periferias.

–¿Cuál es tu misión actualmente en Brasil?

–Ser una comunidad de hermanas intercultural en dinamismo de inculturación, entregadas a los migrantes y refugiados, acogiendo, protegiendo, promoviendo e integrando. Y formar laicos de nuestras comunidades. Allí donde otras instituciones no acompañan, estamos nosotras. Así aprendemos un Dios distinto, que gesta nuestra vida religiosa, que nos abraza para abrazar a otros.

Pobreza estructural

–Y ¿ qué situación hay en el país?

–Radicalizada. Existe más pobreza estructural y dolores que se transforman en clamor de la Amazonia herida, de los pueblos originarios perseguidos, de la madre tierra expoliada y de los refugiados que claman por una vida digna. Cada día llegan mil personas en oleadas migratorias y en peores condiciones: con hambre, desnutridas, con enfermedades crónicas y terminales, mujeres embarazadas solas, muchos niños, ancianos…; todos con una carga de dolor por el desarraigo.

-El lema de tu congregación es «Caridad verdadera, amor y sacrificio». ¿Cómo se encarna en lo cotidiano?

–Acogiendo la diversidad como camino de misión, respondiendo con prontitud, discernimiento y hospitalidad. Viviendo en red sinodal, desde el amor de Jesús pobre y humilde, la Iglesia se hace madre de corazón abierto y verdadero hospital de campaña.

-Esa encarnación entre los más pobres, ¿lo perciben de alguna manera?

–Por supuesto, no se me olvida el llanto emocionado y sin palabras de un joven muy enfermo en condiciones infrahumanas, en un campo de refugiados. Y expresión profunda hacia mí, diciendo mamá.

–Si miras hacia atrás, ¿te arrepientes de haber salido de tu tierra?

–No, nunca. Mi esperanza de asemejarme a la debilidad de Cristo, a la humanidad de Cristo, se ha hecho lengua para expresar la discreta caridad de Dios. Soy testigo de esa esperanza al lado de los humildes, que me llena de ternura, me evangeliza, me da alegría y me hace feliz. Ya no soy la misma persona. Y ya nunca lo seré.

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