En primavera de 1940, en varios lugares de la geografía de la desaparecida Unión Soviética (URSS), los prisioneros de guerra polacos detenidos desde septiembre de 1939 en campos de internamiento fueron ejecutados sin juicio en cumplimiento de la decisión del Politburó soviético. Recibieron un tiro en la parte posterior de la cabeza y fueron enterrados en fosas comunes en Katyń, cerca de Smolensk, en Miednoye –cerca de Tver, en la actual Rusia– y en Kharkov y Bykovnia –cerca de Kiev, en la actual Ucrania–.
Se dice que fueron oficiales, pero, además de militares de carrera, incluidos varios generales, entre las víctimas había representantes de la élite polaca movilizada en el ejército al comienzo de la guerra: funcionarios, profesores, médicos, letrados, ingenieros, artistas, deportistas y empresarios; también funcionarios de otros servicios uniformados, capellanes de diferentes confesiones, mujeres y adolescentes. Aproximadamente 22.000 vidas se esfumaron y su rastro desapareció.
La mentira
Al estallar la guerra entre Alemania y la URSS en 1941, Stalin decidió utilizar los efectivos militares polacos en la URSS en su lucha contra los alemanes. A la hora de formar filas, entre los polacos surgió la idea de convocar a aquellos de sus compatriotas que sabían que habían sido prisioneros de guerra. En respuesta, las autoridades soviéticas contestaron que se habían dispersado y no sabían dónde estaban.
Las fosas fueron descubiertas en 1943 por los alemanes, quienes de inmediato utilizaron su hallazgo con fines propagandísticos contra la URSS. Llamaron incluso a los expertos de la Cruz Roja Internacional para que investigaran el crimen. No es que los alemanes sintieran una necesidad moral de ello –ellos mismos eran responsables del genocidio que se estaba cometiendo en sus propios campos de concentración y exterminio–, sino que, al demostrar la culpa soviética, socavarían el apoyo con el que Stalin contaba en Occidente.
Por su parte, la URSS lo negó todo y acusó a los alemanes de haber cometido las matanzas. La propaganda soviética lo llamó “la mentira germano-fascista”.
Conforme progresaba la conversión en la esfera de influencia soviética del territorio polaco, parte del cual fue anexionado directamente a la URSS y el otro mantenido como su satélite cuasi independiente, la cuestión de Katyń –el tenebroso bosque se usa como sinécdoque para designar al conjunto de ese genocidio– se convirtió para las siguientes décadas en un estricto tabú.
Al mismo tiempo, de cara a Occidente, la propaganda soviética lanzó una campaña sobre los crímenes nazis cometidos en su territorio, utilizando para ello el caso del pueblo bielorruso de Chatyń, a veces transcrito como Khatyń. El parecido de ambos topónimos ayudó a manipular la opinión pública, en cuyos oídos se fusionaron ambos nombres y, por tanto, ambos crímenes. La memoria de Katyń fue preservada gracias a los familiares que demandaban saber qué pasó a sus seres más queridos y a numerosos patriotas.
Anti-Katyń
La desintegración del bloque soviético a finales de los años ochenta y la caída de la URSS a principios de los noventa supusieron cierto cambio, pero pronto quedó patente que se trataba de un lavado de cara.
En 1992 Boris Yeltsin pidió perdón por la masacre de Katyń pero se desentendió de ella, constatando que la Rusia democrática no puede responsabilizarse de los crímenes de su predecesora. La investigación fue cerrada y, en 2004, ya durante el mandato de Vladimir Putin, desestimada y clasificada.
La Federación Rusa reconoció menos de 2 000 asesinatos, culpando a funcionarios de segunda del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKWD). Desde luego, rechazó calificarlo de genocidio. A la vez, Rusia creó un discurso alternativo llamado anti-Katyń que recrimina a Polonia el trato recibido por los prisioneros de guerra rusos durante la guerra polaco-bolchevique de 1919-1920, llegando a presentar la masacre de Katyń como una justa venganza histórica.
La verdad
Para Polonia, Katyń, Kharkov y Miednoye son lugares de memoria trágica. Las necrópolis sirven de escenario para conmemoraciones, tanto privadas como públicas. Tal fue el caso de los actos planificados para abril de 2010, con el motivo del 70 aniversario de la masacre. El día 7 se reunieron ahí el entonces primer ministro de Rusia, Vladimir Putin, con su homólogo polaco, Donald Tusk.
Tres días después el Consejo de la Protección de la Memoria de la Lucha y del Martirio, una entidad gubernamental polaca, organizó otra ceremonia, a la cual fueron invitadas personalidades polacas del mundo de la política, la cultura, el ejército y la Iglesia. La delegación fue presidida por el presidente de la República, Lech Kaczyński. Nunca llegaron vivos a su destino. Según reveló el último informe, el avión presidencial se estrelló a causa de dos explosiones a bordo.
En el discurso nunca pronunciado, Kaczyński iba a decir que los polacos fueron asesinados en Katyń porque no se subyugaron.
“Estas fosas de la muerte iban a ser también la sepultura de la Polonia independiente. (…) La masacre de Katyń siempre nos recordará la amenaza de esclavizar y destruir a las personas y naciones. El poder de la mentira. Pero será también el testimonio de que las personas y naciones son capaces, incluso en los tiempos más difíciles, de elegir la libertad y defender la verdad”.
Son bastante frecuentes las comparaciones de los crímenes cometidos por la URSS con los cometidos por Rusia en Ucrania. Los ucranianos están siendo asesinados porque no se subyugan. Eligen la libertad y defienden la verdad. Ya que la historia tiene la mala costumbre de tender a repetirse, ojalá dentro de 80 años el caso de Ucrania no sirva de comparación para algún nuevo crimen sin castigo.
Anna K. Dulska, Historiadora, investigadora en el Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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