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El mapa del café, las vacaciones y exlibris

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«Nothing long. I have a life» (ELLIE ALVES)

Nada más entrar, me llamó la atención un mapa colgado en la pared. Mi amigo ―que era uno de los regulares del café― sonrió al ver mi perplejidad. Sabía que iba a fijarme en él. Pedimos un par de cafés y nos sentamos a hablar. Aquella peculiar carta geográfica me enseñó una lección sobre la perspectiva difícil de olvidar.

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Ayer, mientras me levantaba para ir a trabajar desconecté la alarma del despertador. No me limité a apagar el timbre, sino que borré la hora programada para los días laborables posteriores. Supe que esa había sido la última mañana que iba a madrugar en unos días, ya que al día siguiente empezaban mis vacaciones. Con todo, sé que hasta soy capaz de traicionarme y seguir por inercia la rutina de los días, hacerle caso al ritmo del biorritmo. El mes de abril es más raro que un perro verde. Todos los abriles de todos los años me vuelvo loco escribiendo listas de libros que me gustaría leer en estos días de relax. Tiempo atrás pretendía leer muchos libros. Ahora pretendo leer muchos más. Leo en papel. He empezado a releer una novela de Iris Murdoch. Leo en pantalla: estoy terminando una historia de amor de Jane Green, The Other Woman (La otra mujer). Cuando acabe con ella voy a empezar 13, 99 € (99 francs) de Frédéric Beigbeder.  Y si todo sigue según lo planeado, quiero intentar un extenso ensayo acerca de la lectura de Frank Smith, Understanding Reading. Quizás la lista sea muy larga y yo también tengo una vida que diría Ellie a Joe Goldberg. Claro que mi vida tiene poco sentido sin libros.

Hace una semana alguien se preocupaba por el interés más bien escaso hacia los libros de la mayoría de chicos de los institutos. Está claro que hoy en día los chavales y las chavalas no leen mucho. Haga la prueba. Salga a la calle y mire a su alrededor. A ver cuántos jovencitos encuentra con un libro en la mano. Cuente el número de chicos que entran a una librería. Repase mentalmente el número de adolescentes que se han cruzado con usted mirando absortos su smartphone y tecleando mensajes con cuatro dedos. Esta generación vive deprisa, la generación digital, la gente de Internet. La Era de la Electrónica y la Luz. En la Edad Media un libro tardaba meses en copiarse a mano. Actualmente, en la Edad Contemporánea, se copia en menos de un minuto sin errores ni faltas un ejemplar de más de 500 páginas. Uno pierde cosas en el camino, y la primera de ellas es el propio camino.

Dado que en este tiempo nos comunicamos abiertamente a través de un teclado mínimo y redes sociales, recientemente se iniciaba un debate acerca de la conveniencia o inconveniencia de obligar a leer literatura clásica a los alumnos de los centros educativos. Hubo profesores, padres y alumnos que opinaron a favor y en contra de la obligatoriedad de lecturas como La Celestina (Fernando de Rojas), Lazarillo de Tormes, El burlador de Sevilla (Tirso de Molina), etcétera.  Uno que ha sido alumno de instituto, que fue obligado a leer esos libros citados ahí arriba y afortunadamente muchos más, no puede más que agradecer haber coincidido en su etapa estudiantil con docentes dispuestos a enseñar y educar con rigor. Uno de los profesores nos habló en clase de los exlibris. Nos contó que amaba los libros. Nos dijo que había encargado un exlibris en una imprenta de la ciudad para marcar todos los ejemplares de su biblioteca. El sello de caucho iba fijado a un mango. Ese sello debía impregnarse de la tinta guardada en un tampón o almohadilla. En otro momento nos mostró diferentes modelos de exlibris (del latín: de los libros de). Entre otras figuras vimos a un búho, el árbol de la vida, un ángel oscuro, la pluma de un ave sobre un libro abierto. Coleccionar libros, guardar una historia personal de relatos, poemas o textos sería un motivo sencillo para interesarse por la lectura en papel. Tal vez, algún lector podría querer darse el capricho de marcar sus piezas de colección con un sello. Con todo, sería extraño, ya que hoy abundan los lectores de libros electrónicos.

Quiero regresar al café de los australianos con mi amigo inglés y mirar otra vez el mapa del mundo que ellos ven para recordar que no hay una manera única de mirar.

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