Aguamanil
Del latín aquamanile. La RAE lo define como «Jarro con pico para echar agua en la palangana o pila donde se lavan las manos, y para dar aguamanos. 2. Palangana o pila destinada para lavarse las manos». El progreso hizo caer en desuso esta palabra de grata sonoridad, en tanto el jarro y la palangana fueron sustituidos por el actual lavamamos. Recuerdo haber visto en mi juventud un bello aguamanil y su palangana, en uno de los pasillos interiores de la casa de una tía abuela materna, María Escobar de Zamora, en San Sebastián de los Reyes. Ya no se usaba, pero allí permanecía como tantos bellos objetos y recuerdos de otros tiempos que conservamos con nostalgia.
Beatriz Alicia García
Alcuza
Mientras leía el mensaje de Nelson Rivera invitándome a escribir unas pocas líneas sobre alguna palabra hoy en desuso, me venían a la memoria los sonidos de al-cu-za, una palabra muy oída en mi primera infancia, aunque inmediatamente perdida en el olvido hasta que, pasados los treinta, acaso ya cuarenta, una prima me dijo con naturalidad al verme mirar atenta un objeto en su cocina: “Esta alcuza era de la abuela”. Al escucharla, vinieron a mí recuerdos inesperados, no de mi abuela, a quien no conocí, como sí mi prima, mucho mayor que yo, sino de mi madre y mi tía en la cocina echando el aceite a la sartén o pidiendo una a la otra que llenara la alcuza. Una alcuza es, según la RAE, en su primera acepción, un recipiente “en que se guarda el aceite para diversos usos”; seguramente, no faltará quien diga que se trata de una simple aceitera, o aceitero, pero no es así, aunque la RAE, en su quinta acepción, asevere que aceitero-a, es un “Recipiente que se usa para guardar el aceite, especialmente el comestible”.
Entonces, cómo diferenciar una alcuza de una aceitera, pues, muy sencillo. La alcuza nunca sale a la mesa, su sitio es la cocina; siempre, siempre, junto al foguer.
María Pilar Puig Mares
Alarife
Cuando era niño mi padre nos llevó a visitar la Quinta Anauco en Caracas, una construcción que refleja las características arquitectónicas de la época colonial. En aquel momento yo me preguntaba ¿cómo en el pasado podían construir casas tan impresionantes sin la presencia de alta tecnología o quiénes se encargaban de erigir semejantes edificios?
La escuela no pudo darme muchas respuestas, y en un viejo libro de historia, descubrí la palabra alarife, una expresión en desuso. Proviene del árabe al-arif, su significado se encuentra asociado con el concepto de albañil, maestro de obras o constructor en piedra. Durante la colonia, eran precisamente los alarifes los encargados de poner en pie cuanto edificio era requerido.
El alarife no era considerado únicamente como un albañil, realmente se trataba de un funcionario del Cabildo con habilidades prácticas, su destreza en las artes constructivas lo convertían en el principal responsable de las obras arquitectónicas civiles de la ciudad. También hubo en Venezuela alarifes dedicados exclusivamente a los edificios del clero, generalmente eran sacerdotes, de igual manera, encontramos alarifes militares responsables de los característicos castillos en las costas del país.
Alarife, una palabra que desapareció del vocablo habitual, pero está presente en nuestra historia.
Luis Fernando Castillo Herrera
Algarabía
Una palabra, hoy rara, que desde niña vinculé a nuestro gentilicio, que siempre consideré parte fundamental de nuestra naturaleza, casi un sello de identidad.
La RAE define como ‘algarabía’ al bullicio o jaleo que se forma por el gentío, así como el griterío generalizado que sucede cuando varias personas hablan al mismo tiempo. También como término que señala aquello que es incomprensible (una lengua mal hablada o una forma de hablar rápida y atropellada).
Etimológicamente, proviene de la palabra “al’arabîya”, que se traduce como “lengua árabe”, convertida en la Edad Media en sinónimo de “griterío y confusión” por aquellos “cristianos” que no podían entender esa “lengua ininteligible” que utilizaban los entonces invasores musulmanes.
Recuerdo que hace más veinte años podías reconocer a un grupo de venezolanos en el extranjero gracias a esa algarabía, esa energía festiva y bulliciosa en la que todos hablan y ríen a la vez, sin alzar la voz ni dejar de entenderse. Muy lejana a la percepción contemporánea que hoy veo manifiesta, entre grave y quejumbrosa, anestesiada, como una sombra, hijos de una tierra que progresivamente ha visto sepultadas su inocencia, y su alegría.
Corina Lipavski
Aguado
Suele pasar que cuando una se lo pasa bien entra en una atmósfera de gratitud con lo que sucede y, si todo se acompasa, los demás también se suman a la buena sensación reinante. Pero (también llega el pero) para que no se arruine la magia del momento hay que tener presente que lo que a una le gusta a los otros los puede aburrir o incluso molestar. Pongamos por caso: cuando la diversión triunfa en un grupo y alguien pide recato o salirse del patrón entusiasta del momento, ese nuevo y poco bien recibido actor es un aguafiestas. En mi tierra natal, y en mis años más juveniles, a los aguados o aguafiestas se les conocía como los carentes de chispa o ánimo para ver las oportunidades de diversión con los pocos o muchos recursos disponibles.
Hace pocos días caí en la cuenta de que en España lo más parecido a llamar a alguien aguafiestas se dice: “Me corta el rollo”. Llámenme aguada, pero para mí cortar el rollo no es tan ilustrativo como aguafiestas. Entre parecidos me es más afín la imagen del agua que arruina el buen momento que las tijeras como instrumento para interrumpir el goce. Definitivamente cuánto marcan los aprendizajes de los vocablos iniciales.
Aymara Arreaza R.
Aljibe
Es una palabra prácticamente en desuso. Los más jóvenes la ignoran. ¿Un depósito de agua de lluvia? ¿Algo así como un tanque de plástico? Pero allá en la Angostura de mi casa de la infancia casi todos los patios tenían aljibes. No eran alimentados por agua de lluvia. Tenían 40 o 60 metros de profundidad y llegaban al nivel de algún acuífero del Orinoco. En aquellos tiempos no fallaba el agua por tuberías, así que el laborioso y riesgoso trabajo de sacar agua del aljibe era una rareza. Tendría yo 17 años cuando allanaron la casa de una de mis hermanas. Escándalo de carros chirriantes. Hombres de negro. Ametralladoras. Mi hermana vivía en una casa vecina. Pero era en nuestro patio, en la casita de juguete casi tamaño natural que mi tío construyó para nosotras, donde se guardaban los esténciles, la tinta, el papel y el multigrafo. Otras palabras en desuso. Mientras los policías allanaban, mi otra hermana y yo comenzamos a sacar subrepticiamente todo aquello y lo lanzamos en el aljibe. Inevitablemente, mi madre nos descubrió aquel día aciago. Mi hermana mayor y su marido fueron apresados, sí. Un muy breve tiempo. Y el aljibe fue clausurado.
Milagros Mata Gil
Amable
Alude a algo digno en cada cual, de uso sencillo con las palabras, el tema es cómo se articulan si es que llegan a hacerlo. Usual, puede ser la inexistente reciprocidad ante los Buenos días que se difuminan en el vacío de cualquier ascensor. Al entrar en una tienda el ambiente de Bienvenida mutó a un cerco de vigilancia con inspección de bolsos/minuto. En una cola alguna vez, pudiese escucharse Por favor, pase usted primero. Y algunos o muchos piensan para sí: ¿quién es ese gafo?, ¿qué bicho le habrá picado?.
Mientras los zamuros expanden su vuelo en la ciudad, se multiplican los gusanos de la muerte en vez de las lombrices que nutren y oxigenan el terreno. Se siente el peso del empujón en vez de disculpe, señora. Del porpuesto llega a bajarse alguien entre ruidos y codazos, a costa del asfixiado Gracias que desde hace rato viene boqueando. Ni se diga de la conversa que busca comprender, quizás algo llegue a sembrarse, se percibe burda de esclarecedor todo con el tiempo sosegado para las miradas, al son de la escucha en su humano decantar.
—De seguro, este fulano es un musiú que no está pasando hambre ni tiene varias bocas que alimentar ni requiere usar el Metro.
Héctor Aníbal Caldera
Amanecer
Fue desapareciendo el arte de amanecer. Las fiestas se fueron reduciendo y haciéndose más temprano. El licor no alcanzaba, ni la comida, ni el dinero. Quizás el hielo.
Primero, dejamos de salir hasta muy tarde. La madrugada se convirtió en el espacio y tiempo de mayor peligro: robos, secuestros. Luego, a pesar de que nos quedamos en casa de amigos, el sueño nos vencía: muchas horas de trabajo, quizás ya no éramos los mismos, los años no pasan en vano.
Lo intentábamos con el dominó, y estirando los tragos. Pero iban cayendo poco a poco.
Acabar el trapo, lo llamábamos hace una década o más. Ver la luz del sol y entonces ir a la cama.
Hoy algunos lo hacen. Poco a poco, la mayoría dejó de hacerlo.
La rumba dejó de ser eterna.
Amanecer pasó a ser apenas algo que hacíamos para ir temprano al trabajo, teniendo cuidado: es a esa hora en que más roban, en especial a las muchachas.
La madrugada, antesala del amanecer, fue solo un lugar para soñar. Un tiempo para dormir.
Y cada vez más, dejamos de esperar, de alargar la noche, para ver salir el sol.
Quizá no amaneció más.
Ricardo Ramírez Requena
Aporrear
“¿Se aporreo?” —me preguntó mi abuela—. Yo era aún muy pequeño y recién me mudaba a Caracas; por el contexto y el uso supuse que me preguntaba si me había golpeado o herido.
No sé si fue porque a la primera que se la oí decir fue a mi abuela, pero “aporrear” me sonó como una palabra que había sido desenterrada por arqueólogos, un conjunto de sílabas rescatadas de un español arcaico.
Entonces, ni se me ocurría que el lenguaje evolucionaba de forma similar a la selección natural de Darwin, que dejaba a los términos no aptos para la supervivencia en completo desuso.
Pero ahí estaba yo, escuchando a mi abuela pronunciar esa antigua conjunción lingüística con la que me preguntaba si me había golpeado o herido.
“¿Se aporreó?”. No, abuela —le habré respondido.
Años después vuelvo a esta palabra y descubro que tiene orígenes ambiguos; por un lado, proviene del griego “apos” (fuera) y “rrea” (correr) y alude a la secreción de alguna sustancia, como la sangre que brota de una herida. El otro término —más de nuestra idiosincrasia dictatorial— le asocia al golpe que se daba con una “porra”.
Aunque el término cayó en desuso, sus significados siguen intactos: ¿qué venezolano no ha sido aporreado por el nuevo régimen, que ha vigorizado la dictatorial ley de la porra?
David Delgado Valery
Angurria
El primer Diccionario de la lengua castellana (1726) registra la palabra angurria como sinónimo de sandía (en Venezuela y otros países, patilla). Poca relación con el significado que está en mi memoria. De adolescente la aprendí con la quinta acepción del actual DLE, que la circunscribe a tres países (Cuba, México y Venezuela): “Secreción frecuente de orina”. Posiblemente se relacionen ambos significados debido al alto poder diurético de la sandía. De angurria, el adjetivo angurriento (“meón”).
Nunca la olvidaré por cuanto se relaciona con la época en que nos confabulábamos para consumir a hurtadillas la leche en polvo que mi tía Eloína guardaba celosamente en la cocina. La palabreja reaparece cada vez que la recuerdo a ella justificando la ausencia de su marido, ante presuntos y molestos amigotes. Les decía con desparpajo y sin que él se enterase:
—No puede salir hoy, porque está en el baño; tiene angurria.
De niños, al escucharla, ignorábamos lo que significaba el vocablo. Creíamos que aludía al juego del escondite o algo parecido.
Una vez, a fin de descubrir a quien hurtaba su leche, Eloína la mezcló con polvo de añil. Cuando mi hermano menor sacó la mano de aquel envase, nos asombramos al vérsela completamente manchada con un acusador color azul oscuro. Se oían los pasos de Eloína, pendiente de descubrir al culpable. Para intentar lavarse rápidamente, mi hermano se encerró en el baño. Mi tía preguntó por el único de los tres que faltaba. A mí no se me ocurrió más que responderle, sin vacilar:
—Está en el baño; tiene angurria.
La paliza que recibimos nos hizo orinar más de una vez.
—¡Eso para que no sean an-gu-rrien-tos!, nos decía irónica, después de cada correazo.
Luis Barrera Linares
Aposta
La última vez que vi a mi abuela llevaba puesto un vestido nuevo; así me gusta recordarla. De ella heredé palabras arcaicas que uso con los más íntimos: “alebrestada”, “marraja”, “aposta”, “tanascada”. Mi abuela las pronunciaba con el golpe seco de las voces campesinas, para quienes el lenguaje no es un recurso de estarse malgastando. Ellos saben de la elocuencia del silencio. A ella la admiré por su valentía al abandonar un marido áspero, maltratador y huir para volver a empezar, sola con sus hijos. Alebrestada se cortó el pelo largo y se lo dejó corto y bien peinado. Frente a los cambios en las vidas de las mujeres, el cabello también sufre su proceso.
Si la abuela decía que alguien era marraja se refería a una persona poco sociable, con poca voluntad para colaborar o hacer buenas migas. Cuando su exmarido no pasaba dinero para la manutención del hijo menor, ella se quejaba de que lo hacía aposta. Al ver que un perro lanzaba un mordisco al aire, ella decía que lanzó una tanascada. Según el diccionario el término es “tarascada”, pero no me someteré a la corrección, para mí siempre será tanascada.
Al leer un viejo libro y toparme con expresiones como “alebrestada” y “aposta” sonrío, son palabras que escuchaba en la infancia.
Su voz viene a mi memoria, veo a mi abuela alebrestada huyendo de un amargo matrimonio, divorciándose con sus tristes ojos claros. Cuando murió yo estaba lejos. No quise ir a ver un cuerpo muerto. Me hice la marraja, a la familia no le gustó, pero yo a la abuela la tengo en la presencia de las palabras que me dejó.
Carolina Lozada
Arcadia (tropical)
“… Los conquistadores españoles y portugueses que al salir de la península eran militares o traficantes (…) acabaron, sin saberlo, siendo poetas fundadores de una Arcadia tropical. Vinieron a buscar oro y encontraron ideales. Después del choque brutal con la tierra generosa comenzaron a descubrir el oro dentro de ellos mismos”.
Este fragmento forma parte de una magistral conferencia pronunciada en 1930 por la escritora venezolana Teresa de la Parra, Influencia de las mujeres en la formación del alma americana. Mi abuela insistía con fervor en que debía leer a Teresa desde que era muy niña. He demorado en hacerle caso. Un misterio irresoluble resistirse a la tradición porque es una dominación metafísica. Memorias de Mama
Blanca, Ifigenia. Casi puedo escucharla otra vez decirlo con sus piernas elevadas en movimiento cíclico sobre la cama, trazando un viaje ideal en bicicleta. La hallo (la deseo) plena y risueña en una Arcadia tropical, en ese lugar sin espacio ni tiempo que debe ser la muerte. Un paisaje campesino, pleno de lomas verdes y arroyos, caballos, cabritos, brisa, luz, paz. Un Cubiro, tal vez. Un país imaginario, natural y verdadero como el que viví con ella.
Betina Barrios Ayala
Ayuntar
Entonces un día a mi hija la invitan a un campamento y su madre judía le advierte todo lo que debe precaver: no meterse en lagunas por aquello de las corrientes traicioneras, no montar a caballo por aquello del actor Christofer Reeve, no calzarse ni acostarse sin revisar antes por lo de los alacranes que alertan en wasap, y un etcétera que no enumero pero que nunca cumplió.
Supe después que todo transcurrió previsiblemente normal, excepto un paseo a caballo, porque el potro donde iba su amiga Isabel se enamoró de la yegua donde cabalgaba mi hija.
Cuentan que el macho comenzó por darle besos tiernos en el trasero a la jaca y luego se ayuntaron a gusto, mientras las dos niñas lloriqueaban asustadas sobre las bestias y otros 30 amigos a caballo permanecían petrificados porque era peligroso interrumpir a los fornicadores.
Isabel quedó colgando de las riendas del macho, por fortuna y por aquello de la ley de gravedad, y mi niña quedó de perfil congelado por aquello de que el potro se ayuntaba con la potra, pero le lamía la mejilla a ella.
Después del paseo, del susto, y del fornicio, me dijeron, el grupo fraternizó como nunca.
Así es el amor.
Sonia Chocron
Arrecochinarse
Abrí la puerta del carro y conté cuántos niños había en el asiento trasero del Corolla de papá: cuatro. Yo no quepo, dije. Sí cabes, diles que se arrecochinen. Apoyé las manos en el hombro de mi hermano y lo empujé hasta que se despejaron unos centímetros en el asiento. Los otros tres gritaron y empujaron a mi hermano de vuelta hacia mí. ¡Arrecochínense! Entre gritos, golpes y patadas, me lancé sobre sus piernas y cerré la puerta del auto. En ese instante las costuras de sus ropas comenzaron a abrirse hasta reventar y entre los huecos de tela brotaron los miembros rosados, las patas mugrientas y las panzas infladas, de mis dedos germinaron unas pezuñas de queratina y no pude sino escupir un gruñido. Cuando papá subió al volante, las narices amplias y redondas de los cinco ya se rozaban entre sí, nuestros cuerpos robustos buscaban el calor del otro, y un coro de chillidos detonaron de nuestras bocas hambrientas.
Raquel Abend van Dalen
Bachaco
Siempre me han intrigado las palabras, su sentido y su uso. Entre muchas, recuerdo una: bachaco. Al principio me confundía que se usara para referirse tanto a un tipo de hormiga como también a un “tipo” de persona. Bachaco es la hormiga que a veces es roja y a veces es negra, y bachaco era aquella persona que teniendo la piel clara también tenía “rasgos de negro”: labios gruesos y pelo crespo.
En algún momento me di cuenta de que me salvé de chiripa de ser bachaco —soy un poco amarillo, pero no bembón—, y así tener que lidiar con un término que me clasificara y me limitara frente a los ojos de los demás. Aunque astuta como siempre ha sido mi mamá, seguro que le hubiera resultado fácil impugnar el hecho de que yo fuera bachaco. Cuando mi hermano tenía 4 años ella le supo “explicar” que él no era negro —como le decía un vecino a manera de insulto—, sino que era “canelita pasado de astilla”. Si mi mamá podía lidiar con la versión más cruda del racismo venezolano, también podría hacerlo con su versión “light”, el colorismo.
Leroy Gutiérrez
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