Son fotos de dos chicos húngaros de casi al final de la Segunda Guerra Mundial. Ivan Newman, a sus 10 años, tenía en 1945 una mirada vivaracha mientras agarraba con sus manos un juguete de madera que le acababan de regalar en una escuela convertida en hospital en Malmö, Suecia. A los 87 años, desde California, Estados Unidos, explicó a La Nación que conserva un recuerdo borroso de aquel momento, y no porque tenga problemas de memoria. En ese entonces, y todavía hoy, se ve abrumado por las historias que le tocó vivir en el campo de concentración nazi de Ravensbrück, de donde había sido rescatado pocos días antes de la fotografía.
En la segunda foto, de 1944, Istvan Reiner a los 4 años, también tiene el rostro iluminado por una sonrisa, y atrás de esa imagen hay otra historia que para él concluyó trágicamente en Auschwitz. Su medio hermano siete años mayor, Janos Kovacs, ahora de 89 años, contó a La Nación desde Albany, Nueva York, el horror que se esconde detrás de esa otra fotografía, y que sigue considerando necesario recordar para no olvidar lo que padecieron los chicos durante el régimen nazi.
Se estima que entre los once millones de víctimas del Holocausto, los alemanes y sus aliados asesinaron alrededor de un millón y medio de chicos, cerca de un millón de ellos judíos, y decenas de miles de gitanos, alemanes con discapacidades físicas o psíquicas, y otros provenientes de Europa Oriental.
Cuanta menor era la edad, mayores eran las posibilidades de ser eliminados en el campo de concentración, porque los nazis no podían aprovecharlos como mano de obra.
Primero integración, luego el acoso
Pese a que nació en el barrio mayoritariamente judío de Erzsébet, Budapest, Ivan Newman no tiene recuerdo de que la cuestión de la religión fuera un tema de conversación y menos de discriminación entre los amigos de toda la ciudad que encontraba en su infancia cuando iba a nadar en las costas del río Danubio o patinaba sobre hielo al llegar el invierno.
“Jamás un amigo me preguntó de qué religión era. La guerra era para los chicos algo lejano hasta que llegaron los nazis a Hungría. Luego empezamos a ver día y noche por las calles a miles de tropas alemanas que cruzaban por Budapest camino a otros países de Europa Oriental, y todo cambió”, señaló.
El primer golpe en la vida fue su salud. “Con mis amigos buscábamos para nadar el sector de aguas más calientes en el Danubio, pero justamente eran aguas servidas, que es una de las vías de contagio de la poliomielitis. Así fue como enfermé a los 8 años”. Con unas prótesis metálicas Ivan pudo volver a caminar, aunque con dificultad.
“De pronto, los nazis cerraron las sinagogas y las escuelas, que eran parte de las sinagogas. Los judíos ya no pudieron tener negocios ni cuentas bancarias, y en la calle teníamos que llevar el brazalete y la estrella de David amarilla. Recuerdo caminar por Budapest con mi mamá y ser insultado y escupido por desconocidos. Incluso ella había conseguido pasajes para que viajáramos a Estados Unidos, donde estaba mi papá. Pero un día nos atacaron en la calle, y nos robaron todos los documentos, y ya no pudimos salir”.
Cuando los judíos de Budapest fueron llevados al campo de concentración, la mamá le pidió a Ivan que dejase de usar las prótesis en las piernas porque había escuchado que las personas enfermas eran directamente ejecutadas por los nazis. Con mucho dolor al caminar, el pequeño Ivan trató entonces de disimular su enfermedad.
En el año y medio que pasaron en diferentes campos de concentración junto a su mamá y su hermana Gladys, dos años mayor, hubo dos experiencias trágicas que lo marcaron, además de habituarse a buscar comida entre la basura y ser tratado a los gritos y latigazos por las guardias nazis mientras trabajaba en el campo helado.
El relato de Ivan de dos hechos vividos en el campo de Ravensbrück, donde estuvo alrededor de siete meses, es extremadamente crudo.
“Cuando los aliados ganaron terreno en Alemania, a modo de represalia, empezó la ejecución de prisioneros. En medio de un invierno muy frío, delante mío y de mi hermana, mi mamá fue obligada a arrodillarse mirando hacia Berlín. Entonces, una guardia nazi femenina, primero la azotó con un látigo, y luego le arrojó baldes de agua helada en la cabeza mientras ella sangraba profusamente. Mi mamá estaba todavía agonizante por los golpes y las heridas cuando la guardia nos obligó a mi hermana y a mi a subirla a una camilla y llevarla al horno crematorio. La quemaron viva. No me olvidaré jamás de ese momento ni del olor terrible”.
Pocos tiempo después, otro hecho lo marcó también para siempre.
“Aunque Ravensbrück era un campo de mujeres y niños pequeños, con guardias femeninas, la cerca perimetral estaba a cargo de hombres. Una vez me acerqué a conversar con un soldado del que me había hecho ‘amigo’, que almorzaba en el pasto junto al alambrado eléctrico, y que esa vez estaba totalmente ebrio. Me puse a hablar con él y vi que su pistola estaba medio salida de la funda. En el medio de la conversación, en un descuido le arrebaté la pistola, le disparé y murió al caer sobre la cerca eléctrica. Cuando se cortó la luz, aproveché un agujero en el alambrado para escapar”.
A sus 87 años, Ivan no logra sobreponerse a ninguna de las dos experiencias, la muerte de su madre ni el haber matado a una persona. “Todavía sigo teniendo pesadillas sobre Ravensbrück. Era muy chico para poder elaborar lo que estaba viviendo”.
La huida no fue muy prolongada porque fue atrapado días más tarde.
Cuando hacia el final de la Guerra llegaron unos omnibuses blancos del gobierno sueco para rescatar mujeres y niños de Ravensbrück, hacía varias semanas que Ivan, con una salud muy debilitada y largos períodos de inconsciencia, había sido escondido por su hermana Gladys debajo de un barracón para que las guardias nazis no lo vieran desfalleciente. Allí le llevaba alimentos. Por eso, Ivan no tiene un recuerdo muy claro del traslado a Suecia ni del tiempo vivido en el hospital.
Gracias a la investigación de la autora sueca Lena Millinger, en 1998 logró ser identificado como el chico sin nombre cuya imagen había sido publicada por el fotógrafo K W Gullers en la desaparecida revista Se, y se reencontró con la familia que lo había acogido a él y a su hermana en Suecia hasta que migraron a los Estados Unidos. Este año Millinger acaba de publicar un libro sobre esta historia.
Actualmente Ivan reside en California y todavía sigue en actividad, es dueño de un negocio de máquinas eléctricas, padre de una hija, dos nietos y 4 bisnietos.
“Tengo días que estoy bien, y otros en los que los recuerdos me torturan. No es fácil sobrevivir habiendo visto tanto odio y tanta muerte siendo tan pequeño”, concluye.
“Mi hermano, el ruidoso”
A los 89 años Janos Kovacs sigue teniendo una sonrisa que lo asemeja terriblemente a su pequeño hermanastro -hijo del segundo matrimonio de su madre- Istvan Reiner, que murió a los 4 años en el campo de exterminio de Auschwitz, cuando Janos tenía 11 años.
No es difícil asociar la imagen de Istvan en su última fotografía a los 4 años, con la descripción de su personalidad que hizo Janos a La Nación.
“Con mi familia vivíamos muy felices en Miskolc, unos 180 km al noreste de Budapest, en una casa de ladrillo y con jardín, muy bonita. En 1944, cuando los nazis ocuparon Hungría, mi hermano Istvan tenía 4 años y yo 11. Era pequeño pero muy inteligente y hablador. Siempre decía que cuando él fuera grande iba a destruir a los nazis”, recordó Janos.
“Luego de que entraron los nazis a Hungría, para proteger a Istvan mi papá lo mandó a la casa de una tía cristiana en Budapest, y nosotros nos quedamos en Miskolc. En aquel momento era obligatorio poner un cartel en la puerta cuando en la vivienda habitaba un judío, y mi tía no tenía ese cartel. Pero Istvan hablaba mucho y muy fuerte, por eso la tía empezó a tener miedo de que los vecinos lo oyeran y la delataran. Mi papá cometió entonces el error fatal de traer de nuevo a Istvan a Miskolc”.
Cuando el pequeño fue llevado de regreso a su ciudad, los nazis habían encerrado a todos los judíos en un ghetto, una vieja fábrica de ladrillos abandonada, sin baños ni alimentos. A los hombres y chicos jóvenes los trasladaron en tanto a un campo de trabajo en Jolsva. Así fue como Janos y su padre fueron separados del resto de la familia y pudieron sobrevivir hasta el final de la Guerra.
“La última fotografía de Istvan fue tomada en el ghetto de Miskolc, por eso tiene la ropa de los campos de concentración. Días después, mi mamá, mi abuela e Istvan fueron llevados a Auschwitz. Según lo que me contaron, a poco de llegar, como mi mamá tenía 34 años, fue trasladada para que trabajase en un campo. Mi abuela e Istvan fueron cruelmente asesinados en la cámara de gas”.
Livia, la mamá de Istvan, sobrevivió muchos años a su pequeño hijo y luego emigró con Janos a Estados Unidos, donde falleció en 2000 a los 89 años. “Mi madre amaba mucho al pequeño Istvan y lo extrañó toda su vida. Daba gracias a Dios que, aunque yo tenía solo 11 años, pude sobrevivir al Holocausto”.
En Estados Unidos, Janos tuvo una exitosa carrera. Luego de graduarse con una maestría en negocios de la Universidad de Nueva York, trabajó en varios países para General Motors. Tiene dos hijos y sigue siendo un activo colaborador del Holocaust Memorial Center de Michigan. Desde esa misión, reflexionó: “Mi mensaje sigue siendo: respeta a todas las religiones, trata de conservar la paz, y nunca comiences una guerra porque nada bueno puede salir de ella”.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional