El clamor mundial por la preservación del ambiente y la angustia ante las dramáticas señales que el cambio climático viene dando a la humanidad alimentaron las políticas de descarbonización y permitieron a más de un futurólogo anticipar el cercano fin de los combustibles fósiles. La reactivación de las grandes economías mundiales, luego de meses de desaceleración en razón de la pandemia, sin embargo, ha evidenciado, de manera también dramática, la urgencia de contar con tanta energía como la reclamada por todos los países para satisfacer las necesidades de la población y sostener el crecimiento.
La conjunción de estas dos realidades ha quebrado muchas especulaciones y puesto de manifiesto dos verdades que estuvieron siempre allí. La primera: preservación del ambiente y crecimiento son para la humanidad propósitos necesariamente compatibles e irrenunciables. La segunda: la disponibilidad de energía es esencial para el crecimiento. Las preguntas podrían seguir siendo: ¿cuánta energía, qué tipo de energía?
Las voces del ecologismo abogan por las nuevas fuentes de energía, por definición más respetuosas del ambiente. Las voces del realismo recuerdan factores como disponibilidad, costo, precio, posibilidades de almacenamiento y distribución. La coyuntura actual, y seguirá siendo así todavía por varias décadas, remite al punto medio: apostar por el acelerado desarrollo tecnológico que permita una mayor disponibilidad de las nuevas energías, pero seguir acudiendo mientras sea necesario a las fuentes disponibles y ya desarrolladas. Conjugar las dos vertientes se impone como un imperativo para el propósito compartido de la preservación del ambiente y de una economía sostenible.
La escasez de energía y el desequilibrio en materia de precios, en un mundo que quiere retomar la normalidad del crecimiento, han obligado a decisiones difíciles para los estados y también para las empresas. Han pesado, y seguirán pesando, comprensibles razones geopolíticas, pero, si la humanidad aspira a aprender de la experiencia, no puede menos que pensar que algunas de esas decisiones entorpecieron o alejaron la solución de los problemas, fueron en algunos casos excesivamente optimistas o apresuradas.
La terca realidad de las necesidades energéticas con sus componentes de disponibilidad, naturaleza, fuentes, costos, capacidad de almacenamiento, efectos sobre el ambiente, ha obligado a repensar el largo plazo, haciéndolo, sin embargo, mientras se atiende simultáneamente y en profundidad la coyuntura. Una política energética sostenible será aquella que garantice la energía necesaria para el crecimiento y simultáneamente haga el mejor uso de los recursos que ofrecen la ciencia y la tecnología para la preservación del ambiente. Para ello será necesario atender las tendencias a futuro del mercado energético, influido fuertemente por la producción de fuentes renovables.
La discusión sobre estos temas no deja de hacernos pensar en Venezuela, vista en el pasado, por los demás y por sí misma, como un actor de importancia en el mundo de la energía. No se trataba solo de sus reservas de todo orden, de las petroleras a las hidráulicas. Se trataba, además, de una tradición de buen manejo, de capacidad de producción, de presencia en el mercado, de actualización tecnológica, de visión global del negocio, incluida una efectiva política de atención a la ecología y de cuidado ambiental en sus operaciones. Hoy se limita a recordar el monto de sus reservas y a negociar con Irán para suplir malamente el mercado interno de gasolina. Olvida que, en torno a la energía, el debate mundial ha pasado de quienes tienen más reservas a quienes tienen más capacidad para generar energía y para colocarla en el mercado.
La relación energía-ambiente, connatural en nuestra preocupación, ha tomado cada vez más espacio entre nosotros como motivo de estudio. Se ha vuelto inevitable repensar lo que hasta ayer se daba por cierto o claramente predecible. Y, para Venezuela, volver sobre sí misma y sus posibilidades en el amplio, cambiante y competido mundo de la energía.
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