«This moment yearning and thoughtful sitting alone» (Walt Whitman)
Recuerdas aquello que contaba tu padre cuando no sabía dónde ir a comer en su época de estudiante universitario. Contaba cómo un día de estos indecisos entraron él y un amigo a comer por primera vez en aquel mesón santiagués. Pidieron dos platos, pan, vino y postre. La camarera les trajo lo que no habían pedido. Pensaron que era un error, a pesar de que no tenía mala pinta tampoco. Se quejaron moderadamente. No les hicieron caso. El postre era otra cosa totalmente distinta a lo que habían reclamado ya dos veces. Protestaron enérgicamente e hicieron que se acercase la jefa que argumentó que ella era la dueña y que allí mandaba ella. Imagino que les haría el clásico ofrecimiento: «si no les gusta, ahí está la puerta. Y cierren al salir, por favor«. Como es de suponer, volvieron a comer más veces al mismo lugar, acatando la ley de la propietaria.
Te llega este recuerdo al leer la noticia de un singular restaurante nipón -«The Restaurant of Order Mistakes» 注文をまちがえる料理店– atendido por personas que hacen lo mismo que la dueña del mesón de Santiago con la diferencia de que en Japón solo tiene lugar en fechas señaladas con objeto de ayudar a determinadas organizaciones benéficas y dar visibilidad a personas con alguna clase de demencia. Por otro lado, en Santiago de Compostela ocurre a diario, ya que es parte del carácter gallego; es decir, hacer lo que a uno le da la gana, eso sí, cumpliendo un código no escrito de honestidad y bonhomía.
Volviendo a Oriente, lees que el restaurante japonés ofrece el servicio de camareros con demencia solo algunos días (Johnny Waldman, «‘The Restaurant of Order Mistakes’ employs waiters with dementia» ; Spoon-Tamago.com, 5.6.2017). Mizuho Kudo, gastrónomo y bloguero, acudía al «Restaurant of Order Mistakes» o Restaurante de los Pedidos Equivocados en el barrio tokiota de Toyosu para escribir una crítica del mismo. Una vez allí pidió una hamburguesa y le llevaron «gyoza dumpling» que viene a ser una empanadilla japonesa rellena de carne y verduras. Al principio, el error no le hizo gracia y parecía contrariado. Sin embargo, supo aprovechar la ocasión que le ofreció el azar y disfrutó la experiencia. Finalmente, el gastrónomo salió feliz del restaurante feliz (y no me he equivocado al escribir feliz dos veces). Sucedía hace cuatro años, alguien compartía la noticia a finales de este mes de mayo de 2021 en Twitter y mi cabeza asoció la idea –por uno de esos caprichos del destino– con la maravillosa locura de dejar a alguien que decida por ti el menú del día y no te moleste que así sea.
Y mientras estás «en este momento de ensueño, pensativo y solo» no aciertas a saber la razón por la cual escribes otra vez más sobre ella. Por uno de esos caprichos del destino que elige una cafetería de la ciudad para colocarte allí en noviembre tomando el café de la primera hora de la tarde y ajusta el tiempo en que te distraes de la conversación con tu amigo y entonces, justo en ese instante, la ves pasar a tu lado. Hay más gente en el pasillo yendo hacia el fondo del establecimiento, pero tú te fijas en ella. Parece anormal la sensación que te atrapa. Eres incapaz de controlar las ganas de saber quién es la desconocida que camina de esa manera. No la pierdes de vista. Viene con dos amigas. Los segundos que se alargan en los relojes blandos que pintó Dalí son eternos en aquel momento y en aquel lugar. La extranjera –tal vez eslava– guapísima, delgada y morena se enfrenta a ti. Misteriosa y seria te apuñala con sus ojos; vamos, que la ves de frente mirándote y te enamoras así, de repente.
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