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La fraternidad silenciosa

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But leave me a little love» (Carl Sandburg) 

Todos nos equivocamos de vez en cuando. Unos más que otros. Lo curioso es el modo en que algunos niegan el desliz. Hay gente que rechaza entonar el mea culpa en cualquier situación porque o bien nadie se ha molestado en enseñarle a buscar la verdad aunque duela o no es capaz de reconocer su equivocación.

Supongo que el paso de los años vuelve a unos individuos más intransigentes que a otros. Yo tengo cada vez menos paciencia con los insensatos. La gente que lleva puesta la mascarilla –tapabocas– dejando a la vista el apéndice nasal con lo cual rebaja el efecto protector de la pieza higiénica, tanto para los otros como para sí mismo. Quien usa la mascarilla de esta manera ni tiene civismo ni ha sido educada en el respeto hacia los demás. Ser amable o cortés implicaría la pertenencia a un nivel superior en la escala de la educación. En el caso hipotético de que a alguien se le ocurriese llamar la atención a uno de estos sujetos es probable que recibiese una mala respuesta o un insulto. La mayoría de las veces, ni siquiera una respuesta porque esta es la manera aprendida de mostrar desprecio.

Hace un tiempo, cuando yo era un crío, existía una formación explícita en casa y la escuela, y también en la iglesia, que nos inculcaban a todos basada en el respeto y el amor al prójimo. Fácil. Todos somos hermanos, nos cuidamos y nos queremos. La doctrina, esta sí de carácter religioso, nos enseñaba qué era el sentimiento de culpa si habíamos obrado mal, el reconocimiento de la falta, el arrepentimiento y el propósito de enmienda. Incluía otra cuestión que era la penitencia. Detrás de estos principios hay una forma de comportamiento de buenos modales, sociable, de acercamiento al prójimo que deberíamos mantener y avivar.  Por aquel entonces, pocos responderían mal. La actitud, seguramente, sería la contraria: una persona educada pedía disculpas y agradecía el gesto.

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