Apóyanos

Gustavo Valle, cartógrafo de la experiencia

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Por MIGUEL GOMES

De las muchas virtudes que pueden destacarse en la tercera novela de Gustavo Valle, Amar a Olga (2021), resaltaré la concepción de sus personajes, en particular, el narrador protagonista. En una tradición como la venezolana, donde ha predominado durante casi dos siglos la extraversión, alivia encontrar una escritura impulsada por un fervor introspectivo.

El libro, en efecto, pertenece al linaje no abundante aunque sí crucial de la novela y el cuento nacionales que acentúan los avatares de la vida interior y de la sensibilidad de sus protagonistas, convertidos, así, no en simples marionetas ideológicas del autor, no en tipos que representan “nuestra” realidad con aspavientos didácticos o salvacionistas, sino en criaturas próximas a la condición humana, dotadas de autonomía. Me refiero a la verosimilitud psicológica que llevaba a E. M. Forster, en su clásico Aspects of the Novel (1927), a entrever seres ficticios “llenos de espíritu de motín”, que acuden cuando el arte los invoca, pero, debido a sus numerosas analogías con la gente que conocemos, “intentan vivir sus propias vidas y, por consiguiente, suelen traicionar los lineamientos del libro, como si se le escaparan al autor o se escabulleran de sus intenciones” (1). Algo de esa independencia se capta, por ejemplo, en el Alberto Soria de Ídolos rotos (1901), y se deduce por las reacciones desencontradas de sus críticos: un grupo se ha empeñado en identificar las actitudes de Soria con las de Manuel Díaz Rodríguez, pese a que, por diversos testimonios, otros aseguran que se trata exactamente de lo contrario, un modelo de conducta opuesto a las creencias personales del novelista. Allí se verifica un genuino triunfo de la ficción gracias al realismo psicológico: Soria permanece indócil a encasillamientos, indócil a empleos ancilares de la narrativa sea con propósitos nacionalistas, filosóficos o propagandistas. En tiempos recientes, se divisan logros similares en no pocas obras de Francisco Massiani, Antonio López Ortega, Alberto Barrera Tyszka, Juan Carlos Méndez Guédez, Gisela Kozak, Óscar Marcano, Krina Ber, Enza García Arreaza y Pedro Plaza Salvati, entre otros. Y la profusión que se advierte en las últimas décadas homologa la de otra constelación de géneros no (del todo) entregados a la ficción: las memorias o los diarios íntimos.

El auge simultáneo de una narrativa psicológicamente realista y variantes de la autobiografía quizá se explique por factores contextuales. Lo que apunto despliega presupuestos que considero necesarios para abordar una novela como Amar a Olga. En la minuciosa (re)invención de la subjetividad o la del Sí Mismo puede latir una necesidad de hallar soluciones para una de las mayores crisis culturales venezolanas de entre milenios: la pérdida de la fe en al menos dos grandes discursos que cristalizan en la esfera de la modernidad y que implican referencias identitarias colectivas bajo el signo de la nación. Uno es el del progreso indetenible del país asegurado por sus hidrocarburos ―la “magia” estatal estudiada por Fernando Coronil (2)― y el otro es el de la perseverante monumentalización de la génesis de la patria como baluarte de su continuidad ―la índole de fetiches que adquieren los héroes de la Independencia en el neocaudillismo chavista―. De ser ello correcto, la actual exploración de lo privado y de la vida interior se debe a una estructura afectiva que permite a numerosos escritores intuir que la vida colocada en el ámbito público se desvanece entre sucesivos colapsos, desintegraciones y la acumulación de ruinas materiales o simbólicas, mientras que la única fuente restante de valores y, sobre todo, de dirección para la existencia se encuentra todavía en la familia, en el Eros o en la delicada trama de la amistad. Una red, en suma, donde nos recuperamos, nos reorganizamos, recobramos el aliento imprescindible para volver en algún momento al exterior. La novela de Valle retrata ese flujo y reflujo de espacios.

En Amar a Olga dos géneros principales se alían: la narrativa de formación y la sentimental ―esta, no en su modalidad española antigua, sino en la dieciochesca de Richardson, Goethe o Choderlos de Laclos, con las técnicas epistolares minimizadas, aunque no elididas, gracias a esporádicos guiños: “En este magro colchón lloré muchas veces la ausencia de Olga y también emborroné algunas páginas con pensamientos, versos incompletos y cartas sin destinatario” (p. 65)―. No obstante, el trasfondo político de los acontecimientos centrales no se pierde jamás de vista, hasta la colisión de dominios narrativos en el clímax de la novela.

Al principio, ese horizonte conflictivo es, si no enigmático, simplemente fragmentario o metafórico. Ya el segundo párrafo nos sitúa en una vaga inquietud cuando el narrador vincula con una “maldición” la historia de su amor juvenil: “A veces pienso que Olga es un espejismo […], una evasión […]. Escapo hacia ella, que es como sumergirme en el fondo de un lago, huyendo de la rutina, del hastío o de mi país maldito” (p. 11). Luego, ciertos indicios que surgen en la descripción de la gris cotidianidad y la carencia de atracción por Marina, su mujer, coinciden con el triste panorama de Venezuela: “Nos íbamos a la cama y, si no había corte de luz, que era muy frecuente, hacíamos zapping” (p. 12). Finalmente, junto a las contingencias de la midlife crisis del protagonista, se perfila con igual detalle una sociedad devorada por la violencia y el caos:

“¿Qué pensaba Marina al cerrar los ojos […]? Los ruidos de la calle traspasaban la ventana: gritos lejanos, detonaciones de armas de fuego, la sirena de una ambulancia o de una patrulla […]. Al cabo de unos minutos, ella se daba vuelta, me ofrecía su espalda y conciliaba el sueño. Yo me quedaba con los ojos abiertos pensando [en] los años que me quedaban por delante, tomando en cuenta que ya había sobrevolado los cuarenta […]. Me levantaba, daba una vuelta, me iba al balcón, me quedaba mirando los árboles de la calle y escuchaba los gritos, las detonaciones, las ambulancias. Miraba las estrellas, me fumaba un cigarrillo y, sin demasiado dramatismo, pensaba en lo infeliz que era” (p. 13).

Tenemos a lo largo de la novela, pues, una ceñida correspondencia entre la vida privada y la pública, binomio en el cual un término convierte al otro en oscura superficie especular o, acaso, intrincado objective correlative como los descritos por T. S. Eliot (3). Pero el nexo, como he adelantado, se hará incluso tangible, cruel, cuando el protagonista, en su intento de recuperar el amor adolescente que perdió, sufra en carne propia ―con ominosas cortesías automotrices (pp. 176-177)― las consecuencias de transgredir la autoridad en una Venezuela descrita, a la postre, como “inframundo de militares armados hasta los dientes” (p. 199). El lazo de Olga con ese averno adensa la lobreguez de la anécdota.

Por lo anterior se deducirá que el correlato objetivo, si llegase a hacer explícito sus roces con un ideario ―imposible aislar la “República Bolivariana” de ellos―, corre el riesgo de degenerar en alegoría, es decir, un género que Gordon Teskey ha caracterizado como “logocéntrico por excelencia” (4) y Michael Ryan emparienta con formas de conservadurismo (5). Cuando un literato diseña una alegoría ―en especial si esta atañe a lo nacional― erige, asimismo, un puente entre los dominios artísticos y un saber que, concebido como superior a lo estético, otorga un crédito más propio del campo del poder que del campo cultural. Umberto Eco equiparó el registro alegórico a un instrumento privilegiado de “imperios o teocracias” (6): no es casual su consustanciación con la retórica del chavismo.

Precisamente en esta coyuntura se percibe lo mejor de Valle como novelista: su capacidad de no quedar atrapado en las trampas que él mismo ha ido tendiendo para cazar lecturas naïves y adocenadas. Si los patrones literarios latinoamericanos invitan a constantes alegorizaciones de la nación, y lo hacen muchas veces valiéndose de tramas erótico-familiares que les sirven de contrapunto, Amar a Olga infunde un grado de autonomía forsteriana a su protagonista que inhabilita los catecismos. Esa presunción comienza, para quienes estén al tanto de la carrera de Valle, con la ruptura de un esquema intertextual que se mantiene con fuerza solo hasta el desenlace de esta novela. Me refiero a que su abordaje después de haber leído las incursiones previas del autor en el género no deja de suscitar interpretaciones y vueltas de tuerca que corroboran una ingeniosa pugna con lo doctrinario.

Los argumentos de dichas incursiones postulan un perpetuum mobile. Si Bajo tierra (2009) era una novela del descenso a las regiones infernales de Caracas, donde la problemática historia ancestral se confabulaba con el presente catastrófico ―los deslaves de Vargas― y con lo mítico ―indígena o clásico―, Happening (2014) nos enfrentaba con una fuga, tras un accidente de tránsito, por la geografía del país, con un ulterior derrumbe de los parámetros usuales de la identidad personal y el sentido en general. La tercera novela nos hace creer que prolonga el arco de las precedentes y que una voluntad alegórica la empuja ahora hacia un origen individual y comunitario: “Es salvaje esta manera de arrojarme al pasado” anuncia la primera línea. No obstante, descubriremos que la búsqueda de Olga, el viejo amor, será el prólogo a otro viaje, mucho más radical que los hasta ahora novelados por Valle, puesto que desborda el territorio de la patria. El ejercicio de arqueología afectiva se transforma en una deriva o un detonante del desarraigo, con avión de por medio. Venezuela deja de actuar como centro del Logos novelesco.

Además de lo anterior, que implica desistir de una macroalegoría “galleguiana” ―recordemos el inventario telúrico de las obras de nuestro clásico: novelas del llano, del macizo guayanés, del desierto de la Guajira, etcétera―, ¿por qué atribuyo tales rupturas a una ficción emancipada de rígidas pautas morales o cívicas? Por el modo en que Valle suma la narración en primera persona y las peripecias. Si al inicio la simpatía que despierta en nosotros el narrador es a duras penas cuestionable, pronto el dato de que se encuentra nel mezzo del cammin nos obliga a preguntarnos, a pesar de la versión que él nos ofrece de los acontecimientos, si su problema mayor como individuo no se localiza en una falta de coraje para admitir las limitaciones de la madurez. Astutamente, el novelista incita en su lector dos respuestas simultáneas: solidarizarse con un personaje doblegado por la fuerza inexorable de un amor “romántico” y someter a un cauteloso escrutinio la obcecada vuelta a la adolescencia de un cuarentón. El narrador, en pocas palabras, es una criatura al menos doble y Amar a Olga se altera según la lectura sea heurística ―adoptando, sin más, la versión del narrador― o hermenéutica ―evaluando esa versión como proveniente de una fuente no del todo confiable, lo que exige un cotejo más activo, más incisivo, de la expresión y los hechos―. No cuesta demasiado observar que las reacciones de ese personaje se ajustan a lo que el psicoanálisis considera un mecanismo de defensa, la regresión, en que el sujeto involuciona a etapas ya superadas en su desarrollo psíquico. Y, si bien puede aceptarse que el matrimonio con Marina haya llegado a un callejón sin salida donde hay insatisfacción de las dos partes y que, fatalmente, vaya a concluir, no resulta tan sensata la imperiosa necesidad de desenterrar un romance terminado hace lustros, exhumarlo incluso con una tenacidad detectivesca, que a cierta altura pondrá en riesgo las vidas tanto de Olga como de su ex y nuevo pretendiente.

Para propiciar esa lectura menos superficial, Valle disemina pistas de un cuadro psicológicamente regresivo que nos impiden reducir la voz del protagonista a la de un “héroe” de folletín y nos obligan a notar en él la complejidad, las ambigüedades de un personaje verosímil. Su entrega a la masturbación compulsiva, por ejemplo, desempeña esa función. Si al principio es un signo de mocedad, cuando aún no se materializaban sus deseos con Olga ―y nótese el léxico a propósito infantil―: “Antes de su aparición yo no era más que una eficiente máquina masturbadora. Las constantes erecciones me provocaban molestias, y al caminar debía dar saltitos […]. Sentado en el pupitre de la escuela, escapaba al baño para frotar con desesperación mi piripicho (p. 17)”, en vías de divorcio el apremio resurge, pero lo hace con los agobios de la mitad de la vida, reconociéndose en una selva oscura o una waste land:

“Mis manos se agitan debajo de mis pantalones con más fruición que de costumbre. A pesar del placer que me proporciona masturbarme, a pesar de que me traslada a un estado de frenesí […], siento una resaca […], como si del otro lado del placer me esperara la decepción […]. No tiene que ver con la culpa […], sino con el baldío que aparece luego del espasmo y que solemos camuflar cuando estamos acompañados […]. El agujero anímico que me sobreviene se asocia […] con la ausencia de placer ajeno” (p. 100).

En el pasaje se aprecian las vacilaciones a las que aludo, un personaje desgarrado entre la ceguera y la lucidez, entre la incomprensión y la resolución de sus conflictos.

Sea como sea, si la inmadurez lo persigue ―cabe reparar adicionalmente en la cualidad “serial” de sus pasiones, no agotadas con Marina y Olga―, Valle jamás recae en el error de juzgar a su protagonista, labor que reserva para nosotros y para nuestro desconcierto, puesto que, por más hipótesis que formulemos, no alcanzaremos una ley. En parte, porque el narrador es, sin duda, una víctima indiscutible de circunstancias fuera de su dominio ―para no ir muy lejos, cuando el militarismo corrupto los acose a él y a Olga―; y, no menos, porque tras lo que suponemos un fracaso afectivo abrumador da la impresión de resarcirse prestamente, en un viaje físico que lo sacará del “inframundo” (pp. 200-203). Pero, de esforzarnos en censurarlo como un tránsfuga emocional, cuyo loco amor previo no era, a fin de cuentas, tan trágico, la ironía, la pincelada siempre sutil del novelista que se vale del narrador en primera persona no ha de soslayarse; la mano del nuevo objetivo erótico se describe ―subrayo― como “delgada, de dedos esqueléticos, suaves y de yemas redondeadas. Sostuve esa mano durante más tiempo del aconsejable. Era […] el remo de un barco que me estaba llevando lejos” (p. 203). ¿Cómo interpretar lo que las imágenes insinúan? ¿Se distancia el protagonista de la infelicidad o debemos inferir el vaticinio de tragedias mayores?: la señorita Muerte tal vez esté dándole un apretón de manos a quien se ha visto en trances mortales arrastrado por el amor, o lo que pensaba que lo era.

El papel de la incertidumbre es involucrarnos en la virtual reescritura de esta novela, ya que cuando un texto literario se lee a fondo empieza de verdad a existir. Por algo, el narrador creado por Valle se abstiene de revelar su nombre hasta la última línea: exento de referente específico, podemos ocupar más cómodamente el lugar de enunciación. De allí la empatía que he mencionado líneas atrás; aunque también ello explica que nos urja auscultar la ambivalente personalidad con la que estamos tentados a confundirnos: una de las más altas misiones del arte es conducirnos por un camino interior donde los dilemas de la ficción se traduzcan en los de nuestra propia vida, descubriéndonos zonas del alma que no habíamos vislumbrado, contenidos que nuestra conciencia niega. Que el protagonista en esta oportunidad se llame como el protagonista de una novela previa del autor indica que se trata de un dispositivo no accidental, integrado sin demasiadas intermisiones en una poética más allá de los confines de un solo libro.

Ese discreto milagro de ponernos a dialogar con una experiencia pura, transpersonal, únicamente ocurre cuando el talento de un auténtico artista, eludiendo las seducciones del sermón laico, lo permite. Y es lo que acontece con Amar a Olga, en cuyas absorbentes páginas Gustavo Valle confirma lo que muchos habíamos percibido desde hace más de un decenio: estamos ante un escritor venezolano fundamental.

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