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Enciclopedia Venezolana de la Destrucción: A-D

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Alimentación Soberana

Los quinceaños de Naty los organizaba su mamá Rosario con sus amigas: Yuli y Cata. Planificaban secretamente. Ya está enfriando la de ron que me dio el carajo, decía Yuli refiriéndose a la botella con la que recibió el pago de una quincena por su trabajo doméstico en la casa de un militar. Ya no es por el miche que ya lo tenemos, replicó Rosario mientras cocinaba los pasapalos. De la harina revuelta con sardinas salieron 500 bolitas fritas, una comida cotidiana entre ellas. Rosario usaba los productos mensuales de la bolsa CLAP, Yuli esperaba que llegara la suya en dos semanas y Cata no la recibió más desde su reclamo público en toples por gas doméstico. Amigas desde la infancia, Rosario tenía 34 años y había sido diagnosticada con hipertensión, Yuli, cinco años mayor, controlaba la diabetes con bebedizos de hojas de achiote que arrancaba del patio de la vecina y a Cata con 36, los problemas respiratorios no la alejaban del fogón de leña donde cocinaban el arroz con papelón con el que le cantarían el cumpleaños a Naty.  Las tres se maquillaron rápido porque los invitados aparecieron temprano para comer y sorprender a la quinceañera llegando de sus clases de peluquería.

Xenia Guerra


Árbol caído

El país que abrigó mi infancia vive en el pequeño trozo de un pastel colorido y en una casa incrustada en un antiguo campo petrolero de Maracaibo. Era entonces una ciudad que muchos describían, para bien y para mal, generalmente con sorna, como “mayamera”. Se referían, pienso ahora, a Ocean Drive, la centenaria avenida de Miami Beach, una joyería de inmuebles art decó. Pero también aludían a las edificaciones petroleras, a un urbanismo concebido por cuadrantes, a las pujantes construcciones de los sesenta a los ochenta, al agua abundante que podíamos beber del grifo y al músculo petrolero agitándose con furia para hacer de ella la única ciudad venezolana con red de gas por tubería, aunque ahora esté vacía.

Viví apegada a esas construcciones petroleras tropicales con ventilación cruzada y enormes techos, muebles de paleta incluidos, tal como fue la casa de mi infancia. Estuve aferrada por años al Teatro Baralt, que sobrevivió largo tiempo habitado por murciélagos, palomas y fantasmas; al Hospital de Niños, al ferroso mercado principal y la oficina de correos —todas obras de ingeniería belga—. Mi cuerpo vivió adherido a las casas solariegas de Santa Lucía con pisos de mosaico, materiales innovadores que entraron a Venezuela por los puertos de Maracaibo y Carúpano. He amado rosetones y gárgolas. He recordado con ternura los plátanos a siete bolívares el ciento que mi madre compraba en el malecón y hoy costaría 40 millones si alguien pudiera comprarlos.

Los balancines fueron nuestro bosque y los mechurrios la música del futuro.

Moderna y pujante en el siglo XX, la Maracaibo del XXI, para nuestro desconsuelo, ya no tiene ciudadanos sino esclavos. Víctimas de extorsiones, los pocos comercios que sobreviven a la miseria son blanco de ráfagas de balas y explosiones de granadas porque no pagaron la vacuna a unos delincuentes que nunca se sabe si son policías, guardias nacionales o, como diría Sarita, “más bien qué”.

Porque falta el gas, veinticinco de cada cien personas están sometidas al pernicioso ritual de la leña. Margana los ve desde su balcón en su urbanización, antes de clase media. A veces, cuando no puede respirar, no sabe si es por la pandemia o si, como aquella vieja canción, es el humo que la hace llorar.

Maracaibo es un árbol caído.

Maruja Dagnino


Aniquilación del día

Yo era una fiera espléndida, siempre sabía dónde estaba. Afirmaba sin decir que sí. Me entretenía silbando a mi propia sombra cuando me sentía solo. Mi silueta era exacta y breve, como una copa herida por el fango. Coleccionaba fantasmas y apariciones de las carreteras. Me acerqué a las migraciones y los fenómenos de la selva nublada. También descubrí páramos, follajes inauditos, bestias con el lomo apostado en las raíces de un árbol colosal. Yo era la prisa por decir siempre más y no equivocarme. La luna de una sombra ecuestre. Un trono con fracturas que alguien besa. Más allá de todos los aposentos, me asombraban las concurrencias vespertinas en los pueblos. Yo era el puñado de días que ahora reconozco: la comunión, el artificio de ciertas industrias. Salía con mi nombre volando de la cama. Privilegiaba mis propias colecciones. Nadie jamás encontró lo que yo exhibía en mis bolsillos. Yo era algo así como una constelación, todas las posibilidades de un río o una condena. Era un límite. Un símbolo. Un animal transparente corriendo hasta el final de la calle sin alcanzarla. Un estudiante.

Juan Luis Landaeta


Bestiario de la destrucción

Malandro, El

Existe un homínido falto del carácter sensible, frágil y benigno de la raza humana. Se encuentra en las ciudades de Venezuela, aunque algunos de sus especímenes se han desplazado en tiempos recientes hacia las fronteras con Colombia y Brasil. Lo llaman «malandro» y en su manifestación menos peligrosa, «choro». En las zonas más recónditas de las peores cárceles habita su tipo más siniestro, identificado como «pran». Incluso en cautiverio, malandros, choros y pranes son depredadores violentos, criminales cuyo brutal oportunismo constituye una particular degeneración de la antigua raza del «vivo criollo». La explosión demográfica de estos seres en las últimas dos décadas ha creado la llamada «cultura del malandro», impulsada por la floreciente economía de las cárceles, cuyas ganancias se calculan en millones de dólares anuales debido al control del narcotráfico.

El «malandro» toma su nombre de la voz italiana malandrino, que puede traducirse como «salteador», la cual a su vez proviene del provenzal malandrin en donde se combinan las palabras «mal», cuyo sentido es el mismo que en castellano, y landrin, que significa «ladrón». Esto quiere decir que incluso antes de llegar a las costas caribeñas el malandrin representaba la abyección del criminal.

Michelle Roche Rodríguez


Centro de Historia de Trujillo

La prensa regional del 22 de julio de 2010 titulaba en primera página las declaraciones del director de Educación del Ejecutivo Regional, Benito Flores, quien refiriéndose al Ateneo de Trujillo y al Centro de Historia decía: “… Esas instituciones no pueden estar en manos de enemigos del proceso revolucionario, sino que deben estar bajo el control de los chavistas para ponerlas a servicio y disposición del pueblo”. El 15 de diciembre siguiente la prensa abría con otras declaraciones del mismo funcionario: “… El Centro de Historia será recuperado por las buenas o por las malas, no puede seguir en manos de cuatro llamados historiadores, ignorantes de la historia patria, analfabetas funcionales”.

Se sellaba así, por esas razones, el fin de esta institución, uno de los Centros de Historia de más rica tradición en el país. En 1958 fue creado por Decreto de la Gobernación del estado Trujillo; dos años después ocuparía su sede definitiva, casa donde Bolívar firmara el Decreto de Guerra a Muerte. Ahí se desarrollaría la valiosísima colección del Museo Cristóbal Mendoza, la Sala de Arqueología Felipe Velázquez, la Biblioteca 24 de julio, y se resguardaría la muy importante biblioteca de Mario Briceño Iragorry, que será completamente desaparecida por el Comando Kuikas, que invade el Centro de Historia el 15 de diciembre de 2010.

Pancho Crespo Quintero


Desarraigo en dos generaciones

Hace unos días compartí un café con una gran amiga de un peculiar apellido italiano. Luego de abordar temas sobre libros, política y futuro, la vista me condujo hacia un pequeño baúl de aproximadamente un metro de ancho, encima del cual reposaban fotografías que describían la historia familiar que inició su padre en Venezuela.

El muy pulido baúl de madera es cuanto pudo cargar su padre con lo que le quedaba de la vida que dejó atrás huyendo de la guerra. Así llegó al puerto guaireño lleno de esperanzas sin comprender que ese intrépido acto de atravesar el Atlántico formaría parte de la creación de una nueva generación de ciudadanos que se convertirían en una de las más preparadas y serían pieza fundamental en la creación de la naciente democracia venezolana.

Ahora esos rostros que cada nuevo día mira en la distancia repiten el ciclo de migrar a diversos destinos para no quedar atrapados en esta otra guerra del desaliento, la incertidumbre o el dolor.

La historia que hemos vivido permite augurar que quienes están en el exilio, como los que aún permanecen, devolverán a Venezuela su democracia; pero con la experiencia de haber conocido en carne propia a farsantes mesías que venden espejismos de igualdad para robarse todo un país.

Francisco Olivares

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