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Nuestro amigo común: «Cold War»

“Filmada en un formato casi cuadrado, como la anterior ‘Ida’ (2013), y con un blanco y negro elegantísimo, ‘Cold War’ (Pawlikowski, 2018) es una historia de complementarios: el confinamiento que da libertad, y los finales que son en realidad comienzos” 

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El polaco Pawel Pawlikowski no tiene absolutamente nada que envidiarle a Antonioni, Fellini, Bergman o cualquier otro grande del cine total, ese que pretende hablar de todo, y lo logra. El drama Cold War (Pawlikowski, 2018) se pierde de vista: es quizás lo mejor en el cine en años, al menos desde que el nipón Hirokazu Koreeda y el ruso Andréi Zvyagintsev han entrado en escena.

La cinta cuenta la relación compleja entre una pareja polaca con ecos de El hilo invisible (P.T. Anderson, 2017). Wiktor (espléndido Tomasz Kot, largo y elegante aunque se le vista de pordiosero) es un músico que trabaja en unos números de folclor polaco a finales de los años cuarenta en su tierra. Él y su compañera han convocado audiciones, y en ellas, una rubia algo procaz llama su atención a tal punto de convertirse en “la mujer de su vida”, como la refiere más adelante en la cinta. Zula (Joanna Kulig, maravillosa, sensual y fresca al mismo tiempo) rompe las reglas desde el inicio: no es campesina, sino de ciudad; se presenta sin canción, de modo que decide cantar la de la chica que espera para audicionar junto a ella, luego interpreta una canción que será hilo conductor del desarrollo de la trama (en los musicales, y este podría bien serlo, la pareja es la trama) y que ni siquiera es una canción folclórica polaca, sino una que la chica recuerda de una película rusa. Wiktor ha caído de inmediato, en un instante, como un Humbert Humbert al que le pueden hacer todo el daño del mundo –Zula le confiesa que lo delata cada semana cuando el Partido pasa a interrogarla, se expone ante las autoridades del régimen sabiendo muy bien que pueden apresarlo, matarlo y etcéteras– con tal de estar con ella.

Cuando el Partido aprieta y las presentaciones del ya famoso ensemble folclórico deben alabar al Padrecito introduciendo propaganda en sus versos y su puesta en escena, Wiktor se decide a abandonarlo todo junto a Zula aprovechando que se encuentran de gira en Berlín oriental. A partir de las decisiones que toman ambos personajes al respecto de esta oportunidad para una nueva vida se producen varios saltos espaciotemporales, de meses o años, de Berlín a París, a Yugoslavia, y de vuelta a Polonia. Siempre para ver reunida a la pareja principal, en el mundo libre o en el comunista, y sujetos a una banda sonora cuyos números soportan la trama igual que en el musical clásico. Desde los cantos quejumbrosos de los campesinos polacos del inicio hasta la liquidez del jazz parisino, desde la versión folk de la balada rusa de Zula hasta una moderna, sensual, traducida al francés.

Y es que en Cold War está tanto la vigilancia de la Cortina de Hierro hasta la tristeza resplandeciente de los bares parisinos, el Este comunista separando a la pareja como divide y aniquila siempre, con su violencia y su vigilancia; y el Oeste que ofrece copas y bailes nocturnos sin trascendencia, aunque libre. Tanto él como ella se sacrificarán hasta con sus cuerpos por el otro. De esto, y de muchas cosas más, va Cold War: como en el musical, los contrarios se unen a través del amor y el matrimonio. Y no uno cualquiera. El que no se hace ante Dios “no cuenta”, como dice en algún momento Zula. El círculo, símbolo de lo absoluto, del viaje de retorno a casa, lleva a los personajes de catedral a catedral para unirse, esta vez lejos de los hombres. El lugar que puede unir los contrarios. Dios, la tradición, la muerte.

Filmada en un formato casi cuadrado, como la anterior Ida (2013), y con un blanco y negro elegantísimo, Cold War es una historia de complementarios: el confinamiento que da libertad, y los finales que son en realidad comienzos. Todo lo que se diga sobre esta cinta será insuficiente. Solo queda verla.

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