Hace apenas días se conmemoró en París el centenario de la finalización de la Primera Guerra Mundial (1914/18) la cual en la mente de quienes entonces acababan de vivir esa masacre (20 millones de muertos) sería la última de todas las guerras.
Ese día se firmó en Compiègne (afueras de París) el armisticio que selló la derrota de Alemania (“por ahora”, como dijo años después en Venezuela un avispado teniente coronel igualmente vencido). Sin embargo, el tratado que finiquitó la conflagración expresando los derechos y deberes de vencedores y vencidos solo se firmó en Versalles en junio de 1919 en una ceremonia que contó con la presencia de representantes de cincuenta países por el lado vencedor (entre ellos, cuatro bolivarianos: Ecuador, Panamá, Perú y Bolivia. Venezuela no estuvo presente) y tuvo la particularidad de que no hubo negociación alguna con Alemania, a cuyos representantes se les hizo ingresar al salón tan solo para estampar su firma. Quien saliera de Versalles como vencedor esa tarde juraría que “se la comió, como decimos en nuestro país. Una de las partes había logrado aplastar a la otra.
Aquel tratado que aspiraba a restablecer la paz en Europa y el mundo a la postre resultó que, siendo tan beneficioso para alguno de los vencedores, no lo fue igualmente para todos, y, en cuanto a los vencidos, generó resentimientos y enconos que a la postre resultaron en los acontecimientos que apenas veintiún años después llevarían a la Segunda Guerra Mundial, cuyos estragos hicieron palidecer los del conflicto anterior.
Los rusos, que habían sufrido con crueldad las atrocidades del conflicto habían derrocado a su gobierno monárquico (zar Nicolás II) en 1917 y negociado una paz sin la participación de sus aliados, no fueron llamados a Versalles. Los alemanes que firmaron el tratado no eran los representantes del káiser Guillermo II, quien había sido derrocado pocas semanas antes del final de la guerra y se había instalado la República de Weimar bajo la presidencia del socialdemócrata Friedrich Ebert. La rápida rendición decidida por el nuevo gobierno dio lugar a que muchos alemanes se sintieran traicionados cuando los militares les habían venido diciendo que estaban ganando la guerra. Los italianos, que habían estado del lado vencedor, se retiraron porque entendieron que no se les había recompensado lo suficiente por su esfuerzo, etc. Como era de suponer en un conflicto de esa envergadura, no se pudo complacer a todos los involucrados, pero se logró “el mejor resultado posible dentro de las circunstancias”. Esa brecha entre las aspiraciones de cada actor y las circunstancias reinantes fue la que sirvió de terreno fértil para generar la Segunda Guerra apenas veinte años después, para mayor desgracia de toda la humanidad.
Lo que antecede tiene por objeto poner en evidencia que los hechos que hacen historia los moldean hombres y, por tanto, sus decisiones tienen la gama de aciertos y errores que puede contener cualquier obra humana. La historia entonces no equivale a explicar el resultados del 5 y 6 los lunes, sino en procurar reflexionar acerca de las circunstancias que estaban presentes en cada tiempo. Allí es donde queremos desembocar para poner en contexto lo que hoy vive nuestra patria, en la que tensiones, culpas, reclamos y aspiraciones contradictorias van sembrando un clima cuyo desenlace puede ser imprevisible en un tiempo futuro distante o no.
Cercanos, como estamos, a un desenlace del drama nacional van apareciendo actores y posiciones que impiden potenciar el empujón final a la dictadura. Hay quienes se decantan por el diálogo condicionado a pautas prenegociadas; hay quienes, pese a todo, insisten en medirse en las urnas, hay quienes quieren pasarle por encima a su enemigo (de lado y lado) sin percatarse de que ninguna de las partes tiene la fuerza para ello; hay quienes son estadistas; hay quienes solo piensan en su agenda y pare Ud. de contar. Todo lo anterior –siendo detrimental– es totalmente humano y revela cuán difícil resulta ponerse de acuerdo aun en los temas en los que hay unidad de objetivo. Se nos habla de la transición española a la muerte de Franco, de la transición chilena que con el nombre de Concertación logró desplazar la dictadura de Pinochet, o de la unidad que resultó en que Violeta Chamorro resultase electa presidente de Nicaragua frente a toda la presión y la trampa de los “revolucionarios” sandinistas que eran dueños del poder. En todos los casos fue la renuncia al interés grupal en beneficio del interés general lo que incentivó la unidad y el consiguiente triunfo de la opción democrática. En nuestra Venezuela pareciera que tal etapa de madurez política no ha sido asumida aún por la dirigencia empeñada en la obtención de raciones de poder que están lejos de satisfacer las prioridades de nuestro pueblo. Los enfrentamientos entre distintos sectores de la oposición en la propia Asamblea Nacional como el ocurrido recientísimamente con ocasión de repudiar la gestión de Zapatero como intermediario de un posible diálogo revela la sabiduría del dicho popular que sentencia que “no hay peor astilla que la del mismo palo”. La consecuencia de esa miopía se está pagando ya en la forma de desunión, rivalidad y hasta enemistades entre fracciones de la oposición, cuyo resultado es el de asegurar reelección y permanencia a los perpetradores del “Lava Jato” venezolano.
En la medida en que ello continúe así, pocas perspectivas observamos que puedan indicar algún cambio drástico de rumbo o de timoneles de nuestra nave, dadas las circunstancias extremadamente descorazonadoras de la unidad que todos desean y que pocos contribuyen a crear.
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