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Entrevista a Cristina Policastro: Mi abuela pianista iba en uno de esos trenes

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Por NELSON RIVERA

Quisiera preguntarle por las motivaciones de orden personal que están en el fondo de su novela. ¿Proviene usted de una familia víctima del Holocausto? 

—Solo por el lado materno. Eleonora Kraus, mi abuela pianista, iba en uno de esos trenes. La novela busca consagrar su último acto como un salto a la vida por medio del arte, que es una forma legítima de arrebatarle un espacio a la muerte despojándola de algo que ella erige como propiedad eterna.

Es también la expiación de un vacío, al propiciar un nuevo imaginario con agua que fluye, fuego que enciende. Es la escritura como indagación que busca respuestas sin querer extinguir el misterio. Invocación a la vida que no prescribe mientras haya lectores.

Salta, Eleonora afronta la cuestión de la memoria del Holocausto. ¿La entiende usted como resultado de un deber de la memoria, como una responsabilidad con las víctimas?

—No creo que el deber sea un buen punto de partida para la creación. Prefiero arraigarme en la furia silenciosa que pasé años sin reconocer ni sentir. Debajo de la furia siempre hay dolor, dicen los expertos. El dolor abona el terreno para la reflexión.

Y —ahora sí— sumando el entendimiento de que los seres humanos venimos equipados también para el mal, quiero procesar el Holocausto con una visión que no es testimonial, ni arqueológica, ni histórica. Una mirada de mi generación hacia la humanidad que somos en este presente, que tampoco terminamos de entender.

¿Qué quiero? Implantar emoción en el recuerdo del horror que, a medida que se hace solo histórico, se petrificará e irá perdiendo su capacidad de contrarrestar un rebrote. Porque también dicen los expertos que solo se aprende y recuerda lo que emociona, lo numinoso.

Busco generar emoción sin sensiblería; conmover, para que —cuando ya no quede ningún superviviente o familiar cercano— hablar del Holocausto no sea solo palabra hueca que no resuene en el alma de nadie.

A pesar de que mucha gente niega el derecho —o capacidad— de escribir sobre el Holocausto desde la literatura no testimonial, yo creo que ese golpe dejó secuelas de gran impacto, también en los que —como yo— nacimos en tiempos de paz. Casi como un credo, pienso que la literatura puede funcionar como cable a tierra para recordar que mirar atrás es también mirar adelante. Así que me siento no solo en pleno derecho sino también en la urgencia de procesar esa cicatriz de la humanidad como forma de entender mejor también mi propio presente tanto individual como colectivo. (“Quedarme fuera de mi propio rastro me parece un gran despilfarro vital”).

Casi al comienzo de este proceso de escritura di con las palabras de Jorge Semprún, el escritor español que estuvo preso en el campo de Buchenwald:

Tal vez haya literatura de los campos… Y digo bien: una literatura, no solo reportajes (…) Pero el envite no estribará en la descripción del horror (…)

El envite será la exploración del alma humana en el horror del Mal. 

Sin la arrogancia de creerme un Dostoievski, tomé la indicación del gran Jorge Semprúm como biblia y me acerqué a revivir el horror desde un personaje literario que construí para honrar a mi abuela.

Permítame preguntarle por su ánimo durante la escritura de esta novela. ¿Le resultó distinta a los tiempos en que escribió otras novelas?

—Definitivamente, sí. Esta es una novela de madurez, de dejar de ser la persona light que intenté ser durante mucho tiempo, como refugio inconsciente contra el dolor ancestral.  Escribirla me llevó siete años, porque iba aparejada a un proceso de crecimiento interior. Mirar hacia adentro parece fácil, pero no lo es.

En su novela, la memoria genera más memoria. ¿La memoria resulta en un instrumento de excavación?

—Excavación, sí. Hacia un pozo subterráneo que he soñado algunas veces y que nunca te deja mal si logras llegar hasta él. Es el pozo subterráneo donde yace el centro creativo y sin el cual no se llega más allá de pequeños logros literarios o artísticos sin fuerza psíquica.

En el caso de la novela de Eleonora —aún inédita y en busca de editor—,  tuve que confiar también en la imaginación activa como método de conocimiento, ya que los detalles de cómo murieron nuestros deudos son también parte de nuestro despojo.

En algún momento, una de las dos narradoras de Salta, Eleonora dice: la palabra hueca deviene en fascismo. ¿Podría desarrollar esta idea?

—Esto es difícil responder porque no se trata de una teoría o reflexión política, sino solo de una intuición. El personaje afirma:

“El silencio es preferible a la palabra hueca, porque ésta deviene en fascismo”.  Y en seguida continúa: “No sé qué digo, pero suena cierto: lo fatuo magnífica y engendra egos presuntuosos llenos de abismos que arrastran”.

Los egos presuntuosos me dan pánico. Creen saberlo todo y repiten siempre más o menos lo mismo sin darse cuenta de que los demás hacen otro tanto, como si unos fueran clones de otros, pero creyéndose generadores de ideas y novedosos sonidos. Los decibeles suben y estallan.

Cuando el aire se llena de ese tipo de palabrería vacía, el ambiente es propicio para zombies como los “walking deads” o los “Caminantes blancos” de Game of Thrones, que poseen sus cuerpos, pero ya su contenido perdió conexión con la vida y ahora solo obedecen, mecánicos. Son como caparazones huecos que el Señor de la noche o el tirano de turno conducen hacia sus objetivos.

Es en ese sentido que la falta de reflexión y el uso generalizado de la palabra ya desgastada, vacía, equivale a una pérdida similar a la de los zombies, que son presa muy fácil de cualquier hipnotizador.

Como país petrolero con más de 40 años de democracia dábamos todo por sentado y vivíamos en la creencia de que los vientos estarían siempre ahí para soplar a nuestro favor. Pero los vientos se tornaron destructivos. ¿Influyó en algo que “hablar paja” con prepotencia y seguridad haya sido por tanto tiempo nuestro deporte nacional?

El evidente auge del antisemitismo en el mundo sugiere la posibilidad de que el exterminio regrese. ¿Qué piensa usted al respecto? ¿Podría ocurrir?

—Como posibilidad, sí. No será fácil, ni idéntico, pero existe esa posibilidad de un retorno al exterminio masivo, sistematizado y “legal” de unos seres humanos a otros, como el que perpetraron los nazis contra los judíos. Sería como el remake de una película de horror, con algunas variantes. Está claro que el ser humano es potencialmente capaz de fabricar historias para colocar fuera de sí mismo lo negativo y endilgárselo a otros. Es algo que suele hacerse de modo inconsciente. Este mecanismo implica una ceguera interna que explota como agresión hacia otro que está fuera y en quien yo vierto un contenido negativo de mí mismo que ni siquiera reconozco tener. Hablamos de proyección. Según Jung, ahí radica el principio de la xenofobia. Mientras más grande sea “la sombra” (lo desconocido de mí) más peligrosa es su capacidad de actuar con autonomía y convertirse en arma letal para abatir a los otros seres humanos en quienes proyecto lo negativo de mí, quedándome la sensación de que yo soy el bueno (llámese el ario, el de la raza superior, etcétera) y como bueno que soy, le hago un bien a la humanidad.

Por eso es imperioso entender la peligrosidad letal que hay en cada uno de nosotros para contrarrestarla a punta de autoconocimiento y formación ética. Pero, además, no bastan las buenas leyes. Hay que hacerlas cumplir. La impunidad es un permiso para delinquir.

En su novela se produce una recurrente interacción entre sueño y memoria. ¿Se alimentan? ¿De qué forma se proyectan en su escritura?

—Diría que no es solo “sueño” ni solo “memoria”. Trato de explicarme.

Aunque se incorporan algunos sueños, el mundo que la novela termina escudriñando —sin proponérselo— va más allá de lo onírico para abrirse a la percepción de eso que Carlos Castañeda llamaba “Una realidad aparte”.  Me refiero a una indagación sobre posibles realidades alternas o espacios que no se ven o perciben de modo cotidiano. Ojo, no es esoterismo ni realismo mágico, nada de eso. Tiene que ver con formas de percepción que van más allá de lo cotidiano y van chocando contra la visión unívoca del mundo que cree real solo lo que resulta captable en su totalidad por la razón o alguno de los cinco sentidos.

Aunque la narradora más joven busca reconstruir sucesos ocurridos en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial, la memoria no está disponible. Para empezar, porque se trata de sucesos que ella —venezolana contemporánea— no vivió, aunque tal vez los padeció de manera implícita, no verbal, lectura entrelíneas y un tránsito diario sobre una capa de silencio.

De eso se trata. De una mujer de este tiempo y esta Venezuela que mucho antes de nacer perdió a su abuela pianista en el Holocausto y solo ahora trata de reconstruir esa historia con la dificultad de que su madre encapsuló su dolor y selló la compuerta. Mi madre pertenece a la Generación del silencio (no sé si el término está instituido).

Por tanto, además del sueño o la memoria a los que alude su pregunta, hay una búsqueda tardía e imperiosa por hallar respuestas que ya no pueden encontrarse en los canales regulares de transmisión de información, lo cual termina siendo una enorme ventaja para la novela como género. Tal como la concibo: el contenido no antecede a su continente, son uno y lo mismo, indisolubles, pero requieren de una conexión subterránea que a veces logra el milagro: reconstruir con verdad literaria sin traicionar a nadie, mucho menos al contexto histórico.

¿Escribir Salta, Eleonora ha develado alguno de los enigmas sobre su familia? ¿Ha contestado a parte de sus inquietudes? ¿Le ha generado nuevas inquietudes? 

—Claro que sí. Ahora tengo a la abuela pianista que no estuvo ahí para verme crecer, y creo haber rendido el homenaje que mi madre merece. Su silencio nos protegió. Y no me refiero a una negación. Desde que yo era muy niña los libros estaban ahí: El Diario de Ana Frank, León Uris, Auge y Caída de Tercer Reich… Nunca hubo negación del pasado. Hubo solo una negativa a arraigarse en la queja o lamento.

Y yo le agradezco a mi madre su esfuerzo titánico para hacernos crecer en un campo donde ella supo hacer germinar la alegría.  A ella y a mi padre. También por ofrecernos una casa donde había libros, muchos, de todos los temas, y una invitación sutil por parte de ambos a convertirnos en lectores.

Así como mi madre pertenece a la Generación del Silencio, creo que yo pertenezco a la Generación de la Antorcha. Nos toca encender una nueva mirada y seguir pasando a los que vienen el imperativo de entender y reinterpretar eso enorme, descomunal, que por siempre será una impronta doliente de lo humano. La antorcha es otra forma de arrebatarle a la muerte su capacidad de petrificar y congelar la memoria. No dejemos que gane.


*Cristina Policastro (1955) es comunicadora social, narradora, guionista y asesora dramática. Autora de cuatro novelas publicadas: La dama del segundo piso (Alfaguara); Mujeres de un solo zarcillo  (Planeta); Ojos de madera (Planeta) y La casa de las virtudes (Grijalbo-Mondadori).

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