Guste o no, es evidente que a estas alturas del siglo XXI algunos conceptos que en su momento fueron indiscutibles han dejado ya de serlo. No es una cuestión filosófica ni ideológica, es la realidad que, en ocasiones, puede ser inconveniente pero aun así se impone.
Entre esos conceptos, uno de los más golpeados es el de la soberanía que otrora se percibía como una noción hermética que blindaba a los Estados de toda posible interferencia externa en lo que se decidiera dentro de su territorio. La evolución del mundo se ha encargado de demostrar que ninguna nación –ni la más poderosa– puede sustraerse de la interacción que resulta de los fenómenos económicos, políticos y hasta de salud pública que tienen lugar en el planeta.
Lo anterior es lo que justifica la necesidad de coordinar esfuerzos con la comunidad internacional, con los amigos y los menos amigos, a fin de hacer posible la coexistencia pacífica entre las naciones para el beneficio colectivo toda vez que el exclusivamente propio muchas veces no es posible sin el de los demás.
Es por ello que en esta época de pandemia nos damos cuenta de que la política sanitaria debe coordinarse con la de los vecinos por cuanto el virus que hoy nos aflige no entiende de fronteras ni de ideologías. Y es por eso también que los conflictos de toda clase, cuando suceden, deben ser resueltos por la vía pacífica siendo que a estas alturas es poco probable la sustentabilidad de soluciones donde una parte gane todo y la otra pierda todo.
En el curso de estos mismos días presenciamos ejemplos de lo que hemos afirmado. Un pequeño país –Cabo Verde– del cual pocos sabían siquiera de su existencia, se constituye en foco central donde confluyen aspiraciones e intereses de variados actores en busca de la entrega de una persona a la que se acusa de serios delitos de orden no solo nacional sino internacional. Es de esperar que esa nación tomará su decisión en forma autónoma pero sustentada en los acuerdos internacionales de cooperación judicial que limitan la soberanía y la supeditan al beneficio de la lucha por la justicia. Eso será bueno para ellos y para todos.
Acabamos de ser testigos del viaje a Washington del presidente de México, López Obrador, tan nacionalista él y tan dado a la grandilocuencia. Tuvo que acudir a la propia sede del “imperio” del que tanta gramínea se habla para poner en marcha el nuevo tratado NAFTAMC que asegura a su nación –como a Estados Unidos y Canadá– la continuación de un acuerdo de coordinación económica cuya vigencia es crucial para México. Para ello AMLO se tuvo que tragar la piedra del muro fronterizo que le impone Mr. Trump y tuvo que convenir en adaptar su propia política de inmigración pese a las reiteradas cabriolas discursivas requeridas por sus necesidades políticas internas. Lindo: no. Realista: sí. Necesario: sí.
Y no es que la cesión parcial de la capacidad de tomar decisiones soberanas sea el destino solo de los débiles ante los poderosos. Igual funciona entre los actores de grandes ligas. Veamos el caso de China y Estados Unidos.
Ambos gigantes, compitiendo ya casi que en el mismo nivel de estatura económica y con similares tendencias de dominación, se encuentran con que deben acomodarse porque sus estructuras están tan ligadas que no les permiten tomar decisiones autónomas en tanto y cuanto las importaciones provenientes de China son componente crucial de la vida norteamericana, a lo cual se agrega la tenencia china de reservas de divisas en tal cantidad de bonos del Tesoro de Estados Unidos, cuya disposición desordenada o retaliativa destrozaría el fundamento económico de ambas naciones.
Igual ocurre con el notable descenso del ritmo de crecimiento de China, cuya consecuencia repercute en toda la economía global –y especialmente latinoamericana– dependiente de las exportaciones a aquel mercado.
Ante ese cuadro uno se pregunta si nosotros, venezolanos, debemos seguir por el camino del aislamiento político y económico o si por el contrario nos conviene buscar la reincorporación en las mejores condiciones posibles a ese mundo de Occidente que puede no ser ideal pero donde hay bastante bienestar y libertad, cuyas variables no controlamos en lo más mínimo, ni siquiera con el gancho del petróleo que antaño venían de rodillas a comprar y hoy casi no hallamos a quién vender (sin perjuicio de que la gallina de los huevos de oro parece estar muerta ya).
¿Será que a Venezuela le conviene estar en llave con Irán, Turquía, Nicaragua o el Caribe infinitesimal? ¿Será que nos conviene ser la pieza de cambio para Rusia y China en su ambición por ejercer su influencia en nuestro hemisferio o luciría más razonable anotarse con Estados Unidos, la Unión Europea, Brasil y hasta los tigres asiáticos?
¿Será suficiente recitar aquello que repetía el comandante eterno: “pero tenemos patria”? Luce romántico y llena la boca, pero habría que consultar al venezolano de a pie –la mayoría– luego de haberse conocido los resultados de la encuesta Encovi llevada a cabo por prestigiosas universidades nacionales (UCV, UCAB, USB), en la que se constató que los niveles de pobreza de nuestro pueblo han igualado o superado a todos los del continente americano y van en paralelo con los de África.
Estas son las cosas que habría que plantearse ahora cuando parece que el amanecer está casi a la vista y para ello habría que ir construyendo un consenso basado en el realismo, no en el eslogan.
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