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Por JAVIER TÉLLEZ

La fraternidad sonora

Desde la aparición del coronavirus hemos presenciado un nuevo fenómeno de carácter global. Se trata de un ritual que se repite a diario en diversas ciudades del mundo y que podríamos describir, parafraseando a San Juan de la Cruz, como una forma de “fraternidad sonora”. Se trata de un gesto colectivo que consiste en uno o más minutos de aplausos y ruidos, y que se realiza como demostración de solidaridad con los trabajadores del sector sanitario que luchan infatigablemente para detener los efectos letales del COVID-19. Este homenaje que se lleva a cabo puntualmente con una obstinación que podría parecer religiosa es ejecutado por ciudadanos comunes desde los balcones y ventanas de los edificios con todo tipo de instrumentos. La acción involucra también a conductores de automóviles que tocan sus cornetas y a transeúntes que generalmente se limitan a aplaudir. El gesto funciona como una catarsis liberadora para aquellos que llevan semanas de confinamiento. Como en los cacerolazos, se grita, se aplaude, se tocan pitos, maracas, ollas, cualquier cosa que produzca ruido, pero no hay odio ni quejas ni esloganes. No se dice nada pero se dice todo. La ciudad vertical y la horizontal se comunican mediante esta fraternidad sonora, que funciona simbólicamente como un abrazo comunitario.

Desde que se decretó la emergencia en la ciudad por la pandemia, me gusta realizar un paseo diario por mi vecindario en Long Island City, y trato de que coincida con este homenaje que ocurre en Nueva York a las 7 de la tarde. Un poco antes de esa hora deambulo por el parque a orillas del East River, donde han desarrollado un complejo urbanístico que ha poblado de edificios lo que antes fue un área industrial, para ver desde allí el imponente paisaje urbano de Manhattan que se muestra majestuoso al atardecer. Aquí he encontrado un lugar ideal para escuchar el homenaje realizado por los vecinos. Es una intersección donde tres grandes edificios confrontan sus balcones asemejándose a un teatro de dimensiones monumentales, solo que en este caso los ejecutantes están ubicados en el espacio que normalmente ocuparían los espectadores. Cuando el reloj marca las 7pm la polifonía empieza con un solo de batería estilo Bonzo, que un músico que no podemos ver ejecuta desde su apartamento, y termina en el balcón de otro edificio con una interpretación de “Taps”, una pieza funeral para trompeta que es parte del repertorio de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Entre estos dos performances ocurre una variopinta selección de sonidos no orquestados que son la mejor parte del programa. Pienso que la intensidad de esos dos minutos y medio son la antítesis de 4′33″, la pieza musical más conocida de John Cage, que fundamentalmente consiste en cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio “interpretados” por cualquier instrumento. Cada vez que se interpreta 4′33″ el espectador se hace consciente de la inmensa riqueza sonora que lo rodea, pensando inevitablemente que el silencio es algo que rara vez experimentamos en nuestras vidas.

Aunque he sido un espectador fiel desde que se inició este gesto colectivo en apoyo a los trabajadores de la salud, solo recientemente he decidido participar activamente en el ritual. Para ello me valgo de una campana que compré hace ya algún tiempo en Ciudad de México a un recolector de basura, con la finalidad de usarla como utilería en una de mis películas. Se trata de un instrumento de fabricación casera hecho de acero fundido que los recogedores usan para convocar a la población a que entreguen sus desechos. Esta campana, que todo recolector que se respete debe poseer, produce un sonido que es ya emblemático del paisaje sonoro del DF. Me divierte propiciar su presencia ahora en la ciudad de Nueva York, ya que solo un habitante de Ciudad de México o alguien que conozca bien esa ciudad podría identificar este sonido característico que puede ser escuchado a muchos metros de distancia. Estoy orgulloso de la contribución que realizo con este instrumento tercermundista, que por precario no deja de ser efectivo. Este es mi modesto homenaje a aquellos trabajadores esenciales de origen hispano en la ciudad, que ponen en peligro su salud sirviendo a otros, pero que lamentablemente pasan desapercibidos para la mayoría.

Infamia

Un fantasma recorre Estados Unidos y no es el coronavirus: es la infamia.

Un hombre va a hacer sus compras en San Diego vestido con la capucha del Ku Klux Klan, para protestar que el estado de California exija el uso obligatorio de tapabocas en los supermercados y otros espacios públicos. En una manifestación en Illinois en protesta por el confinamiento, los manifestantes llevan pancartas con esvásticas y otras insignias nazis, y alguien sostiene un cartel donde se lee: Arbeit Macht Frei, el infame lema escrito sobre las puertas del campo de exterminio de Auschwitz. Otros exigen que se abran las peluquerías y los salones de masaje. Cientos de manifestantes, algunos armados con rifles, toman el capitolio en Michigan para protestar contra Gretchen Whitmer, la gobernadora demócrata de ese estado, y exigen el levantamiento de las medidas de contención de la epidemia. Una manada de surfistas se enfrenta a la policía y derriban las barricadas que impiden el acceso a las playas en Los Ángeles, cerradas para evitar el contagio. Un conjunto de tiendas impide la entrada a personas que lleven máscaras, cuando debiera ocurrir lo contrario. Parecen una serie de eventos sacados de una novela distópica de ciencia ficción, pero estos son algunos de los acontecimientos que ocurrieron en Estados Unidos en las últimas semanas. Todo esto mientras más de 100.000 personas han fallecido víctimas del COVID-19. Es evidente, como dijo un epidemiólogo, que el virus se propaga como un incendio, pero su omnipresencia está revelando las fisuras del sistema y la tensión racial en el país, que se traduce en histeria colectiva. El perfil de estos manifestantes es común, en su mayoría son blancos y partidarios de la reelección de Trump, de extrema derecha, racistas y xenófobos. Llevan gorras MAGA (Make America Great Again) y portan banderas de Estados Unidos e inclusive banderas confederadas. Es un sector de la población que exige la reapertura inmediata de la economía, argumentando el respeto a las libertades individuales sin entender que los límites de esa libertad dependen de la libertad de los demás. Reclaman que se le devuelva su “American way of life”, es decir, sobre todos los derechos, el derecho a consumir que para ellos es inajenable. Trump los instiga por Twitter y ellos responden. Por otra parte, sabemos que al menos el 80 por ciento de las víctimas del virus pertenecen a grupos minoritarios, afroamericanos, hispanos y asiáticos, así que no es casualidad que en el discurso de los que exigen la reapertura aparezcan constantemente referencias a iconos racistas. La más aterradora de esas referencias es la que alude al efecto boogaloo, que es un símbolo que solo es legible para aquellos que entienden su significado y que se evidencia en el uso de camisas hawaianas y en la bandera del boogaloo, que es azul y tiene un iglú y una palmera. Boogaloo es un término musical que fue apropiado irónicamente de una película de Break dance por los extremistas de derecha, y que significa la “segunda guerra civil”, una guerra racial que ellos esperan y anhelan. Los boogaloo bois, que es como los extremistas se llaman a sí mismos, están armados y organizados como grupos paramilitares sin liderazgo piramidal, y se calcula que son aproximadamente diez mil hombres. Los boogaloo bois se organizan principalmente en la red, en sitios como Facebook, Instagram, Twitter, Reddit, y especialmente en la plataforma 4chan que ofrece un foro a los fanáticos de las armas.  El principal objetivo de estos grupos es reemplazar la democracia constitucional en Estados Unidos por un gobierno totalitario y se preparan para declarar la guerra civil en el momento en que ocurra un intento de confiscación de sus armas. El credo ideológico de los boogaloo bois es un verdadero pastiche apocalíptico. Uno de los principales conceptos que maneja el grupo es el aceleracionismo, que ellos creen se propagara con la pandemia. La idea es que las contradicciones internas del orden económico y político provocarán inevitablemente su colapso, y que desde estas ruinas la extrema derecha puede crear una nación construida sobre el concepto neonazi del Blut und Boden (sangre y tierra). Los boogaloo bois han encontrado en la pandemia la coyuntura perfecta para predicar el aceleracionismo que según ellos conducirá a la desaparición del sistema. La realidad es que grupos como este pueden convertirse durante la crisis del COVID-19 en el fermento de una insurgencia armada neofascista alentada por el discurso populista de Trump. Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo alerta sobre los efectos nefastos que el terror y el aislamiento pueden tener cuando están acompañados de un pensamiento ideológico totalitario: “De la misma manera que el terror incluso en su forma pretotalitaria y simplemente tiránica arruina todas las relaciones entre los hombres, así la autocoacción del pensamiento ideológico arruina todas las relaciones con la realidad. La preparación ha tenido éxito cuando los hombres pierden el contacto con sus semejantes tanto como con la realidad que existe en torno de ellos; porque, junto con estos contactos, los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento. El objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)” . Lamentablemente ese es el mundo en que viven muchos americanos.

Víctimas

Tengo en mis manos la edición de The New York Times del domingo 24 de mayo. No fue nada fácil conseguir el periódico, ya que se agotó rápidamente en los supermercados y kioscos de la ciudad. Después de varios intentos y llamadas infructuosas, hablé con mi amiga Denise Szekely que vive al este de Central Park y me prometió con la cortesía y tenacidad que la caracterizan conseguirme un ejemplar, lo cual logró con éxito como era de esperarse tratándose de ella. La portada de esta edición dominical publicada un día antes de Memorial Day (Día de la Conmemoración de los Caídos) es muy singular, de allí que se vendiese en pocas horas. Es la primera vez en la historia moderna del periódico que se imprime la portada sin ninguna imagen. En lugar de las fotografías o gráficos que aparecen de forma regular en la primera página, hay solo una lista de nombres de personas acompañados de breves textos. Son los obituarios de 1.000 personas que representan simbólicamente a las 100.000 que han fallecido por el COVID-19 en Estados Unidos. Ante el alarmante número de muertos, la diseñadora Simone Landon concibió esta portada histórica sin enfocarse en una cifra, como hicieron de manera poco inteligente otros periódicos del país. Landon dice: “Colocar 100.000 puntos o figuras de palitos en una página no dice mucho acerca de quiénes eran esas personas, las vidas que vivieron o lo que todo esto significa para nosotros como país”. Por ello Landon en colaboración con Alain Delaquérière, un equipo de editores de distintas secciones de The New York Times y tres estudiantes de periodismo, crearon un collage de obituarios y esquelas de víctimas del COVID-19 que fueron recopilados de periódicos publicados en diversas regiones de Estados Unidos, y seleccionaron fragmentos muy breves que destacan aspectos relevantes de las personas fallecidas. Se trata de un tapiz minimalista que permite ser leído como un texto literario. Leo en voz alta una muestra del largo texto que ocupa la portada y varias páginas de The New York Times:

Fred Walter Gray, 75, Benton County, Washington, le gustaban la tocineta y las papitas crujientes.

Laaneka Barksdale, 47, Detroit, bailarina estrella de danza de salón.

Kious Kelly, 48, Nueva York, enfermera que luchó contra el Covid.

Romi Cohn, 91, Nueva York, salvó 56 familias judías de la Gestapo.

Salomon S. Podgursky, 84, Morristwon, New Jersey, le encantaba descubrir el funcionamiento de las cosas.

Ronnie Estes, 73, Stevensville, Maryland, siempre quería estar cerca del mar.

Steven J. Huber, 64, Jefferson City, Montana, adoraba crear sonrisas perfectas.

Helen Kafkis, 91, Chicago, conocida por su pollo al estilo griego con pimentones rellenos.

Ruth Skapinok, 85, Roseville, California, los pájaros comían de sus manos.

Claire Louise Bennett, 91, Albany, Georgia, le cantó una canción a sus nietos el primer día de escuela todos los años.

Edward Cooper Jr, 83, Louisiana, amaba a su esposa y le gustaba decir con frecuencia: “sí, querida”.

Stanley L, Morse, 88, Stark County, Ohio, trombonista de jazz que rechazó una oferta para unirse a la orquesta de Duke Ellington.

Tommie Brown, 82, Gary, Indiana, guardia que falleció el mismo día que su esposa. Doris Brown, 82, Gary, Indiana, falleció el mismo día que su marido.

La lectura de estos obituarios me hizo recordar La antología de Spoon River (1915) de Edgar Lee Masters, uno de los grandes libros de poesía del siglo XX publicados en Estados Unidos, que consiste en una secuencia ficticia de más de 245 epitafios escritos en forma de monólogos que se interrelacionan. Masters hace que los muertos enterrados en el cementerio del pueblo Spoon River cuenten sus vidas en verso libre, hablando en primera persona de las esperanzas y ambiciones que los motivaron en vida, muchas veces destilando la amargura de las existencias fracasadas. La crudeza del realismo de Masters, que cuestionaba el mito de los pueblos pequeños como estandartes de moralidad, hizo que el libro fuese muy controversial en su momento. Pueblo chico, infierno grande dice la sabiduría popular. Mientras que las historias de La antología de Spoon River son ficción, la portada de The New York Times enumera personas reales que existieron y habitaron este país hasta el fatal encuentro con el coronavirus. Es significativo que The New York Times haya decidido realizar este homenaje a las víctimas del COVID-19 el Día de la Conmemoración de los Caídos,​ una fecha de carácter federal que ocurre el último lunes de mayo de cada año en Estados Unidos para recordar a los soldados fallecidos en combate, ya que este gesto tiene obviamente un contenido político, y de hecho el periódico ha recibido por ello críticas de sectores conservadores. Al recordar dignamente a las víctimas del COVID-19, tal como se hace en este país con los soldados caídos en servicio, The New York Times representa un necesario contraste frente a la desdeñosa actitud negacionista del presidente Trump y sus seguidores respecto a los efectos devastadores de la pandemia. Trump ha manifestado una actitud negligente e irresponsable ante la gravedad de la crisis sanitaria, que se expresó tristemente en su incapacidad de tomar medidas preventivas para detener la propagación del virus en Estados Unidos cuando se informaron los primeros casos de la enfermedad en otros países. Algunos epidemiólogos estiman que el 90 por ciento de las muertes por Covid-19 en Estados Unidos podrían haberse evitado, al menos durante la primera ola de la epidemia, si se hubiesen puesto en práctica políticas de distanciamiento social a partir del 2 de marzo cuando solo habían 11 muertes en todo el país, en lugar de haberlo hecho el 16 de marzo que fue cuando la Casa Blanca emitió pautas de distanciamiento social y ordenó el cierre de las escuelas. Es realmente una tragedia, pero podemos pensar que si hubiésemos tenido otro presidente estaríamos leyendo que el total de fallecidos hasta el momento apenas superaba las 10.000 personas en vez de 100.000.

William Shakespeare

Escribe Shakespeare en El Rey Lear”: “Calamidad de los tiempos cuando los locos guían a los ciegos”. (‘Tis the time’s plague when madmen lead the blind.)

Parece haber sido escrito ayer en Washington, Brasilia o Caracas.

(Nueva York, 30 de abril-25 de mayo, 2020).


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