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Yo, egresado ucevista

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Entre las mejores cosas que me han pasado en la vida está el haber estudiado en la UCV. Dejó en mí una huella, de esas que te marcan hondo para siempre y te ayudan a pararte bien en la cancha de la vida. Digo lo que digo porque el último día del mes de mayo se celebró, en medio de los límites que impuso la pandemia, el Día del Egresado, es decir, mi día y el de otros miles que han pasado por sus aulas hasta recibir su título, en mi caso el de sociólogo, tras haber cometido la equivocación –no me mal interpreten los abogados– de cursar casi tres años de Derecho.

El gobierno y la universidad

La conmemoración de este día me ha dado pie, gracias al tiempo que me da la cuarentena, para pensar en los últimos tiempos de la UCV y, en general, de las universidades públicas. Tiempos duros y complicados, debidos en buena medida a un gobierno que las ha adversado de diversas maneras. Es cosa conocida, pero no está de más recordar los presupuestos deficitarios que han afectado seriamente las instalaciones y los laboratorios, la remuneración del personal, desarrollo de proyectos y otras actividades propias de la academia, dejándola en un estado de precariedad que traba su desempeño. Adicionalmente, su concepción de lo que es la universidad pasa por revisar el concepto de autonomía a fin de que “…esta sirva para construir hombres y mujeres libres al servicio de la patria….», frase que no es sino la retórica que esconde su convicción de ponerla bajo control oficial, inspirado en un credo incompatible con los que es más distintivo de la universidad: la libertad de pensamiento.

A lo anterior hay que añadir otros antojos ideológicos, entre los que cabe mencionar su pretensión, mediante una decisión que el TSJ se sacó de la manga de cambiar las normas electorales que rigen en el ámbito universitario, lo cual llevó a su suspensión durante alrededor de una década, convirtiéndose en un elemento perturbador del funcionamiento universitario, en lo que ha ayudado, pues todo hay que decirlo, una actitud que resulta inexplicable por parte de las autoridades, con importantes excepciones, que se han dejado ganar por la inercia, agobiadas por la coyuntura. Así las cosas, tenemos una universidad quieta que no encara los desafíos que pautan estos tiempos.

No es solo cuestión de vacunas

El coronavirus nos ha puesto a pensar, a unos más que a otros. No podía ser de otra manera, se ha vuelto una advertencia, señal del desacomodo que sufre el planeta y de la necesidad de transformarlo a fondo, no valen los cosméticos para disimular, cambiando cositas por aquí y por allá, pero para que todo siga igual. El asunto va en serio y alude, dicho en breve, al modo de vida de vida adoptado por los terrícolas desde hace al menos cuatro décadas. En este sentido, bastaría con mencionar que el problema del cambio climático, del cual hablamos mucho y hacemos más bien poco, nos ha convertido en una “especie en extinción”, frase lapidaria del profesor Jeremy Ryfkin, a quien suelo citar, dado que resume lo que muchos identifican, mediante diversas argumentaciones y con distintos énfasis, como una crisis civilizatoria. En fin, no es cuestión de que se descubra la vacuna y listo, retomamos el camino que nos ha traído hasta aquí. Dentro de este marco, la universidad tiene mucho en qué reflexionar para ajustarse al siglo XXI.

Repensar la universidad

No hay quien dude que la universidad actual requiere modificarse en sus propósitos, estructuras y modos de funcionamiento, para ponerse a tono con la época que corre, en función de  circunstancias inéditas que en buena medida derivan volumen y rapidez con la que hoy en día se generan y difunden los conocimientos, en sus diversos formatos; al espectacular acortamiento de los ciclos que van desde la creación del conocimiento hasta su aplicación; a la aparición de nuevas disciplinas y subdisciplinas y a su interrelación como imperativo del “pensamiento complejo”, según la expresión de Edgar Morin. Nuevas circunstancias asociadas, así mismo, a la globalización del conocimiento; a su integración institucional a los llamados sistemas de innovación constituidos por diversos actores sociales, en función de intereses tanto públicos como privados; a las posibilidades que abre la digitalización y, por citar un último aspecto, entre otros muchos, a las tensiones que plantea alrededor de la propiedad del conocimiento, tal como ha salido a relucir a propósito de la pandemia.

La universidad debe participar en la solución de los desafíos (económicos, políticos, educativos, éticos…), producidos desde los campos del conocimiento, tales como la cognotecnología, biotecnología, nanotecnología, optoelectrónica, superconductores, inteligencia artificial, inteligencia aumentada y robótica, entre otros, expresión de la integración de lo físico, lo biológico y lo digital, que comienza a dejar ver en el horizonte los que los que investigadores de distintas disciplinas han llamado el transhumanismo.

En suma, la denominada sociedad del conocimiento, que es a la vez la sociedad del desconocimiento –ambas constituyendo el marco dentro del que la toca ubicarse la universidad contemporánea–, están cobrando forma transformaciones generadas por la tecnociencia que han resuelto problemas antes no comprendidos, pero también han sembrado incertidumbres y dudas a problemas provocados por ellas mismas, dando como resultado una enorme complejidad de la que, de nuevo, la pandemia nos ha dado varios ejemplos.

Un nuevo ethos

En la tarea de entonar a la universidad, llevamos un considerable retraso. Salvo iniciativas muy valiosas que se dan en algunas facultades y escuelas, su transformación, creo, no la tenemos trazada en una agenda de trabajo que plantee su concepción en torno a un nuevo ethos, como tal vez lo expresaría un filósofo.

Como oí en una conferencia, no tendrá sentido enseñar lo que se cree que se debe conocer, sino desarrollar las capacidades para descubrir, aprender a aprender, generar y reproducir de manera cada vez más original y extensa, hasta construir un conocimiento de bien común, social y económico, en medio de lo que, sin duda, asoma como la organización de la vida humana de acuerdo con un nuevo paradigma.

Así las cosas, yo, profesor de a pie de la UCV, me sumo a la iniciativa que impulse la redefinición de políticas y planes orientados a la búsqueda de distintos modelos de organización para la UCV con referencia a sus funciones, a sus ámbitos de actuación, a su gobernabilidad, a su calidad y al rol que deben desempeñar al servicio a la sociedad venezolana, en su condición de institución pública.

 

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