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Entrevista a Michelle Roche Rodríguez

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—Quiero preguntarle por su interés en el vampirismo y sus expresiones literarias. La narradora de Malasangre comenta algunas obras con criterio y precisión. ¿Leer a esos autores fue parte de la investigación específica asociada a la escritura de su novela o es un viejo gusto narrativo suyo?

—En Malasangre, el gótico me salió natural, porque me interesa el género desde mis primeras lecturas. Leí El retrato de Dorian Gray (1890) y Drácula (1897) a los 13 años, no mucho después de Frankenstein (1818), poseída por un vértigo que me hizo devorar varias colecciones de relatos del género. Pero no comencé la escritura de Malasangre desde lo fantástico: al principio fue una novela de formación anclada en la historia del país. Fue cuando tuve necesidad de darle sentido a la rebeldía de Diana y contextualizarla en la tiranía militar que emergió la vampira de las sombras lo siniestro.

—¿Hay en la literatura venezolana, al menos entre la que usted ha tenido oportunidad de leer, alguna vampiresa? ¿Diana, su protagonista, podría ser la primera?

—Creo que no hay vampiresas, pero los más indicados para responder esto son Violeta Rojo y Carlos Sandoval, críticos de literatura y fanáticos del género. En todo caso, fuera del cuento “Carmila” (1872) de Sheridan Le Fanu y la novela La condesa sangrienta (1962) de Valentine Penrose, no tomé en cuenta ninguna otra vampiresa literaria para moldear a Diana. En los relatos clásicos, el personaje se construye desde la perspectiva masculina, como en “La muerta enamorada” (1832) de Téophile Gautier, y los poemas “Metamorfosis del vampiro” (1857) de Charles Baudelaire y “La vampira” (1897) de Rudyard Kipling, que sirve de epígrafe a Malasangre. Sí dedico una escena a la película Había un necio basada en el poema de Kipling, porque la vamp encarnada en Theda Bara es el modelo con que entonces se podía leer a Diana. Pero todas estas referencias son menores, pues Diana proviene principalmente de dos obras de formación: El guardián en el centeno (1951) de J.D. Salinger y, en particular, de Ifigenia (1926) de Teresa de la Parra.

—Me resultó sorprendente que, en vez de un vampiro −una posible reedición de Drácula− su protagonista sea una jovencísima vampiresa. ¿Cómo llegó a esa elección?

—Lo primero que imaginé, hace 15 años, fue a una chica que se rebelaba contra sus padres en un gesto tan brutal que se convertía en un monstruo. Para 2008 ya habían entrado al elenco de personajes los hermanos Gómez y el asesinato de don Juancho era un evento climático de la narración. El ambiente de los años 20 me ofreció la oportunidad de convertir a Diana en una vamp. El gótico en Malasangre emergió de mi profundización en la historia. Si el género sustenta sus argumentos en el miedo, ¿qué terror hay más intenso que el de una hegemonía de vagabundos con armas? Por eso, en Malsangre asustan más los militares que los vampiros.

—En Malasangre, tan importante como la historia de la joven vampiresa, es el escenario donde tiene lugar la novela: la Venezuela de 1921. En el relato se siente el sustrato de una acuciosa investigación. ¿Puede contarnos de su estudio de aquellos años? ¿Tiene especial predilección por esa época de nuestra historia?

—Me interesa más la historia del mundo en los años 20 que la de Venezuela. Investigando para Malasangre encontré libros y blogs de personas que decían admirar la época, pero que en realidad eran fanáticos del general Gómez. Esto me puso los pelos de punta, porque no acabo de comprender qué nos seduce tanto a los venezolanos de los hombres de armas. Lo que me parece interesante de los años 20 es que mientras en nuestro país éramos los peones de una enorme hacienda y vivíamos en una sociedad aún colonial, en el resto del mundo habían comenzado los grandes cambios sociales y culturales, incluidos el movimiento sufragista y las vanguardias. Claro que después vino la Segunda Guerra Mundial, pero esa es otra historia.

—En la visión de Diana, la narradora, existían tensiones entre los centranos, que subestimaban a los andinos −Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez−, que se hicieron con el poder. ¿Siente que hay en las élites venezolanas una tendencia a la subestimación social y política de la provincia?

—Para construir una novela histórica debí meterme en la mente de las personas de la época: de nada sirve que manejen un Ford T o beban brandy si no piensan acorde a sus tiempos. Para las primeras décadas del siglo XX, las ideas de El origen del hombre (1871) de Charles Darwin habían comenzado a sedimentarse en la mentalidad de las clases cultas de América Latina. La vinculación explícita de la humanidad con animales inferiores calzó muy bien con las ideas racista heredadas de la Colonia −pues celebrábamos nuestro mestizaje, pero desconfiábamos de los contenidos amerindios y africanos−. A eso se le sumó la atávica subestimación que en Venezuela hacemos de la provincia y el miedo a los revolucionarios andinos. Por eso los centranos se referían a ellos como “chácharos” o cerdos salvajes. Esto no fue invención mía, me limité a comprender en qué tipo cabeza cabía una comparación semejante y sus consecuencias sociales.

—Diana, a lo largo del relato, reflexiona sobre la configuración del poder en su tiempo. Escribe esta frase: “Un mundo de hombres hecho para hombres”. ¿Permanecían desterradas las mujeres del ejercicio del poder en 1921?

—En Malasangre quiero mostrar cómo un gobierno de militares es el summun del patriarcado. Uno de los mecanismos psíquicos de la sujeción femenina era hacer creer a las mujeres que tenían poder en la esfera privada. En su ensayo Influencia de las mujeres en el alma americana (1930), De la Parra se desmarca de las sufragistas porque considera que la política es un oficio tan sucio como sacar carbón de una mina. ¿Por qué una mujer culta que tuvo oportunidad de escuchar a Emmeline Pankhurst, antes de su muerte en 1928, no considera que debe ensuciarse con la política? Estoy escribiendo una tesis doctoral para contestar la pregunta, pero adelanto esto: porque su época había diseñado un lugar para ella y se la había convencido de que podía influir a los hombres desde lo privado, como segundona a los hombres.

—Malasangre contiene una detallada revisión de las técnicas que usaba el gomecismo para someter a la sociedad. ¿Eran distintas a las que utiliza el régimen actual?

—En Gómez, un tirano liberal (2003), Manuel Caballero asegura que aquella no era la dictadura de un ególatra aislado, sino la tiranía de una familia, en donde sus allegados buscaban favores y a cambio lo adulaban ensañándose de forma brutal contra sus enemigos. La tragedia de Venezuela no son los bufones que quieren gobernar como monarcas atroces, sino la corte de mediocres que los rodean, capaces de hacer cualquier barbaridad para mantenerlo (y mantenerse) en el poder. En esto no hemos cambiado. Hay otra cosa que es comparable: la incomunicación de los presos y el morbo conque nos referimos a las torturas. Si bien una persona rara vez sabía con exactitud dónde estaba su familiar preso, sí sabía muy bien qué le hacían dentro de la cárceles y eso solidificaba la imagen mastodóntica de la tiranía. Lo que Diana dice sobre los allegados a Gómez al principio −que “se referían sin comedirse a las monstruosidades”, y que “tanta permisividad con el relato de la tragedia iba en beneficio del sistema porque demostraba la fuerza brutal y omnipresente del general”− puede extrapolarse al presente, ahora magnificado por las redes sociales.

—Siendo una obra de ficción, Malasangre es ajena a la improvisación. Produce la sensación de estar construida sobre un piso firme. ¿Es una novela previamente diseñada o hubo decisiones narrativas importantes que fueron tomadas sobre la marcha?

—Mi proceso de escritura fue de inmersión en el texto. Trabajé con tres borradores (e incontables correcciones de cada uno). Primero escribí una narración casi taquigráfica con todo lo que quería contar, para saber cuántas y cuáles escenas necesitaba la novela. Luego escribí el primer borrador como una posesa, casi sin detenerme: metí todo lo que se me ocurrió. El primer borrador de un texto mío, cualquiera que sea, es siempre una basura. Así que en lugar de corregirlo anoté lo que funcionaba y lo que no, así como de los temas que se repetían y las imágenes que podía explorar. Luego, dejé el manuscrito de lado y me puse a investigar para ahondar en los temas que surgieron. El segundo borrador comenzó con la construcción de un nuevo esquema más acorde con lo que quería contar. Luego reescribí el primer borrador tomando en cuenta las conclusiones de mi investigación. Este fue el peor momento del trabajo porque pasé mucho tiempo sin saber a dónde iba ni si tenía algún valor nada de lo que estaba escribiendo. Cuando finalicé el segundo borrador, agotada física y mentalmente, me tomé un mes de descanso. Por eso llegué al tercer borrador más recuperada para cortar y a pulir la voz contenida de Diana: pasé de un manuscrito de 450 páginas a uno que tiene la mitad.

—Reconstruye usted usos y costumbres de la época. Me resultó curioso lo del carnet que las jóvenes portaban, donde los jóvenes se anotaban para bailar con ellas. ¿Es una licencia narrativa o esa práctica, en efecto, estaba vigente hace un siglo?

—Los carnet de baile existieron durante el siglo XIX y parte del XX en fiestas formales de España y América Latina, como una manera de organizar los ritos del cortejo (y de que los padres supieran con quién bailaban sus hijas). Mi abuela llegó a utilizarlos y una vez me comentó que sufría si nadie se anotaba allí. Como el ventaneo, el uso de esas libretas, evidencia cómo durante la mayor parte de nuestra historia, las relaciones entre hombres y mujeres fueron de tipo comercial y que el amor romántico es una creación reciente.

—Diana, la narradora y protagonista, es una avanzada con respecto a su tiempo: es una joven culta, autocrítica, que mira a su entorno familiar y al país, con lucidez. No quiere justificarse ni engañarse a sí misma. Tiene, además, una visión comprensiva y no enjuiciadora del mundo. ¿Coincide la visión de Diana la vampiresa, con la visión del mundo de Michelle Roche?

—La Diana Gutiérrez que narra la novela es producto de las decisiones que toma en el libro. En la última escena ella revela que han pasado 25 años desde los acontecimientos que narra; su voz es la de una mujer adulta, que cuenta su pasado. A lo largo de Malasangre, una de las frases que repite con algunas variaciones es que “la libertad pertenece a las personas instruidas”. Por eso, ella ha estudiado, habla varios idiomas y conoce el mundo; eso la asemeja a los vampiros nobles de las narraciones europeas del siglo XIX, como lord Ruthven, el conde Drácula o la condesa Karnstein, que es el nombre real de Carmila.

Como yo, Diana no se engaña y detesta los eufemismos; por eso, la gente puede percibirnos a ambas como personas secas. Sin embargo, la franqueza de Diana la construí con cuidado desde las novelas de formación que leí mientras escribía y otras donde había niñas víctimas de acoso o sexualizadas, como Lolita (1955) de Vladimir Nabokov, en donde Dolores Haze es descrita como alguien demasiado franca. Es una constante en los estudios psicológicos de niños abusados la conclusión de que maduran demasiado rápido o tienden a ser descarnados en su comprensión del mundo.

No estoy segura de que soy de avanzada ni me gusta pensar en mis obras de ficción en términos biográficos. Venezuela es un país conservador y yo maduré en un entorno de gente culta apegada a ciertas percepciones tradicionales de la sociedad. Me considero una síntesis entre esa crianza y todo lo que he hecho y leído en la vida; pero no soy Diana Gutiérrez: yo nunca he pasado el mal rato de tener que retribuir sexualmente ningún beneficio.


*Malasangre. Michelle Roche Rodríguez. Editorial Anagrama. España, 2020.

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