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La dictadura, el 23 de enero y los intelectuales

El texto que sigue fue publicado en este Papel Literario el domingo 6 de enero del 2001

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El 10 de enero de 1958, en El Nacional, ocho personajes concluían, afanosos, un documento que haría historia: nada menos que el Manifiesto de los intelectuales. ¿Quiénes eran y qué perseguían? Eran Miguel Otero Silva, quien días después iría a parar a la Seguridad Nacional; el insigne ensayista Picón Salas, entonces director del Papel Literario; Isaac Pardo, de la generación del 28, ya seducido por Juan de Castellanos y muy pronto buzo en los mares de la Utopía; Humberto Cuenca, que venía de sostener intensa polémica con Mayz Vallenilla en torno a la universidad, si forjadora de élites o si incubadora de cultura para extensos núcleos; Alexis Márquez Rodríguez, profesor egresado del Pedagógico y militante comunista; y los periodistas Francisco Guerrero Pulido, Arístides Bastidas y Fabricio Ojeda (de quien muy pocos sabían que era el presidente de la Junta Patriótica), y los tres del staff del diario de Puerto Escondido.

Aquel manifiesto contemplaba puntos de enorme trascendencia en días de ebullición callejera, política e ideológica. El respeto a los derechos humanos tal como lo contemplaba la Carta de las Naciones Unidas; el establecimiento de una vida moral digna y la austeridad en el manejo de los recursos de la nación; la paz religiosa; la normalización en los centros educativos y el retorno a la autonomía universitaria; la libertad de los detenidos y el regreso de los desterrados; la libertad de expresión; la eliminación del antagonismo entre las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Civiles y, por último, que “los poderes públicos sean la expresión genuina de la voluntad popular”.

Además de los redactores la declaración fue respaldada por la directiva de la Asociación de Periodistas (Di Giacomo, Díaz Rangel, A. Hueck Condado, Omar Pérez, Rafael Machado, Gustavo Naranjo y Bastidas) y por relevantes figuras de la cultura y la educación. Entre los ensayistas, historiadores, científicos y poetas que lo suscribieron merecen nombrarse, en apretada síntesis, Francisco De Venanzi, Elías Toro, F. Rísquez Cotton, José Luis Vethencourt, Arroyo Lameda, Nucete Sardi, Lucila Palacios, Villalba, Acosta Saignes, Salcedo Bastardo, Díaz Seijas, Arcila Farías, Rosenblat, Vicente Gerbasi, Márquez Cañizales, Sergio Antillano, Carlos Dorante, Falcón Briceño, Barrios Cruz, Pedro Laya, Juan Manuel González, Aquiles Monagas, Humberto Rivas Mijares (a la sazón director de El Nacional) y un cuarteto que con el tiempo daría mucho que hablar: Adriano González León, Ramón Palomares, Herrera Luque y Guillent Pérez. Los músicos reunieron dos generaciones, con el maestro Vicente Emilio Sojo y Antonio Estévez, mientras los pintores juntaron a César Rengifo, Oswaldo Vigas, Miguel Arroyo, Mateo Manaure y Alejandro Otero. El contingente magisterial lo integraban parcialmente, Vásquez Fermín, Torrealba Lossi, Facundo Carnero, Sergio Tovar, Alberto Armitano, el presbítero Montaner, Edmundo Marcano, Augusto Germán Orihuela, Rubén Carpio Castillo, Horacio Vanegas y José Alejandro Rodríguez.

¿Por qué Ramón J. Velásquez, José Agustín Catalá y Manuel Vicente Magallanes no aparecían entre los firmantes? Porque Velásquez, profundo conocedor de nuestro proceso histórico, estaba en la prisión orinoquense, lo mismo que los otros dos. Catalá, al paso de los días, resultaría ser el insuperado recopilador de los materiales de la resistencia. No se sabe cuántos libro ha editado en torno a aquella época funesta, incluidos los referidos al desencadenamiento y consolidación del proceso catalogado como “el 23 de enero”. Y Magallanes, con criterio didáctico, analizaría la evolución de los partidos políticos en los siglos XIX y XX y varios aspectos de la historia venezolana.

¿Por qué la ausencia de firmas como Siso Martínez y Humberto Bártoli entre los educadores, o las de Rondón Lovera y Pérez Segnini, o las de Pedro Beroes, Domingo Alberto Rangel, Tarre Murzi o Consalvi? Porque los dos primeros vivían en exilio mexicano y trabajaban en común en textos históricos, mientras Beroes, Rangel, Tarre y Consalvi, los cuatro periodistas de primera, aunque con diferente estilo y formación, también estaban diseminados en el exterior, lo mismo que Rondón Lovera y Pérez Segnini, vinculados a la revista Humanismo, donde los desterrados de Venezuela, Cuba y Perú levantaron tribuna en el Paseo de la Reforma de la capital azteca. Lo mismo sucedió con Luis Esteban Rey (quien desde París, en El Nacional, escribía con el seudónimo de Ramón Álvarez Portal) y con Héctor Mujica, en destierro chileno.

Queda claro entonces que los centenares de firmas que suscribieron los manifiestos y declaraciones de enero de 1958, las cuales en su mayoría provenían de intelectuales, pudieron ser muchísimas más de no haberse atravesado los exilios, las prisiones y las limitaciones por el activismo político, que por cierto demostró, en medio de brotes espontáneos y delirios combatientes, una excelente capacidad de conducción y canalización.

La acelerada y efectiva circulación del manifiesto desencadenó otros donde figuraban factores del lopecismo y el medinismo e incluso de “la oligarquía”, pero quizás el que mejor reflejaba el cambio psicológico y la alta temperatura de la crisis fue el de las mujeres. Allí coincidieron las que habían participado en luchas recientes con las que provenían de los años 40 y algo más atrás, las comprometidas ideológicamente con aquellas que antes no habían imaginado que la ola podía llegar hasta el este de Caracas.

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Serie Archivo Sanoja Hernández. Curaduría: Camila Pulgar Machado.

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