“Ojalá pudiéramos ganar todos lo mismo”, ha declarado Aristóbulo Istúriz tratando de explicar su propia afirmación de que las tablas salariales del personal administrativo, obrero y docente, tanto de activos como de jubilados, deben ser iguales para no realizar, ha dicho, una “discriminación contra ningún sector”. “Los obreros también comen y tienen que pagar casa, y también les afecta la guerra económica” ha sentenciado.
Las jerarquías, a su juicio, son para reconocer a quienes hacen más esfuerzo, pero de ninguna manera para establecer diferencias salariales. Se trata, para decirlo de alguna manera, de galones para lucir. Y eso, a su juicio otra vez, debe ser suficiente. A más preparación, a más responsabilidad, a más calidad de trabajo, a más aporte a la sociedad, más galones, nada más. Los esfuerzos individuales, ha reiterado, “no dan derecho a que reclames si la brecha es muy alta o muy baja”.
Al escuchar declaraciones así resulta inevitable preguntarse cómo pudo cambiar la posición del en otro momento líder magisterial cuando, como lo recuerda Amalio Belmonte, secretario de la UCV, promovía en 1969 una huelga de docentes con la exigencia de que los maestros fuesen tratados de acuerdo al papel que desempeñaban y recibieran sueldo y programas de formación que les permitieran ascender en la escala de desempeño profesional de acuerdo con sus méritos. Con similar entusiasmo, recuerda Belmonte, el profesor Istúriz declaraba: “Nuestra cualidad de maestros demanda no ser considerados empleados públicos. Exigimos ser tratados acorde con la función que cumplimos”. ¿Todos iguales?
El cambio del Aristóbulo de entonces, piensa Belmonte, no puede atribuirse sino a una suerte de “reconversión ideológica, que le condujo a concebir a los docentes como empleados públicos, que acaten el dogma oficialista, prestos a desempeñar la función de comisarios políticos y custodios pasivos del autoritarismo ideológico”.
Son muchos los datos para afirmar que este gobierno ha menospreciado la labor del docente. Ahora es también por la vía del salario, pero ha ido más allá. Lejos de alimentar la respetabilidad social que merecen los maestros, el discurso igualitario ha terminado por desmoronar el reconocimiento social por su trabajo. Igual ocurre con los profesores universitarios. La especialización, la investigación, los trabajos de ascenso no son, para la deformación igualitaria, esfuerzos merecedores de reconocimiento.
La prédica de un igualitarismo que desconoce las diferencias en preparación, mérito, responsabilidad, naturaleza del trabajo va muy bien con mentalidades para las cuales es deber del Estado hacerlo todo, aunque termine haciendo nada, aunque termine igualando en la pobreza. Y más cuando el deterioro de las condiciones económicas, por la fuerza de su propia inoperancia y de sus propios errores, haga insostenible el reparto. Cuando no se tiene la capacidad para hacer se termina justificando el fracaso con una consigna ideológica. La pretensión igualitaria en los términos planteados solo puede conducir a una sociedad que consagre la mediocridad, huérfana de estímulo, ajena a la idea de superación personal, sostenida en la dependencia.
Negar el valor de la preparación es de alguna manera negar el valor del conocimiento, del progreso. ¿Puede pensarse así y pretender al mismo tiempo entrar en el mundo del conocimiento, de la innovación, del talento? La igualación hacia abajo, la instauración de la mediocridad como sistema, atentan contra lo que históricamente ha hecho grandes las naciones: el esfuerzo, el mérito, el deseo de superación, el reconocimiento social a quien lo merece. El tango “Cambalache” parece haberlo anticipado: “Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor. No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao… da lo mismo que si es cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”.
Frente al derrumbe en nombre de un falaz igualitarismo se hace imperioso recuperar el tejido social, el orgullo por lo que se hace, por la superación personal, por la consecución de mayores logros. Una ideología equivocada que quisiera hacer de la sociedad una masa indiferenciada no es capaz de construir, menos de alimentar la dignidad.
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