Es una ingenuidad pensar que Roselló renunció a la Gobernación de Puerto Rico por su respeto a la democracia. Tampoco nos deja bien parados pensar que es buena persona y que, por lo tanto, fue presa del arrepentimiento y buscó espontáneamente la expiación de sus culpas. O que prestó oído a los buenos consejos en los cuales se ha formado desde la juventud y volvió al buen camino.
Los buenos consejos estaban lejos, si juzgamos por las opiniones de los amigotes que lo frecuentaban en asquerosa tertulia. Las virtudes individuales brillaban por su ausencia, de acuerdo con lo que demuestra su afición a la befa del prójimo y, por si fuera poco, la alternativa de su interés exagerado por los dineros públicos que se está investigando. El apego a la democracia queda en remojo, después de que sabemos de su desprecio a la ciudadanía y de cómo se hubiera mantenido en sus trece si los fisgones no lo pillan fuera de base.
Sin caer en el regazo cómodo de esa ingenuidad tenemos que buscar una explicación más sensata de la patada borinqueña que Roselló no pudo soportar y que lo arroja de una fortaleza inexpugnable en el pasado. Tenemos que topar con la reacción popular, por lo tanto, ya que las proporciones que adquirió condujeron al desenlace que hoy se celebra en la isla y en el exterior. Pero conviene detenerse en los rasgos del movimiento popular para evitar comparaciones infructuosas con lo que sucede en Venezuela.
Fue una reacción de estreno, es decir, una conducta colectiva que no cargaba sobre sus espaldas el peso de una cadena de frustraciones. Fue un impulso sin cansancios previos, un paso al frente libre de descalabros anteriores. En especial, fue una arremetida sin impulsos violentos que no se miraba en viejos espejos de sangre. De allí no solo su carácter sorpresivo y fresco, sino también la imposibilidad de contenerlo exitosamente: ¿cómo lidiar al toro que antes no reinaba en la plaza sin la experiencia de otras faenas, si no existían trasteos de referencia, si faltaban los maestros de la torería?
Pero, además, en el coso existían los resguardos correspondientes: fuerzas para evitar el desbordamiento, normas dispuestas a concretarse, burladeros de acero que esperaban la ocasión de probarse, ojos imparciales de cuya vigilancia saldría un desenlace adecuado. La reacción contra Roselló estuvo protegida por un sistema de frenos y contrapesos que difícilmente fallaría, no en balde es el producto de un ejercicio centenario de la democracia representativa. Los manifestantes no solo se apoyaron en el escudo de su razón, sino también en una armazón institucional que funcionó en forma automática sin necesidad de generar situaciones de exasperación, ni impaciencias que podían hacerse peligrosas.
Y no olvidemos el trabajo de la prensa libre, de esa joya de la democracia que sufre terribles acometidas entre nosotros. El ventarrón de la investigación periodística produjo el mes de tempestad que acabó con Roselló. Nadie la pudo detener. Todos los canales fueron accesibles para la divulgación de las porquerías que salieron a la luz gracias al tesón y al coraje de los periodistas, hecho con escollos superables. Ese tesón y ese coraje existen en Venezuela, por supuesto, pero en medio de una situación de asfixia provocada por el régimen y ante la arrogancia de los detentadores del poder. Cuando no pueden evitar que circule, ignoran el resultado de la comunicación periodística. Por esto, pero también por todo lo anterior, aquí hoy no es Puerto Rico.
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