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Entre los quicios del decir y el callar

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Por MARÍA JOSÉ BRUÑA BRAGADO

«El arte, en un mundo en ruinas, se erige como una morada habitable».

Hannah Arendt

«Nombrarla entonces como se nombra a lo hendido

en un afán de recuperar a manera de pétalo».

Edda Armas

Dividido en tres secciones («Cuando evocar se hace fruta», «Carbuncio de fructosa» y «Si fruta fuese país»), Fruta hendida propone un viaje a través del recuerdo de la delectación placentera de la fruta, de la palabra («Apetitosa fruta. Irrepetible / caleidoscopio del desear») y el amargor como regusto tras su quiebre, tras la raja, corte o herida que la parte. El goce, lo carnal y la sensualidad del mordisco voluntario, que remite al deseo en todo un imaginario que encuentra su origen en Safo («Como la dulce manzana rojea en la rama más alta, /alta en la más alta punta. Y la olvidan los cosechadores. Ah, pero no es que la olviden sino que alcanzarla no pueden») o en los «Collige, virgo, rosas» de Catulo (flores, floreros, frutos invaden el libro), no es aquí sino una evocación, eco o fragancia de algo demasiado lejano (como en el poema «Cerezas») porque es la hendidura, la grieta, la raja, el tajo o corte −la fruta podrida que podría llevarnos más bien a las vanitas barrocas, a las imágenes de un Valdés Leal o a un memento mori− lo que queda e imprime su huella, su perfume denso, en el sujeto −despedida, nostalgia, nebulosa de sueños sin realizar−. Algo brutal y violento que atraviesa, en un instante, la posibilidad, otra vez, de una mirada hedonista al mundo («volver a la risa / sin saber cómo»). No se escoge ya el estatismo hermoso de la flor ni del fruto sino el deseo de movimiento, su promesa de resurgir, su gesto de renacer. Hay una mella o daño que desgarra y signa desde el yo al colectivo en este poemario («mordida profunda de la fruta») que solo entreve fulgores remotos en la infancia («olores a fruta pasada») o en resquicios, pocos, de luz, permanencia, placer y belleza en el hoy. El campo semántico está impregnado, entonces, de infortunio, aspereza, renuncia y dolor y la narratividad trata de contar la pérdida y el paso del tiempo con los ojos puestos en el recuerdo de los árboles de la infancia. El surco, el rasguño, casi zarpazo, y la huella del tiempo, la violencia y el sufrimiento se hacen globales en la tercera parte del libro que comienza con una cita en la que se trasluce que es imperativo resistir y nombrar lo ausente, sección impregnada de melancolía y en que se enuncia, con contundencia y claridad («trazar con el compás los puntos y las comas al dolor»), la derrota y una oscuridad vigilada por cuervos sombríos, enlutados: «Prohibido olvidar. Tierra hendida cubierta con los nombres de más / del centenar de jóvenes fallecidos con heridas de armas de fuego, / en manifestaciones en mi país el año 2017, algunos acá» del estremecedor «Postal con árboles y duelos».

La teoría del «velo» y el «secreto» de Cixous y Derrida (Velos, 1998) puede ser parte de la poética aquí esbozada, me parece, porque tiene esa lógica y se entrevera con el carácter mágico de lo secreto, que no solo es el estado de una cosa que escapa a un saber, sino que designa también un juego entre dos actores, entre el que busca y el que esconde, entre el que se supone que lo conoce y el que se supone que lo ignora, una dinámica seductora entre dos voluntades que abarca todas las modalidades posibles entre el decir y el no decir o, como se declara: «el riesgo entre los quicios del decir y el callar». Y es que «tal vez toque elegir entre el viso de los labios / al hablar o el silencio que los sella».

Entre los polos del deseo y el dolor («Importará el umbral del deseo / tanto como el umbral del dolor») sitúo esta fruta rota y decadente que el sujeto, elegíaco y con tonalidad crepuscular («Al partir, el beso»), rememora y con la que se identifica: no se sabe la última vez de las cosas, de ahí la hendidura de las despedidas. La poesía, la vida es mordedura y quiebre, pero todavía se aspira, momentáneamente, más allá del refugio de las nubes, al fulgor, a ese «sol que espía las cerezas en lo alto» −el rojo, el color del rubí o carbunclo es el que subyace a lo largo de todo el libro, el rojo de la fruta, del deseo, del atardecer−, a «invertir el infortunio» a partir del ver, incluso en «días nublados», de evocar y de tratar de nombrar ese aroma evasivo, esa fragancia, esa belleza del «querequerre» que reclama su lugar. El dolor no se puede nombrar en primera instancia, pero pronto el «tiempo papel» permite que la escritura sea refugio y morada habitable frente a las ruinas del tiempo.

*Fruta hendida. Edda Armas. Editorial Kalathos. España, 2019.

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