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Me mató el amor

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I

Todo está preparado. Ella, alta, suave y delicada, abrigaría no sin frialdad mi fermentado ser. Su destino depende de mí.

Un extraño presentimiento me indica que no hay vuelta atrás. Es curioso, no experimento ningún tipo de emoción. Frágil como el cristal, se acerca lenta y segura. No hay forma de evitar su proximidad. Siento una fuerte presión en mi cabeza y ella parece cantar cuando la lleno por completo. Sin pudor, recorro su cuello y durante una danza sensual impregnada de alcohol, inundo su recóndita intimidad compartiendo un exaltado aroma que ahora nos une.

Intuyo mi principio y mi fin. Estoy dentro de ella. Descubro su exquisita y dulce humedad. En ese momento, sobre sus labios, evoco mi origen: Burdeos, el viñedo francés en el que crecí, mi tierra… el olor a uva fresca y ese pasado dulce que con perverso placer separó la carne de mi piel.

Desde aquel día mi destino cambió. Me fusioné a su existencia. No obstante, tal vez por mi longevidad, tengo la sensación de que no podré continuar existiendo sin ella.

II

Vestidos de etiqueta con traje de papel, nos arrancan de la oscuridad donde plácidamente estamos en cópula perfecta desde 1984. En una mesa, cerca de nosotros, un hombre y una mujer conversan. Ocultan deseos que arden en sus cuerpos y bajo la forma lúdica de una seducción, intercambian temas sin explicación: amor, arte, tiempo y muerte.

Creo que ese hombre cuyo rostro no puedo distinguir me está alejando de ella. Eso me angustia. Tal vez fue esa la razón por la que comencé a sentir que su humedad era cada vez más seca.

Intuyo que me aproximo al final mientras que la mujer que está con ese individuo, bella e ingenua, parece no darse cuenta. Tal vez por eso él, en silencio, no deja de mirarla.

Aturdido y ansioso muerde sus labios. Luego exige algo y esa exigencia se convierte en una sentencia que sella mi destino:

—¡Por favor, dos copas más de vino!

La pareja brinda. El sonido del cristal al estrellarse me ensordece y me acerca a ese temido final al tiempo que, y esto es lo que más me vacía, me aparta de ella. Mi cuerpo, mi aroma y mis lágrimas, se ven a trasluz.

Quizás, el brindis de ese par de extraños fortuitamente ligados a mí, los ayudé a ser felices.

—¡Salud! –dijo el hombre.

—Salud! –respondió ella.

¡Agonizo con cada sorbo! ¡Una copa más y muero!

Pero no importa, porque siento el extraordinario placer de haber sido un excelente vino francés: un Châteaux de Burdeos que habitó en el interior de una elegante botella.

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