Estoy entre los millones de venezolanos a quienes la visita de Michelle Bachelet a Caracas, alta comisionada para los Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas, más que causar algún sosiego ha llenado de incertidumbre. No tengo las respuestas que quisiera tener. Al contrario: del seguimiento que he hecho de su recorrido, me han surgido acuciantes inquietudes. A continuación, referiré algunas de ellas.
La primera cuestión que quisiera preguntar es si los venezolanos tenemos o no derecho de recibir, de parte de la Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de la ONU, alguna certidumbre. Si debíamos o no esperar que la señora Bachelet y su equipo comunicaran claramente qué razones explican la modalidad de su visita. Queremos saber si hubo negociaciones previas con Nicolás Maduro y sus agentes, si cada punto de la agenda de la señora Bachelet tuvo que ser aprobado por el régimen de Maduro y los cubanos y, cuestión fundamental, saber si el informe que arroje la visita contará con un preámbulo que explique estos acuerdos. En una frase: queremos saber cuán condicionada, cuáles fueron las exigencias a las que la alta comisionada cedió.
Quiero comentar aquí que, antes de escribir este artículo, pude escuchar un audio que contiene una parte de la intervención de la señora Bachelet durante su reunión con los familiares de víctimas de violaciones de los derechos humanos. Recordó que ella misma había sido presa política, y que su padre, el general Alberto Bachelet –que fue miembro del gobierno de Salvador Allende– murió torturado en una cárcel durante la dictadura de Augusto Pinochet. Esto, es la conclusión inevitable, sugiere que ella debería tener alguna empatía con las víctimas y sus familiares. Esto no lo pongo en duda: lo más probable es que sea así. Quien ha sido torturado difícilmente puede olvidar y permanecer indiferente ante el sufrimiento causado a otros.
Pero la cuestión es que la señora Bachelet, no es solo alguien sensible a la cuestión de los derechos humanos. Esto es primordial: es una política profesional, una dirigente política, cuyo pensamiento político está anclado en la izquierda, en algún lugar difuso de esa materia cada vez más inasible y engañosa que es el llamado socialismo. Hay quienes afirman que Bachelet es “socialista democrática”. Pero también hay quienes la acusan de ser una aliada silenciosa y eficaz de los gobiernos izquierdistas y populistas que violan los derechos humanos.
Quiero decir con esto que, entre la dirigente política y la defensora de los derechos humanos, hay pruebas suficientes que nos indican que la primera prevalece sobre la segunda. En las dos oportunidades en que fue presidente de Chile, los períodos comprendidos entre marzo de 2006 y marzo de 2010, y luego entre marzo de 2014 y marzo de 2018, su política exterior hacia los regímenes izquierdistas violadores de los derechos humanos y corruptos en América Latina fue de silencio. Cabe decir, de silencio cómplice. No los condenó nunca. Ni a Cuba ni a Nicaragua ni tampoco a Venezuela.
Pocos recuerdan que, cuando murió Chávez, la señora Bachelet declaró: “Fue un gran amigo, un gran colega, y yo quisiera destacar su profundo amor por su pueblo y por los desafíos de nuestra región, de erradicar la pobreza, generar una mejor vida para todos, y su profundo amor por América Latina”. Simplemente asombroso: en una frase de 39 palabras, cuatro mentiras extremas y flagrantes: una, que Chávez amaba al pueblo; dos, que quería erradicar la pobreza (cuando la realidad es que se dedicó a planificarla y promoverla desde el primer día de su nefasto primer gobierno); tres, que quería una mejor vida para todos (falso: lo único que quería y realizó con éxito fue enriquecer de forma grotesca a sus colaboradores); y cuatro, que tenía un amor por profundo por América Latina (frase que busca distorsionar los verdaderos amores de Chávez: los hermanos Castro, el Foro de São Paulo, las FARC, el ELN, los terroristas del islamismo radical y otros infames afines).
No hay que olvidar que, como parte de su campaña para obtener el cargo que hoy detenta –alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos– la señora Bachelet visitó al dictador Raúl Castro en enero de 2018. Como ha recordado Yoani Sánchez, durante sus dos gobiernos la señora Bachelet no condenó nunca la dictadura castrista ni mostró solidaridad alguna con los disidentes. De modo semejante al elogio que hizo de Chávez, tras la muerte de Fidel Castro también dijo mentiras de este calibre: “Líder por la dignidad y la justicia social en Cuba y América Latina”. Basta con verificar cuáles han sido sus posiciones, entre el silencio y no más que tímidos balbuceos, sobre los asesinatos y las brutales jornadas represivas ocurridas en Nicaragua, para que la acción de la señora Bachelet se vuelva cada vez más inquietante.
El ex presidente de España Felipe González lo sintetizó de forma impecable: Sus posiciones han debido ser más contundentes, porque los derechos humanos no permiten medias tintas. A lo que yo añadiría: la declaración invocando el recurso del diálogo no le corresponde. Ello escapa al campo de los derechos humanos y se interna en la política, como si, entre líneas, dijera: Si no hay diálogo continuarán las violaciones de los derechos humanos.
Y es que esas son las aguas turbulentas en las que navega la señora Bachelet: que su interés en los derechos humanos parece supeditado a sus apetitos políticos. ¿Será cierto que aspira al cargo de secretaria general de la Organización de Naciones Unidas? ¿Tenemos fundamentos para sospechar que el informe sobre Venezuela y sus próximas acciones responderán al objetivo de lograr ese apetecido cargo?
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