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La trama espiritual del mundo

“El almendro florido”, el más reciente poemario de la venezolana Patricia Guzmán, aparece en una edición con preciosas ilustraciones de Patricia van Dalen y prólogo de Nelson Rivera, que afirma que se trata de un llamado a la espera y a la fe: “Testimonios de un espíritu que resiste mientras el mundo languidece”

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Quien se arranca el corazón del pecho en la noche, quiere

            alcanzar la rosa.

                                   Paul Celan

Este libro es un oratorio. Un oratorio generosamente abierto. No afiliado a una fe en particular, aunque predomine en él una rememoración de los libros sagrados. Está compuesto por un único poema de sugestivo nombre: El almendro florido. Como toda oración dona y clama; levanta su mirada hacia lo alto; pone en palabras los vaivenes del alma. Si la fe actúa como cierta disposición del espíritu, aquí esa disposición atraviesa el poema del primero al último verso: se trata del amor desnudo, arrancado del propio pecho, que la poeta ofrece en sus versos. El almendro florido es ofrecimiento de sí. Versículos tendidos a la espiritualidad del lector. Llamado a la trama espiritual del mundo.

Es, además, una poesía cargada de significados. Tras cada relectura, El almendro florido (Kalathos Ediciones, España, 2017) adquiere nuevas dimensiones. Al releerlo, se descubren vetas e invocaciones que antes habían pasado desapercibidas. En tres de sus libros anteriores –El poema del esposoLa boda y La casa de los afligidos– las conexiones simbólicas eran menos evidentes. Lo que resulta sorprendente –diré, cautivador– es la riqueza que prodiga El almendro florido, especialmente si se considera la delgadez de su hilo poético. En las páginas que siguen, si hay una ley, es esta: mientras más ajustadas sean las palabras, mayor será su invocación simbólica. No se lee este libro al paso. Al contrario, él le habla al lector moroso. Al espíritu dispuesto a escuchar.

Trataré de volcar en unas pocas palabras, cómo me he conectado a este orar de Patricia Guzmán: porque he sentido que algo inexplicable ha encontrado un lugar en estas páginas. Ese milagro, poder de la poesía, que consiste en escenificar lo que no puede ser dicho. Lo que escapa a las palabras. Lo intocado. Su maravilla, quizás radique en esto: aunque El almendro florido podría ser el más íntimo –el más próximo al punto de incandescencia de la persona Patricia Guzmán– es a la vez, el más aglutinador. El que tiende sus manos en los más diversos sentidos. En estos versos, nada se cierra. El gesto de santiguarse, la mirada que se inclina, el despojo que acepta, la gratitud que expresa, el éxtasis que irrumpe con su luz fulminante, no son sino momentos del espíritu en movimiento. Testimonios, a los que podrían seguir otros, de un espíritu que resiste mientras el mundo languidece. Porque desasirse del mundo no es igual a desasirse de la vida.

En El almendro florido, algo del tiempo del mundo ha quedado atrás. Sus urgencias son las de la fe. Sus apuros son los del espíritu. Sus realidades son las del ser confrontado consigo mismo. Sus verdades, las que vendrán del porvenir. En su fondo, es una poesía de la espera. Del esperar inscrito en la fe. Si el mundo es desolación, también es una bóveda celeste. Y allí, entre lo terreno y lo alto, estos versículos. Esta oración que nos interroga. Esta oración que sin impugnarnos, nos sugiere esperar, reconocer lo que de fe hay en nosotros.

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