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El prisma y la doble escritura en «El espejo siamés»

“Discípulo del sabor y saber de las letras, Fihman se asoma a la intelectualidad venezolana de los nacidos en democracia (...). Un juego de espejos reflejando la vida de personajes famosos tan vulnerables como efímeros, multiplicándose y desdoblándose en otros narradores, en la novela multifacética, tribal y generacional caraqueña”  

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Un buen lector tendrá motivos suficientes para reencontrar sus pares e impares en el laberinto narrativo de Ben Amí Fihman y participar, sin mareos, en la danza ontológica de aquella generación tridimensional, bohemia, trasnochada y consentida de los años sesenta. Veleidosa en palabras de Juan e intelectualmente comprometida entre los hippies de Berkeley y las incendiarias protestas estudiantiles de la Sorbona, El espejo siamés nos regresa a la overture de aquella juventud perdida en el reflejo de una euforia generacional. Refractada por el prisma de la doble escritura, irresponsable en apariencia pero generosa en ilusiones por vivir en tiempos de holgura y privilegios, nadie les quitará lo bailao mientras brindan y celebran.

“―Entonces, Guerra, dime, ¿qué hay de nuevo?

―Lo viejo, todo lo viejo. Este mundo necesita que le restituyan el pasado con muebles de chivera”.

En un acto cultural sin precedentes de acuerdo al metraje editorial, literario y visual en las caídas del alma emulsionada de Rubén Núñez, las últimas cuatro décadas del siglo XX venezolano se ven recreadas como una realidad paralela en esta novela de Caracas, deliciosamente descrita y descarnada por Ben Amí Fihman, como uno de los elegidos sancionados “a nacer o renacer, en Venezuela, que así se llama la pena”. El autor pareciera obviar que hace tiempo fue adoptado a favor de las Letras, bajo el tinglado de la Editorial Monte Ávila para que apareciera ante la kommunalitat intelectual con otros libros debajo del brazo: Mi nombre, Rufo GalloLos recursos del limboLas voces de Orfeo y su penúltima creación literaria: La quimera del Norte.

El espejo siamés (2017), editado y publicado por Oscar Todtmann en Caracas, suelta a sus santos y culpables entre volteretas, idas y venidas de la sociedad caraqueña bajo la carpa de un circo roto. Doble del sí mismo desdoblado, asombroso narrador lector del duerme-vela, Fihman se deja conducir de la mano de Juan Liscano mimetizando, contrapunteando en enigmáticos espejismos de ferias expresionistas, el verdadero tour del Dr. Callighary y su regreso al futuro del Citizen Kane. Apoyado en obras inolvidables de la cultura occidental, el narrador intenta respirar el aire de los nihilistas rusos y se adentra en el anfiteatro de Dostoievski, príncipe de la literatura moderna, para diferenciar al quinqueviro revolucionario del existencialista endemoniado y el nihilismo ontológico del bon vivant. Su fascinación intelectual, juzgada como reaccionaria por la trasnochada tribuna de la República del Este, era enfrentarse al hombre rebelde de Camus hablando solo contra el diablo y el buen dios sartriano.

Obediente discípulo del sabor y saber de las letras, Fihman se asoma a la intelectualidad venezolana de los nacidos en democracia, tolerantes y progresistas. En un juego de espejos reflejando la vida de personajes famosos tan vulnerables como efímeros, multiplicándose y desdoblándose en otros narradores, El espejo siamés es la novela multifacética, tribal y generacional caraqueña.

Un buen lector y un falso crítico tendrán dos opciones al verse multiplicados en el tambor de la ruleta “rusa” del proceso de escribir una novela que no es novela sino el re-cuento de los cuentos y anécdotas alrededor de una crónica que fue salvada del olvido o revelarse sobre la página en blanco. Gracias al ojo ciclópeo de la figura de Redón el lector puede deleitarse con la riqueza del lenguaje cargado de imágenes cristalizadas, despeñándose desde el pasado, hasta aceptar como razón de la sin razón de la crítica, el humor negro al que tiene acostumbrados a sus amigos y lectores.

Muy emocionada lo llamé a la librería Altamira Bookstore en Miami donde Oscar Todmann hacía la presentación del libro recién salido del horno de nuestro temible editor de “excesos”. Disfruté el registro audiovisual in situ del recuento de motivos sobre los techos rojos de la novela urbana, el paneo rápido de la audiencia y los entretelones de la Guerra Fría en caliente. De su boca escuché al autor paladear el proceso de la escritura guiado por el doble de Juan Liscano, dictándole cómo reactivar los héroes y las tumbas de subhéroes dentro del devenir de la comedia humana. Colmena creativa, juguetona y generosa en imágenes integradas a las artes, la narración se mantiene como si fuese una pista de patinaje en hielo mientras nos describe, impúdicamente, las caídas y exhaltaciones de cada uno de los personajes que desfilaron en rituales funerarios como trainees de la cotarra cultural capitalina cuando la tripartita aristocracia del espíritu, la tímida pequeña burguesía provinciana y la soltada de moño cubano con el jet-set de la izquierda, se reconocían y aceptaban sin temores. El espejo siamés es un hermoso compendio descriptivo de lugares emblemáticos de la Caracas moderna con nostalgias del pasado. Las crónicas, pinturas, semblanzas, libros, novelas e historias de patriarcas, presidentes y golpes de pecho en el antes y el después, permearon los terrenos baldíos de esa generación de venezolanos que formaron el core intelectual del siglo XX y las experiencias límite del autor que se movía, a sus anchas, al ritmo de las noticias de última hora entre Caracas, New York y París. Catador de las bellas artes y puber aprendiz de la bohemia, Ben moldeaba su high education leyendo a los grandes escritores rusos y franceses contra la pegajosa simpatía venezolana por la trasnochada conciencia revolucionaria. Por eso, los veíamos hurgando entre los apretados anaqueles de Suma el manual de las runas literarias. Así, nos iban abriendo caminos hacia Borges, los juegos de Cortázar, el barroco paradiso de Lezama, García Marquez y Vargas Llosa. Un enfant terrible, era rescatado de las aguas del Volga para asomarse, curioso y genial, a las aulas de la Escuela de Letras donde nuestra comunidad estudiantil batía el récord de reformistas contra el régimen de profesores titulados en aburridas teorías marxistas, exigiéndonos, en los exámenes finales, el significado del revólver en la literatura venezolana.

En El espejo siamés, el suicidio de Carlos Clarens, en vida Rangel, tenía un antecedente en el suicidio de O’Connors Martínez en “este país”. Así, se nos dio la respuesta. Chemiakin rompió el cerco y se fue a New York a estudiar cine. Después de un fracasado intento por convertirse en un flamante director de películas y un rechazo visceral al calvinismo materialista del americano, se marchó a estudiar la lengua de Oc en literatura medioeval en la Sorbona y crear ese maravilloso documento fantástico con Las voces de Orfeo y los grabados en encre de Chine de El ojo del Golem. Santos regresó de nuevo a Caracas. Un golpe de timón hizo desviar su nave para ser agregado cultural en la Embajada de Venezuela en Bogotá donde acariciaba la idea de reventar la piñata que guardaba todas las historias de la capital venezolana en la edición de un magazine cosmopolita.

Chemiakin colocó sobre su escritorio de editor las historias más picantes del tout Caracas hasta que fue vendida a tiempo. La irrupción de un gobierno salvaje, anti democrático y perverso lo pusieron en preaviso y antes de que los ángeles del apocalipsis sonaran sus trompetas de alerta con rumores de persecución y guerra, lo hicieron volver a Francia, su antiguo centro. Residenciado en París, Fihman se dispone, renegando del “spleen” baudelairiano, a escribir y repensar la ciudad trágica, desapegada e indolente mientras “los amos del valle” la depredan. Organizando su periplo literario desde una perspectiva novelesca íntimamente relacionada con aquellos personajes reales y ficcionales que lo han acompañado durante las diversas etapas de su vida, el escritor, journalista, comunicador, promotor, director, crítico, gastrónomo, sibarita, cultivado entre los predios de la literatura, el humanismo y el arte, nos sorprende una vez más. Fihman no podía esconder, por más tiempo, el caleidoscopio de su primera novela en los memorables encuentros y desencuentros entre personajes reales, vivos y personajes ficticios, muertos. En el fondo de aquel juguete cilíndrico, la vida de cuarenta años se fue escribiendo, revelando y reflejando. Los espejos fueron los espacios simétricamente triangulados, ideales para sincronizar el juego de la doble escritura sobre el campo visual de la página. En su afán por decir lo indecible, el autor encerró, irónicamente, sus propios elementos narrativos, bajo los títulos de novelas fundamentales dentro de la literatura venezolana. Desde el comienzo entramos en un viaje onomástico bifocal representativo del acontecer social y político de la Venezuela de principios del siglo XX con la novela de Blanco Fombona: El hombre de hierro. Al primer movimiento de tuerca la teoría de los espejos reconstruyen, en el plano visual, el paternalismo, el caudillismo, sugiriendo la debilidad del entramado existencial del venezolano, permeado por la continua dependencia hacia otras culturas adoptadas por los tantos personajes que se llamaron modernos, locos y revolucionarios.

El espejo siamés me lo entregaron en correo certificado. Le di vueltas y más vueltas, lo leí de principio a fin sin parar. Regresaba con gusto a ciertas imágenes del París de los sesenta, de la Caracas amable, de Sabana Grande, de nuestras vicisitudes en los primeros años de la Escuela de Letras de la Central, de mi little town blue, de la Revista Exceso y el desfile de personajes de la sociedad caraqueña encaramada en los zancos de la política, en los juegos de artificios del mundo del arte, en la diplomacie, en la programación estelar de los canales de televisión, en el auge de las mejores novelas respaldadas por el prestigioso premio Rómulo Gallegos y sus novelistas boom latinoamericanos. Visitantes artistas de todas partes, invitados a la ciudad de la eterna primavera y títulos de clásicos universales en bibliotecas privadas, denotaban el cultivo a la buena literatura. Todos estos rasgos mantuvieron relaciones incestuosas entre el cosmopolitismo intelectual y la banalidad del venezolano de clase media que se adornaba con el bandolerismo de las guerrillas de los años sesenta a cuestas y sus headquarters en Caracas y la Habana. ¿Para qué? Para claudicar, patéticamente después, sobre las atestadas barras de los restaurantes del Este rociados con etiquetas negras, vodkas, verdichios y su republicana sed de permanencia hasta el amanecer. Mientras lo leía, me di cuenta de que había soltado las bridas del caballo que montaba en la hacienda de su familia en Cartago para azusar, al lado de Santos, esa generación privilegiada, snob, culta y generosa con un lenguaje rico, venezolano, espontáneo y fresco que borboteaba, liberado, al lado del español de América.

Venezuela, la Caracas que dejamos atrás porque ella nos dejó primero, se hunde hoy en el estancamiento, en la infertilidad intelectual, en la banalidad de una realidad intermedia, separada de todos los excluídos, sometidos al hambre y a la mugre, sin papel, sin pluma. El espejo es nuestro destello, nuestro despertar entre cotorras y guacharacas. El rostro de los tiempos nuestros se quedan allí, rezagados, refractados en páginas leídas, fotografiadas, registradas, retomadas y azarosamente relacionadas por estar ubicadas en el caleidoscopio de tres momentos literarios; póstumo homenaje a lo que pudiéramos definir como el triángulo de los espejos deformantes en el aumento o disminución del corazón del libro: la muerte de la venezolanidad. Primero, domesticada en la misión, mantuana en el trazado de sus calles sin aceras y moderna en su barbárica inclinación al poder. La protagonista de nuestra saga generacional está pegada contra la pared, esperando ser ejecutada por idólatra, a menos de que alguno de los descendientes del ruso Chemiakin puedan levantar el brazo a favor del mismo zar como lo hizo el autor de Crimen y castigo clamando por la absolución de la pena.

Atraída por el díscolo acercamiento a peligrosos encuentros entre exploradores de campos marginales y las últimas roquettes de una ideología moribunda y decadente, la novela de Ben Fihman nos recrea en su pluridimensionalidad la efervescencia de la noticia, del escándalo de una muerte no anunciada sino secretamente compartida a través del intercambio de unas cartas.

Los ídolos rotos forman parte del entramado pecaminoso de los secundones de la barbarie donde el dueño, el criminal sin castigo del suceso, deja impunemente abierta la duda sobre la verdadera muerte del personaje real.

En El espejo siamés la muerte se disfraza de crimen o suicidio de acuerdo a las circunstancias que irán develándolo, desenredando la madeja de la trama hasta dejarla en suspenso como promesa sin tiempo. Así, el lector recorrerá, de manera inesperada, los peligrosos altibajos en el juego erótico y el coqueteo político. Entrará por primera vez sin miedos en el laberinto de los puentes levadizos, trazados entre la duda y la certeza, entre la existencia de lo real y la visión de lo imaginado, presentido al comienzo y dudoso al final de los después para que un condescendiente Chemiakin escriba “la sinopsis del futuro” y del “inmisericorde resumen de nuestras vidas”.

Matilde Daviu, Quebec 20 de Diciembre de 2017

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