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Qué significa ser judío

Este texto de Norman Manea (1936, Rumania; Premio FIL 2016) forma parte de la colección de ensayos “La quinta imposibilidad” (Editorial Galaxia Gutenberg, España, 2015). El libro fue premiado con el IV Premio Jose p Palau i Fabre, por un jurado integrado por Tzvetan Todorov, Wolf Lapenies, Enrique Vila-Matas, Jordi Llovet y Tomás Nofre

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Pasión por el conocimiento como tal,

un amor a la justicia casi rayano en el fanatismo,

apremiante urgencia de emancipación personal

–he aquí los rasgos de la tradición judaica

que me hacen agradecer al destino por ser judío.

Albert Einstein

En un mundo cada vez más incoherente y centrífugo, el conocimiento de la identidad propia sería, para algunos, la solución mágica a las crecientes incertidumbres del individuo, ya sean estas sagradas o profanas. Por desgracia, no es suficiente pertenecer a una colectividad para que las inquietudes desaparezcan por arte de magia. Este asunto aún se vuelve más peliagudo en el caso de un antiguo pueblo, disperso y victimizado continuamente, sin un lugar de residencia sobre la tierra. Llegados a este punto, no podemos olvidar las palabras de Kafka: “¿Qué tengo yo en común con los judíos? Si apenas tengo yo algo en común conmigo mismo y debiera quedarme quieto en un rincón, contento de poder respirar”. El destino de los judíos no es otro, a fin de cuentas, que la exacerbación del destino humano a causa del sufrimiento, un exilio pasajero en la aventura terrestre, una iniciación sarcástica en el drama de ser hombre entre los hombres. La imagen que el judío proyecta sobre la sociedad existente, no es del agrado de nadie; sin embargo, su creatividad poco común en el marco de la cultura de los pueblos con los que ha tenido contacto, el testimonio de las persecuciones sufridas, el asedio padecido en cualquier sitio que le tocase vivir, sigue siendo una de las experiencias humanas más conmovedoras. Pese a los traumas sin parangón, el destino de los judíos está señalado por una dinámica ejemplar, constructiva, aplicada y generosa. Todo lo dicho no simplifica, sino que hace más compleja su definición.

Freud se preguntaba, y con razón, qué queda de un judío cuando no es religioso, ni nacionalista ni conoce el idioma de la Biblia; qué queda, pues, de lo hebreo, en un judío que ha perdido todo lo que lo hubiese definido como tal: mucho, quizá incluso lo esencial, respondía el ultraasimilado judío austríaco, pero no aclaraba en qué consistía. La milenaria diáspora judía dificulta la definición de la identidad judía, porque un judío es también ruso, austríaco, argentino, americano o incluso israelí. La trascendencia judía es contradictoria, paradójica, inclasificable, pero resistente a las catástrofes, y demonizada en medio de una realidad hostil en la que pese a todo siempre sobresale.

Resulta evidente que la identidad es ante todo filial. A menudo me viene a la mente la imagen de mi madre, como la esencia misma del gueto judío: viva representación de la espera y el miedo, febril, altruista, aguda, espiritualizada, de un extraordinario fervor por las ideas y los sentimientos; su humor amargo, valiente y traumático; vulnerable y vital, de una inigualable intensidad de lo humano, amplificada hasta el paroxismo, entre la pasión más tórrida y una acerada y glacial lucidez. Rica y extraña herencia, de una dinámica imprevisible.

Sin embargo, la mayoría de las veces la historia se precipita a darte una oscura explicación de lo que significa ser judío. Cuentas tú con apenas cinco años, estás recluido en un campo de concentración y descubres que eres judío; entonces, de repente, te sientes conectado con la ancestral tragedia colectiva que anula cualquier opción posible. A temprana edad, el Holocausto fue mi primera y brutal iniciación a la vida. El totalitarismo comunista significó, después, no solo el veto y el fin de la tradición, sino también un complicado aprendizaje de la condición de marginal y sospechoso; finalmente, el exilio me ha restituido, al filo de la vejez, mi condición de extranjero y nómada, que yo creía resuelta al echar raíces en la lengua y la cultura del país que me vio nacer.

Sin embargo, el judío no se define, como creía Sartre, solo por las adversidades sufridas por otros judíos, tampoco es suficiente haber nacido de padres judíos como el rabino Joshua de Nazaret, el futuro Jesucristo de los cristianos. Lo que haga la historia y lo que hagamos cada uno de nosotros con este “contratiempo”, como lo llamaba Heine, es lo que al final nos define.

El escritor se legitima a través de su obra, en la medida en que esta es inconfundible y singular. El arte es el oficio más individualizado, y el pertenecer implícita o explícitamente a una comunidad encaja demasiado caprichosamente en la ecuación siempre fluida que es la creación, de modo que su efecto no puede ser previsible. Un libro está solo frente a los juicios de valor; ningún emblema étnico puede salvarlo, del mismo modo que la soledad del escritor no se alivia por el mero hecho de pertenecer a una comunidad. Sin intención alguna de filiación o militancia, sentí ya desde el principio de mi actividad literaria, y sobre todo en los últimos años, que mi biografía marcaba de modo inevitable la temática, la tensión y el tono de mi escritura, experiencias como el holocausto, el antisemitismo comunista, el exilio, se han potenciado en la experiencia extrema de la creación literaria. Una situación dual y complementaria en la zona límite de riesgo y de creciente intensidad de la existencia. Si el poeta ha sido considerado desde siempre una especie de judío, el escritor judío, acostumbrado hace mucho a las jugarretas del destino, podría reivindicar el privilegio de esta doble invocación.

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