Debajo de las uñas
Debajo de las uñas,
ahí es donde se sienten
los perros desbocados de la sangre.
Ocultos en los pliegues y en las sombras
tensando la carne en su delirio,
ahí es donde retienen
los añicos de vida que nos quedan.
Quebrado el umbral de resistencia,
llega el latigazo y el aullido en desbandada.
Incapaces, los tendones han cedido.
Las fieras ya corren por el monte.
Acerquémonos a comprobar
las riendas rotas.
**
Desalojo
Con el trazo izquierdo, el más inexacto,
firmo el desalojo de esta casa.
Repaso baldas y mesillas,
busco la seguridad de sus puntos
ciegos. Y doblo una y otra vez
sobre sí mismos
los bordes que sellan nuestra huida.
Derroco los espacios uno a uno,
los libero de la pena negra
de no habernos guardado en sus entrañas.
Exculpados, me esfuerzo en convertirlos
en perfil, en anudarlos a una mirada
de soslayo, mientras empujo con innecesaria
lentitud cada una de sus puertas.
Me impongo un silencio sarmentoso
al dejar las llaves sobre la mesa.
Y antes de despedirme,
me permito el error último.
… y recuerdo cómo anhelamos
la punzada de la rabia
para no flaquear
en el momento de los cierres.
**
Las manos
I
Las manos de mi madre
tienen el olor ácido
de las naranjas –y las uñas negras–.
Quince minutos de descanso.
Un termo de café.
Cuatrocientas mujeres en una nave
industrial apilando cítricos.
Tienen el olor de lo casi podrido
y recolocan con prisa las sábanas,
temerosas de corromper
la niñez con el aliento exhausto
de los días.
En los recuerdos infantiles,
mi madre no tiene manos.
Y las fotografías obturan
la aspereza y las astillas
de los cajones.
También para ella,
crecer era escapar del escozor.
Tiempo de madrugadas escarchadas
donde miedo de madre y de hija
se confunde.
II
Fingimos haber coincidido
en algún punto de la edad adulta.
Fingimos que mi padre
es cualquier hombre y no entendemos
por qué ellos duermen plácidamente
mientras nosotras velamos.
Fingimos complicidad y, a veces,
hasta nos la creemos.
Pero el peso es demasiado grande.
Pagamos el café y nos vamos,
antes de que alguna de las dos
exhiba demasiado su tristeza
y no podamos evitar sentir
que algo hemos hecho mal.
III
Yo vuelvo de vez en cuando a casa
e intento devolverle
las manos a mi madre.
Recuerdo con ella aquel tiempo,
ya sin madrugadas escarchadas,
y difumino con paciencia el escozor.
Hoy preparamos juntas la ropa de cama
para la enfermedad venidera
y nos miramos, en silencio,
sin atrevernos a preguntar
si estaremos a la altura.
Otra vez los miedos confundidos.
Quizá ahora, al menos, lo sepamos.
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El recelo del agua
Bibiana Collado Cabrera
Ediciones Rialp
España, 2017
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