En agosto del año pasado, el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, emprendió un viaje por América Latina llevando consigo un mensaje del presidente Trump que –se comentó en su momento– contenía la velada posibilidad de llevar adelante una acción militar en contra del gobierno venezolano, pero la manera como se encaró un tema que es tabú en la región, resultó en un rotundo fracaso de la misión y , aunque tras bambalinas algún jefe de Estado hubiese visto con simpatía o interés una propuesta de esa naturaleza, no era posible esperar ninguna declaración pública aprobatoria. Muchos podrán estar de acuerdo –incluso en Venezuela–, pero pocos se atreven a decirlo por cuanto es “políticamente incorrecto”, como se denomina ahora la costumbre de privilegiar lo pragmático por encima de lo que en verdad se cree.
Pero Trump no parece ser de los que se da por vencido con la “primera pedida”, según lo viene demostrando a lo largo de su primer año de gestión habiendo insistido reiteradamente en las cosas que le interesan. Es en ese plano que se decidió y ejecutó la visita de Mr. Tillerson –secretario de Estado– a México, Argentina, Perú, Colombia y Jamaica llevada a cabo esta semana con el anunciado propósito de expresar preocupación y coordinar acciones de cara al tema Venezuela. Es temprano para saber el impacto del viaje, pero por lo menos algunas conclusiones preliminares podemos sacar.
La primera de ellas es que la administración Trump tiene dos políticas diametralmente contradictorias en materia de preocupación y presión según sea la región del mundo de que se trate. En mayo de 2017 el presidente norteamericano realizó una visita a Arabia Saudita, para lo cual se convocó una cumbre de todos los jefes de Estado y soberanos del mundo musulmán a una reunión en Riad (capital saudita). Allí Mr. Trump en su discurso anunció que Washington no intervendría ni aspiraría a imponer ninguna clase específica de gobierno en esos países con tal de que ellos llevaran una relación razonable con Estados Unidos. Vale decir que podían ser lo menos democráticos que desearan siempre que mantuvieran un espíritu de cooperación en los temas que a Estados Unidos le interesan.
En cambio, cuando se trata de América Latina en general y Venezuela en particular resulta que a la Casa Blanca le sobreviene una gran preocupación por el déficit democrático de nuestro país lo cual requiere que ellos –solos o en cambote– tomen medidas de distinta clase para conseguir que la vigencia de la democracia y sus libertades inherentes se restituyan en Venezuela y también en Cuba.
Es evidente que además de la ración principista que pueda existir hay una diferencia de abordaje del tema de la clase de gobierno que en cada región atienda mejor sus intereses. Esto no es ni bueno ni malo, simplemente es así y por tanto no hay que andar creyendo que Trump es el paladín de la democracia venezolana ni el cómplice de las dictaduras musulmanas; él es simplemente el presidente de Estados Unidos y su política claramente anunciada es “America first” (Estados Unidos por delante) y de allí queda claro que Latinoamérica no es –ni de lejos– la prioridad.
No sabemos si el secretario Tillerson tiene o no dotes de diplomáticas. Sí sabemos que de poseerlas han de ser las suyas propias, porque al Departamento de Estado lo ignora olímpicamente, tanto así que lo ha convertido en un nido de frustraciones entre los funcionarios de carrera que allí laboran.
Sea como fuere, entre la visita de Pence y ahora, la situación venezolana se ha deteriorado de tal manera que amenaza en forma concreta a los vecinos y la región con los flujos emigratorios, la inacción en el tema del tráfico de estupefacientes, apoyo percibido o real a países y/o grupos subversivos y terroristas en todo el mundo (FARC, ELN, Hezbolá, Foro de Sao Paulo, Siria, Corea del Norte, etc.). Mientras tanto, el escenario latinoamericano de hoy se gestiona en un plano de la derecha o centroderecha liberal favorable a Washington como consecuencia del movimiento pendular de la historia. El cuadro para el año 2019 pudiera cambiar si llegaran a triunfar las opciones de izquierda en Brasil, donde Lula lleva el favoritismo pese a su situación procesal; Colombia, donde Petro luce bien posicionado; México, donde López Obrador se sitúa muy bien en las encuestas, etc. En consecuencia, lograr compromisos ahora y conseguir aislar a Venezuela sería más factible y naturalmente importante.
De las declaraciones y conferencias de prensa ofrecidas por Tillerson y sus anfitriones durante el periplo se deduce algún grado de entendimiento, pero es evidente que todos los jefes de Estado visitados han sido sumamente cautos en comprometerse a nada que no sea el anuncio de su preocupación por la situación venezolana y la voluntad de cooperar en la búsqueda de una solución. Como era de esperar –como siempre– todos apuestan a que las sanciones y los recursos los aporte Estados Unidos. Veremos a qué ritmo baila cada quien en la venidera Cumbre de las Américas a celebrarse en Lima los días 13 y 14 de abril.
En resumen, podemos decir que poco a poco, con acciones anunciadas o reservadas, el cerco se le cierra a Maduro & Cía., todo ello sin detenernos para analizar qué puede significar esta escisión o disolución, o simbiosis, entre un PSUV posiblemente a punto de implosión frente al engendro de los hermanos Rodríguez (Somos Venezuela) cuyo registro y legalización parece haber sido sospechosamente más fácil que las validaciones y recontrarregistros de los partidos que hasta ahora –bien o mal– han ido llevando la lucha interna en Venezuela.
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