“Que Antelme haya logrado sobrevivir al campo de concentración es inconcebible para Marguerite Duras, también para sus amigos. Moscolo se pregunta, ¿Qué lo ata a la vida? Y responde: la pasión del pensamiento. El mismo Moscolo toma la precaución de advertir a Duras por teléfono, antes de llevarlo hasta su casa, que Antelme no es más que un resto del hombre que fue”
Por NELSON RIVERA
I.
Marguerite Duras tuvo una vida-torbellino. Nació en Indochina, en 1914. Transcurrían tiempos revulsivos. Su padre era un modesto profesor de matemáticas. Hombre de ojos abatidos, murió muy pronto. La madre parecía hecha de piedra: en los dos retratos suyos que se reproducen en la biografía que Laure Adler le dedicó a Duras, su mentón es escultórico: tenso, autoritario, irrebatible. Su severidad marcó la existencia y la obra de su única hija: la señora es un motivo reiterado, latente y manifiesto, de sus ficciones. Marguerite Duras respondió a su madre a través de sus libros.
La madre provenía de una familia de campesinos pobres. Cada una de estas dos palabras, campesinos y pobres, debería disponer de su propia entidad. Llevaba consigo algo que era programa de vida, consigna, modo de soñar: instrucción. Marguerite debía instruirse para dejar atrás la pobreza (la pobreza, en Indochina, no podía superarse, sino dejarse atrás). De niña, pasa un corto tiempo en París: su primera incursión en la táctica de dejar-atrás. Vivirá en Indochina hasta los 18 años. Es la menor: tiene dos hermanos, Pierre y Paulo. No puede decirse de otra manera: aquello constituye un infierno doméstico. La madre se engarza en luchas con los vecinos, con las autoridades, con todo cuanto la rodea. La madre grita y golpea. Los hermanos se golpean entre ellos. El mayor, Pierre, apalea a Marguerite. El dinero no alcanza. La comida tampoco. El signo es lo insuficiente. La carestía crónica. Más adelante, Marguerite abandonará el apellido de su padre y adoptará el de Duras, que era el del municipio donde estaba ubicada la casa paterna.
La familia vive al borde del estallido. Marguerite hundida en el miedo. No halla un lugar en la estructura del colonialismo. No pertenece ni al mundo de los indochinos, ni al de los blancos. Muy temprano aparece su temor a la locura, del que no podrá separarse nunca. Marguerite acata la orden de instruirse. Y estudia como nadie. Sus calificaciones son milagrosas. Mientras, la madre sigue en guerra. Es víctima de engaños. Sus proyectos para dejar atrás la pobreza fallan. Sobreviven aislados. La madre oscila entre dos signos: locura y rebelión. Pierre ha cruzado el umbral. Es un sicópata sin control. Cuando regresa a casa el campo de batalla enciende sus luces rojas. En algún momento Marguerite se derrumba. La reprueban. Golpea a una maestra con una cartera.
La madre lleva a la quinceañera a vivir a una pequeña casa de huéspedes, regentada por una vieja que obliga a Marguerite a mirarla desnuda los domingos en la tarde, cuando los otros pensionistas están fuera. En su casa, en las aulas, en la pensión: siempre fuera de lugar. Incómoda. Avergonzada de su pobreza. Quizás avergonzada de sus secretos.
Los hermanos no trabajaban. La madre no conoce otro estado que el de la desesperación. Tras haber cruzado la línea de los quince años, Marguerite está en venta. La madre está dispuesta a entregarla a cambio de dinero. Por dos años se prolonga la historia con Léo. Es una relación cargada de una inexpugnable complejidad. La madre le ha dicho: puedes hacerlo todo con Léo, salvo acostarte con él. Ella lo vive como una fatalidad. Su hermano la golpea. Tras vencer la barrera, le pide dinero. Pedir se vuelve recurrente. El dinero se cambia por conquistas. Primero, tomarle la mano. Luego, besarla. Y así. De acuerdo a lo señalado en su diario, Léo solo habría podido amar a Marguerite una vez. Cuando ella regresa, la madre y el hermano la esperan. Están tensos. ¿Cuánto ha conseguido? Marguerite se hace de rogar, pero también Léo se ha hecho de rogar. Dice el diario de Duras: “Cuando sabía que lo tenía, mi madre entraba en una especie de trance”. El juego no es a dos, sino a cuatro, porque la madre y Pierre también participan. Después de entregar el dinero, todo se disuelve, incluyendo la protección: Pierre vuelve a golpearla.
“Aceptaba las bobadas de Léo. Lo aceptaba todo. A mi madre, a mi hermano mayor, las palizas. Todo. Me parecía que el único modo de salir de aquello consistía en casarme con Léo porque tenía dinero, porque con ese dinero nos iríamos a Francia y allá lo pasaríamos bien. No contemplaba la posibilidad de quedarme en Indochina porque me parecía que la vida a solas con Léo era superior a mis fuerzas”. Pero a Léo le prohíben casarse con Marguerite. La madre reacciona: pide a Léo y al padre una compensación. No se sabe si le fue concedido todo el monto que había exigido. Hay una historia sobre un diamante, que no ha podido ser corroborada (Duras se encargó, a lo largo de su vida, de versionar, afirmar y desmentir, borrar y diluir, mitificar o distorsionar, buena parte de los episodios de su vida, hasta hacerlos irreconocibles).
En 1931, en pleno verano, Marguerite, la madre y sus dos hermanos, embarcaron rumbo a Marsella. Se marchan con la idea de no regresar a Indochina. Pero la realidad resultará distinta: un año más tarde están de vuelta. Poco se sabe de lo que ocurrió ese año. Tampoco de la huella que París dejó en Marguerite. Se sabe que en las pruebas de la reválida obtuvo la mejor calificación. Más adelante contó en una entrevista que llegó a pedir dinero en las calles. Tuvo incidentes con la policía. Entregaba todo lo recaudado a su madre y a su hermano mayor. Pierre tomaba el dinero y le pegaba: la acusaba de prostituirse.
En septiembre de 1932 desembarcan, sin Pierre, que se ha quedado en Francia. La madre compra una pequeña casa en Saigón, que toma un huésped. Marguerite regresa al liceo a terminar su bachillerato. Aislada, estudiaba. Acumulaba méritos escolares. Paulo, su otro hermano, hace pequeños trabajos aquí y allá. Es un tiempo de paz relativa. Marguerite lee los Evangelios, a Spinoza y a otros filósofos. Obtiene su bachillerato en Letras, con la calificación de Notable. Marguerite Donnadieu, de 19 años, vuelve a Francia. Desembarca en Marsella el 28 de octubre de 1933. Un tren la conduce rumbo a París.
II.
Llegar a París es, a un mismo tiempo, liberador e infernal. Se encuentra con su hermano Pierre, que se ha convertido en delincuente múltiple. Marguerite viste impecablemente y dispone de dinero suficiente provisto por su madre. Su rara belleza seduce a los hombres que conoce. Salta de uno a otro. En 1935 se inscribe en la Facultad de Derecho. A los meses abandona sus estudios y se integra al Ejército de Salvación: se dedica a los más pobres. Un incendio en la pensión en la que vive produce un encuentro inesperado: Jean Lagrolet, hombre cultísimo, melancólico y aspirante a escritor, se convierte en su pareja. Con él lee a Eliot, Faulkner y Conrad. Reanuda sus estudios de Derecho, se inscribe en Ciencias Políticas, asiste a clases de matemáticas, va al cine y al teatro. Subyugada por lo dramático descubre a Shakespeare, Racine, Ibsen y Pirandello. Pronto la política de izquierdas le alcanza. También Nietszche, Kafka y Melville se hacen parte de su vida. Poco a poco logra tomar distancia de Pierre.
Entonces no lo sabe, pero los amigos que hace en aquellos tiempos, lo serán para siempre. Uno de los primeros, Georges Beauchamp, le presenta en 1936 a Robert Antelme, quien será irrenunciable en su vida. Marguerite tiene un Ford descapotable. El trío inseparable disfruta de la curiosidad y la energía que comparten. Van de excursión. Apuestan en los hipódromos. Marguerite deja a Lagrolet, que intenta suicidarse. Pronto inicia una relación con Antelme, que cambiará a lo largo de los tiempos, pero que no se romperá nunca.
Periódicamente, Marguerite recibe dinero de Saigón, donde su madre hace progresar una escuela. Todo se debate en los cafés de París, hasta la madrugada. Brillante estudiante, pronto obtiene una titulación en Ciencias Políticas. En junio de 1938 ingresa como Auxiliar en el Ministerio de las Colonias. Sus informes, de calidad fuera de lo común, deslumbran. Asciende rápido. Es designada Agregada de Prensa. Paradoja: a la simpatizante de la izquierda le corresponde, entre otras tareas, escribir un libro-propaganda que firmará otro, que se proponía legitimar la acción imperial francesa.
Antelme, incorporado a la Infantería, recibe en septiembre de 1939 un telegrama de Marguerite: le urge casarse con él. Ocurre el día 23, en la intimidad y a la carrera. Uno de los testigos de la boda era amante de Marguerite. Se casaba, quizás, para protegerse del miedo a la guerra. Tiene amigos en la izquierda y en la derecha. Durante un año trabaja en un organismo editorial, bajo la supervisión de los nazis. En 1942 pierde un hijo, lo que la sume en la culpabilidad. En 1943, año capitular, publica su primera novela, “La impudicia”, e ingresa con Antelme a la resistencia. Pero la muerte del bebé ha roto algo entre ellos.
En noviembre de 1942 había conocido a Dionys Mascolo (murió en 1997; escribió libros sobre Nietzsche y Heidegger, entre otros). La atracción fue instantánea. Por primera vez, Marguerite corta sus otras relaciones. En aquellos días recibe un telegrama de su madre, de dos palabras: Paul muerto (su hermano entrañable). Antelme, por su parte, mantiene otra relación. Cuando los dos hombres se conocen, surgirá entre ellos una hermandad que solo romperá la muerte. El tiempo demostrará que Duras convertía a sus amantes en hermanos. Antelme y Mascolo también actuaban como interlocutores literarios, pero ninguno más importante que Raymond Quenau, que se erige como el gran tutor literario de aquellos tiempos. Muchos han señalado que algunas de las corrientes profundas de la obra de Duras ya están presentes en su primera escritura: el miedo enterrado en el corazón de la niña-amante; la madre envuelta en una perversa relación con el hijo mayor; la injusticia como ley irreversible del núcleo familiar. El cambio del apellido Donadieu por el de Duras, materializa una crítica a ese orden.
Georges Beauchamp, Jacques Benet, David Rousset, Francois Mitterrand, Jean Munier, Edgar Morin y otros resistentes constituyen el entorno del activismo de Antelme-Duras. Hasta que en junio de 1944 Antelme es detenido por la Gestapo. Dos meses después será enviado a Buchenwald. Se inicia entonces una fase terrible que ella proyectará cuarenta años después en su novela El dolor.
Cuando termina la ocupación nazi de Francia, a finales de 1944, Marguerite participa en episodios de persecución, interrogatorio y tortura de colaboracionistas. Su complejidad es incesante: ama la vida que anuncia la liberación, pero no logra quitarse de encima el deseo de venganza. Vive bajo el más brutal sufrimiento, el de no saber si Antelme vive o no, si regresará o no.
III.
Vayamos a enero de 1936, cuando Jean Lagrolet, todavía pareja de Marguerite, le presenta a Robert Antelme, tres años menor que ella. Nacido en Córcega, en 1917, de familia burguesa, Antelme es un hombre refinado, que asombraba por su bondad, profundidad al pensar y su impecable economía y fluidez para expresarse. Le gustaban las artes, la política, la historia de Grecia, los viajes y la buena comida. La atracción entre Duras y Antelme ocurre sin pausa.
Antelme es excepcional. En páginas de numerosos autores franceses, invocarlo es pronunciar el nombre de un ser admirable y generoso, de buen juicio y equilibro. Claude Roy escribió que bastaba estar con él en la misma habitación, para sentir la irradiación de su humanidad. Duras: “No sé cómo decirlo. Hablaba y no hablaba. No daba consejos pero no se podía hacer nada sin su opinión. Era la inteligencia misma y aborrecía parecer inteligente al hablar”. Maurice Blanchot: “Sus palabras eran siempre las últimas, las que ninguno de nosotros lograba remontar”. Georges Beauchamp: “Es el hombre más excepcional que he conocido. Y eso que tengo ochenta años y he sido amigo de Francois Mitterrand”. Edgar Morin: “No hablaba, iluminaba”.
La pareja Duras-Lagrolet se rompe: Antelme y Duras experimentan una pasión irrenunciable. En las noches, se les encuentra en mesas donde artistas e intelectuales intentan descifrar el mundo. Comparen la pasión y la decepción por el comunismo. Cuando en el verano de 1938, Antelme se incorpora a filas, sus visiones se amplifican. En sus cartas de aquellos años, acuartelado en Ruán, Francia aparece como un viejo tótem que se desmorona irremediable.
En abril de 1939, Antelme conoce a Jacques Benet, también miembro del Regimiento de Infantería 39. Desgranan la situación de Francia y de Europa. Concluyen: el enfrentamiento con Hitler es inevitable. En septiembre de ese año, como ya se dijo, se casa con Marguerite. Toda la intelectualidad francesa siente venir la catástrofe de la guerra. En mayo de 1940, Simone de Beauvoir, escribe: “Nos hemos acostumbrado a la idea de que la sangre está para ser derramada”.
Mientras el pacifismo todavía despliega sus banderas, un lector voraz y carismático, incansable agitador de nombre Francois Mitterrand, va de un lado a otro proclamando la resistencia. Hitler ocupa París en junio de 1940. Tras arduas diligencias de su padre, Antelme logra regresar a París en septiembre. Además, tiene trabajo: redactor en la Prefectura de la Policía. Algunos amigos le reprochan su condición de funcionario de un régimen doblegado al nazismo. Pero bajo el influjo de su jefa directa, miembro de la resistencia, Antelme comienza a colaborar: retrasa la emisión de órdenes; filtra las listas de quienes están siendo investigados; destruyen las denuncias que provienen de otras instituciones del Estado francés. Cuando Jacques Benet logra evadirse del ejército, Duras y Antelme lo resguardan en su casa.
Antelme cada día toma más riesgos: hace equipo con Georges Beauchamp para rescatar paracaidistas ingleses y conducirlos hasta los caletas. El número 5 de la calle Saint-Benoit comienza a ser centro de reuniones, debates, lugar donde llevar y recibir información. El gen fanático de Duras no logra doblegar al sosiego humanista de Antelme: no rompen con los amigos que defienden el colaboracionismo. El ánimo compasivo de Robert Antelme permanece invicto, incluso cuando ambos ingresen formalmente a la Resistencia.
En mayo de 1941 Antelme renuncia a su cargo en la policía. A continuación ocupa varios cargos, una tras otro, promovido por sus méritos e inteligencia, en los Ministerios de Producción Industrial, del Interior y de Información, hasta finales de 1943. La pareja pide ingresar a la Resistencia. En el círculo entra David Rousset, que logró sobrevivir a tres campos de concentración, y que en 1946 publicó una obra fundamental, “El universo concentracionario”.
En julio de 1943, Mitterrand salta a la palestra tras su irrupción pública en un teatro, de la que logra escapar. Es el campeón de las acciones y la clandestinidad: cambia de nombre, de escondrijo, de biografía y de rutinas, mientras organiza y pone en movimiento a la Resistencia. Años más tarde, De Gaulle lo plasmó en una frase: “Era capaz de sacer una tajada para Francia, allí donde no había nada”. Resulta superior a sus rivales y se convierte en jefe de la Resistencia. La actividad de Antelme, y también de Dionys Mascolo, amante de Marguerite y más adelante padre de su hijo, adquiere proporciones cada vez más heroicas. Reclutan, roban papel y tinta para imprimir, sirven de correaje para la transmisión de los movimientos militares de Alemania, transportan armas. El 12 de marzo de 1944 los tres movimientos de la Resistencia se unen. Mitterrand es reconocido como el líder.
Llega junio. En un episodio digno del más tenso relato de misterio, Antelme es detenido. El 17 de agosto es transferido a un campo de prisioneros, desde donde partirá, en uno de los convoyes de la muerte, a Buchenwald. En un poema suyo, publicado dos meses antes de ser detenido, Antelme parece haber presentido lo que venía. En el mismo asume el sujeto de un hombre en prisión. En dos de los versos dice: “No supe hacer otra cosa que hundirme, / fue mi prueba más dura”.
IV.
Una llamada de Mitterrand, en clave, evita que Duras sea detenida. Logra escapar de su casa (“Marguerite, en su edificio hay un incendio, las llamas avanzan rápidamente, tiene diez minutos para marcharse”). Se inicia entonces la pesadilla para ambos: Antelme sometido a la experiencia del campo de concentración, Duras a la de las interminables esperas, los rumores, las falsas informaciones, los chantajes de los funcionarios. Fue en aquellos días turbulentos cuando tuvo lugar la relación entre Duras y Charles Delval, el hombre que detuvo a su marido, y que ella narró en “El dolor”, introduciendo elementos de ficción (más adelante, Moscolo tendría a su vez una relación con Paulette, la mujer de Delval).
En un primer momento, Mitterrand ordena el repliegue de Duras: no debe contactar a nadie de la Resistencia. La relación Duras-Delval se transforma en un debate entre los resistentes. No se ha aclarado si es cierto que Mitterrand autorizó a Duras a continuar con el vínculo para extraer información. Duras presiona a la Resistencia para que liquiden a Delval, pero ello no ocurre. De hecho, su deseo era que Moscolo, su amante, le asesinara. Participan en acciones de fuerza, que incluyen a Edgar Morin. Moscolo es designado gerente de “Libres”, el periódico de la Resistencia. Salvo Marguerite, todos participan en expediciones militares, subrepticios ataques que tenían lugar en las calles de Paris. Es Moscolo quien detiene a Delval, a comienzos de septiembre de 1944. Él mismo, en compañía de Mitterrand, le interroga. Días después, lo entregan a la policía (más adelante, Moscolo tendría un hijo con Paulette Delval).
La espera para Duras se vuelve insoportable. Adelgaza, grita por todo. Suzie Rousset sospecha que Duras está a punto de enloquecer. Una frase de aquellos días es suficiente: “No existo a este lado de la espera”. El 24 de abril de 1945 recibe esta noticia: hasta hace dos días, Antelme estaba vivo. De Gaulle autoriza a Mitterrand a partir a Dachau como invitado de una misión militar norteamericana. El 1 de mayo el avión despega. Mitterrand recorre un patio donde los cadáveres se amontonan. Desde un lado, una voz desfalleciente pronuncia su nombre. Se acerca. No es Antelme, sino lo que queda de Antelme. Pesa 35 kilos. Otra versión de los mismos hechos señala que un resistente, que formó parte de la expedición, habría sido quien encontró a Leroy (el nombre de Antelme en la Resistencia), encogido en el plato de una ducha. Avisan a Benet y a Mitterrand, que corren al lugar.
Los estadounidenses no permiten que Antelme suba al vuelo de retorno. Entonces Mitterrand ordena a Beauchamp que vaya a su casa, se ponga su uniforme de coronel, y se dirija a Alemania de inmediato, por carretera. Beauchamp se hace acompañar por Moscolo, quien a su vez consigue en préstamo un uniforme de teniente. En ese momento, a unos 4 kilómetros de Dachau, todavía soldados del VII Ejército de Infantería de Estados Unidos, luchaban contra los alemanes. Para ingresar al campo, Moscolo y Beauchamp deben usar máscaras anti gas. Vivos y muertos estaban mezclados en cada uno de los barracones. Entran y salen de cada una de las edificaciones. En una de las calles, se encuentran a un grupo de sobrevivientes. Leroy-Antelme, con un hilo de voz, les llama. Apenas se sostiene. Otro sobreviviente, en mejores condiciones, les indica donde hay una puerta de salida con menos vigilancia. Visten a Antelme con un uniforme de oficial y una gorra, logran introducirlo en el asiento trasero del vehículo. Viajan rumbo a la frontera con Francia. Recuerda Moscolo: “Era incapaz de permanecer callado más de unos instantes. Hablaba sin cesar. Sin tropiezos, sin levantar la voz, como bajo la presión de un manantial constante, presa de una necesidad verdaderamente inagotable de hablar todo lo posible, antes de morir, tal vez, y era manifiesto que la propia muerte ya solo le importaba en la medida en que le imponía aquella urgencia de decirlo todo”.
V.
Que Antelme haya logrado sobrevivir al campo de concentración, es inconcebible para Marguerite Duras, también para sus amigos. Moscolo se pregunta, ¿Qué lo ata a la vida? Y responde: la pasión del pensamiento. El mismo Moscolo toma la precaución de advertir a Duras por teléfono, antes de llevarlo hasta su casa, que Antelme no es más que un resto del hombre que fue. Pero esta diligencia apenas causa efecto: cuando ve el paquete de huesos que bajaron del automóvil, ella sale corriendo y se encierra en una habitación. Dos médicos traídos por Francois Mitterrand, lo examinan y anuncian la inminencia de la muerte. Duras desespera, pero atina a buscar a un dietólogo, que le salva la vida. Su desvelo resulta fundamental. Día tras día, de sol a sol, una operación milimétrica, de goteo, va arrancando el cuerpo de Antelme, de la muerte. A las cuatro semanas, el médico anuncia: se ha salvado. Una semana más tarde, Antelme sale a dar cortos paseos con David Rousset, que ha salido del campo con un peso corporal de 38 kilos.
“Eres la primera persona a la que escribo, pues quiero que puedas conservar dentro de ti, algún tiempo más, si es posible, el maravilloso sentimiento de haber salvado a un hombre”. En estas líneas de una carta que envía a Moscolo, queda sellada la amistad eterna entre el esposo y el amante de Duras. Los pensamientos de Antelme avanzan por caminos insondables: se trata, nada menos, que de la experiencia de volver a ser un hombre. Entonces, casi nadie se le acerca: los amigos entienden que necesita de silencio para renacer. Tiene que aprenderlo todo de nuevo. Antelme lucha con su depresión, pero las derrotas son frecuentes. Las historias de la depuración en Francia, lo devuelven a lo público. Argumenta: la venganza es inútil. La única venganza posible es la de las ideas, la derrota de los fanatismos. En medio de un intenso debate sobre el comunismo y sobre si militar o no en el Partido Comunista, y en un ambiente de casi unánime indiferencia hacia lo ocurrido en los campos de la muerte, Antelme escribe su testimonio. Marguerite Duras está entre las personas que han entendido. Ha entendido la dimensión del Holocausto. Su identificación con el pueblo judío alcanzó esta intensidad: “Lástima que no sea judía. Ni la escritura hará que me vuelva judía”.
En 1947, Antelme publica “La especie humana”, dedicado a Marie-Louise, su hermana asesinada en Buchenwald. Tendría que esperar a la segunda edición, en 1957, para que los especialistas y el público descubrieran la enormidad de su contenido. En el prólogo, Antelme anuncia la desmesura de lo que se propone: reconocer la desproporción entre sufrimiento y el poder de las palabras para nombrarlo. Cito a Christophe Bident: “Cuando George Perec aboga por un nuevo realismo y cita, todas las veces, como ejemplo el libro de Antelme, La especie humana, subraya la complejidad de la relación abstracta del lenguaje con la experiencia, de la literatura con el testimonio, de la sensibilidad con la Historia, del compromiso con la militancia”.
Antelme registra los movimientos de lo humano. Las conductas, los pensamientos, las sensaciones. No se le escapa el mundo material, tampoco la persistencia de lo natural. Él mismo es un sufriente, que mantiene activa su mente reconociendo el sufrimiento de los otros. Mientras muere, ve morir a los demás. Su lucidez se conserva casi inquebrantable: “El cuerpo está solo, con la fiebre. No hay nada que hacer. Sólo se puede mirar cómo actúa la fiebre. Se la deja hacer, pero uno no puede quedarse ante él. Resulta tan insoportable como un hombre hundiéndose en el agua”.
Maurice Blanchot lo ha sugerido: “La especie humana” responde a la pregunta de quién es el Otro. Su reflexión se proyecta hasta los límites: el hombre tiene la capacidad de matar a otro hombre, pero no puede transformarlo en algo distinto. El campo de la muerte conduce al hombre a otro límite: a un estado de creciente despojo de su dignidad, de su habla, de cualquier forma de afirmación. La destrucción llega a un punto donde no puede más: no le es posible matar la condición infinita del ser humano. Puede torturar al cuerpo, pero no puede erradicar el-sentimiento-último-de-pertenencia-a-la-especie-humana. El ser vencido, liquidado, contiene una presencia. Es presencia. Y esa presencia constituye, por sí, más que un juicio, la denuncia, la deslegitimación del poder del poderoso. El dolor de Antelme, pero también su atisbo, su posible conciliación, lo que ese dolor salva, se refieren a la especie. Incluso cuando señala el carácter personal e intransferible de la solidaridad real, habla de la condición humana: hay quien la tiene, hay quien no la lleva consigo. No hay acusación en ello. Hay reconocimiento. Puro y concreto reconocimiento. Su dolor no está restringido a las víctimas, sino al conjunto de la especie.
VI.
Vuelvo ahora a Duras: cuatro décadas más tarde de este renacimiento, en 1985 epublica “El dolor”, novela basada en la experiencia de esperar a Robert Antelme. Dividida en dos secciones, la primera es un capítulo memorable de la narrativa de la espera. Páginas y páginas que destilan la angustia de la ansiedad expectante. El dolor que Duras examina hasta en sus más recónditos pliegues, es el del propio sufrimiento. El dolor de sí. Más allá de las dos cuestiones que ha suscitado la lectura de esta novela —cuánto de realidad y cuánto de invención contiene; y las relativas a las condiciones en las que Duras escribió esta novela, pues se trata de una de sus etapas de apogeo alcohólico—, hay que decir: puestos uno al lado del otro, es decir, confrontados, “La especie humana” y “El dolor”, son, en un sentido, indisociables, pero en otro, son proyecciones que se dirigen a extremos diferenciados.
A pesar de que han transcurrido cuatro décadas de los hechos que lo originaron, el sufrimiento sigue vivo, intocado. Se lee “El dolor” y se presiente la figura de un narrador hecho ovillo. Figuración de lo vulnerable. Voz a quien el paso de los años no ha curado. Como si tratase de una herida que no mata, pero que tampoco cierra. Lo que se expresa en el libro, es el daño irreparable. Es tal su fuerza, que cuando la víctima recapitula, no puede evitar volver a sufrir (quizás por eso Duras tardó cuarenta años en volver a este capítulo imposible de su vida). La proyección de “El dolor” es centrípeta: su torbellino viaja hacia sí mismo. Indaga en su propia conformación. Su dolor genera una energía que la empuja a ir más adentro. Duras lucha por salvarse —por no enloquecer— hurgando en sí misma.
Antelme opera en sentido inverso: en cuanto se acepta como un sufriente, algo le impulsa a mirar a su alrededor. Como si su conciencia se activara más allá de sí mismo, observa, actúa, se pone en movimiento. El pensamiento adquiere una dimensión vivificante. No solo registra cuanto le rodea con total minuciosidad, sino que su espíritu logra sobrevivir en medio de la atrocidad. Hay algo en él que es casi sobrehumano: una lucidez que se mantiene a flote, aun cuando su cuerpo continúa su hundimiento. El sufrimiento de Antelme proyecta su mirada a cuento le rodea: es centrífugo. Depauperado, entiende que las posibilidades últimas de vida están fuera de sí: en el reconocimiento de la Especie Humana.
Copio a continuación dos párrafos, para que el lector pueda meditar en estas conclusivas palabras de Robert Antelme: “No creemos que los héroes que conocemos, de la historia o de la literatura, aunque hayan clamado al amor, a la soledad, a la angustia del ser o del no ser, a la venganza, aunque se hayan rebelado en contra de la injusticia, contra la humillación, se hayan visto obligados a expresar, como única y última reivindicación, un último sentimiento de pertenencia a la especie.
Decir que entonces nos sentíamos impugnados como hombres, como miembros de la especie, puede parecer un sentimiento retrospectivo, una explicación posterior. Sin embargo, eso es lo que vivimos de forma más inmediata y percibimos constantemente. Y, por otra parte, eso es exactamente lo que desearon los otros. El hecho de cuestionarse la cualidad de hombre provoca una reivindicación casi biológica de pertenencia a la especie humana. Más tarde sirve para meditar sobre los límites de esta especie, sobre su distancia de la ‘naturaleza’ y su relación con ella, por tanto sobre cierta soledad de la especie y, en fin, sirve sobre todo para concebir una visión clara de unidad indivisible”.
*Marguerite Duras. Laura Adler. Traducción: Thomas Kauf. Editorial Anagrama, España, 2000.
*El dolor, Marguerite Duras. Traducción: Adalber Salas Hernández.
*Cuadernos de la guerra. Marguerite Duras. Traducción: María Condor Orduña. Tusquets Editores. España, 2024. bid&co editor, Venezuela, 2014.
*La especie humana. Robert Antelme. Traducción: Trinidad Richelet. Arena Libros, España, 2001.
*Reconocimientos. Antelme, Blanchot, Deleuze. Christophe Bident. Traducción: Isidro Herrera. Arena Libros, España, 2006.
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