Por JUAN PABLO GÓMEZ COVA
El evento tuvo lugar en las afueras de Madrid, en Casa de Campo, el 12 de febrero de 1855, por la mañana. Un frío gélido y los nervios inmovilizaban las extremidades de un joven insensato; está cumpliendo con un compromiso ineludible: duelo con pistola ante un adversario experto. Este joven insensato, de veintiún años, es Pedro Antonio de Alarcón, uno de esos escritores cuya obra terminó siendo la transición meridiana entre romanticismo y realismo. El oponente es un venezolano, descendiente del poeta Francisco de Quevedo, escritor y poeta, cercano a Zorrilla y, sobre todo, a la reina Isabel II. Su nombre: José Heriberto García de Quevedo. Los dos habían sostenido un duelo periodístico candente, pero el encono había llegado a ese punto en que las palabras ya no son suficientes. García de Quevedo lo desafía públicamente, casi con complacencia. Para él, las invectivas vertidas por Alarcón en prensa contra la reina fueron la gota que rebosaba el vaso.
Alarcón era liberal, anticlerical, antimonárquico, romántico y republicano. García de Quevedo era conservador, monárquico, devoto, apasionado del orden y del sistema. Nacido en Coro, en pleno fragor independentista, su familia —realista furibunda— había huido despavorida de ese cataclismo anárquico y se había radicado en Puerto Rico, primero, y años después en España, donde recibió una esmerada y calibrada educación. Para los García de Quevedo, Venezuela había pasado de ser una provincia idílica y apacible a un incomprensible territorio apocalíptico. Siempre identificado con los intereses burgueses, el vástago manifestó con sagaz lucidez su moderación ideológica. Que llegase un chico malvestido y rebelde a insultar a la reina le pareció una afrenta personal. No hay alternativas: su deber era aleccionarlo.
Alarcón disparó primero y erró el tiro. Entonces, García de Quevedo preparó su arma, apuntó y, con graciosa bondad, disparó deliberadamente lejos del objetivo. Alarcón se sintió muerto y cuando se percató de la hidalguía de su contrincante, su espíritu se había transformado. Había adquirido una súbita madurez. El propio Alarcón confesó: “Tan cierto es que aquel día acaeció algo muy grave en mi corazón y en mi inteligencia que, desde entonces, hasta que volví a publicar una idea política, ¡dejé pasar nueve años! Toda mi juventud.”
La reina agradeció a García de Quevedo los servicios prestados nombrándolo Cónsul General de España en la República de Venezuela. Tal vez supuso que a su gallardo defensor le hacía ilusión representar los resabios imperiales del hispanismo en su tierra de origen. García de Quevedo llegó a Venezuela a finales del terrible monagato y fue testigo de los albores de un nuevo cataclismo: la absurda Guerra Federal. Es fácil imaginarlo cerrando los ojos y suspirando ante tal cúmulo de despropósitos. Sin embargo, sus funciones fueron muy dignas y expresó por escrito su estupor ante la exuberante belleza de Caracas. Años después, una bala perdida lo alcanzó mientras daba pasos de flâneur durante la revuelta de la Comuna de París. Murió pocos días después. Su obra literaria no supera la calidad novelesca de su vida.
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