Apóyanos

DESHIERBE. Apuntes sobre «Lo que hace el tiempo», de Yolanda Pantin

“Todo el libro conforma una narración, un viaje épico por los recuerdos y anécdotas que narra bajo el ropaje del poema depurado, prístino. Yolanda recorre los senderos de su nostalgia, el país íntimo, al que siempre se desea retornar. Comprime, así, el deseo de toda una nación que no cree ya en historias de hadas, donde los ogros conducen el destino”

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“Minutero” es el texto poética de este nuevo libro de Yolanda Pantin. Y quizás del anterior, Bellas ficciones (2016). Mas como está inserto en este reciente conjunto, nos limitamos a advertirlo como carta de navegación del más reciente Premio Casa de América de Poesía Americana.

Como bien ha advertido un lector, tanto este como su libro anterior están muy emparentados. Yo diría más, todo libro de cada autor mantiene una comunicación directa con el resto de su obra. Sin embargo, creo entender que el lector se refería a la temática y la forma de presentarla. Acá, insistimos, es la forma lo que los une.

El libro (y el anterior) se resguardan en la memoria, en la añoranza. La infancia (Casa o lobo, 1981), Turmero, la familia. Las cosas simples, la imagen escondida en la habitación de los trastos de la mente, aquello que nos identifica como universo particular. Pero comparten también un proceso en la poesía de Yolanda que ha venido decantándose. Limpiándose. No es que antes no haya sido así, pero es sorprendente cómo se aprecia ese “deshierbe” que anunciamos en el título de la presente reseña. La limpieza ya no se limita solo al lenguaje, sino que se busca un cierto estado de pureza en la imagen.

Debemos entender que por imagen se comprende cualquier cosa que sirva de tal y no solo en su sentido de lo figurativo. Así, una idea también es imagen. Nos referimos al elemento nuclear del poema. El poema al que hicimos referencia al comienzo es el siguiente:

Minutero

Parte de mi rutina

en las mañanas

es sentarme

en un taburete

para arrancar

con las manos

una hierba

que cunde

y no se acaba.

Es mala

y sin embargo

distrae del minutero.

En esas ando. Nada

que tenga sentido

ni más allá,

la menor trascendencia”.

La hablante describe su rutina, su día a día durante las mañanas. La actividad repetitiva que abstrae, que te aleja de los pensamientos que vagan, pues el acto mecánico permite eso. A fin de cuentas, es esta actividad un ejercicio de meditación. El desbrozar, deshierbar, remite al acto de limpiar. Pulir la línea, rescatar la imagen de los hierbajos que la rodean. Quitar los parásitos que terminarán por ahogarla y desviarla de su sentido primigenio.

En La canción fría (1989), ya acusábamos este trabajo. Textos de naturaleza que parecía lejana a lo que tradicionalmente se entendía por poema, hacían su aparición. Esto también ha podido observarse en otros libros como El cielo de París (1989), o en Los bajos sentimientos (1993), por ejemplo.

Es, justamente, en La canción fría donde encontramos un poema muy particular: “Poema de las dos cabezas”. Este texto ofrece un sustrato narrativo preponderante y, al final, un breve diálogo en voces ficcionales: un psicoanalista (o un psiquiatra) y su paciente, le escuchamos alguna vez a la autora. Sol Cuello Cortado representaría a la paciente y Cabeza Soberbia al analista. Acá, en Lo que hace el tiempo, volvemos a observar este diálogo, sumido en otra circunstancia y seguramente con otros dialogantes: “Las mitades”. No es otra cosa que el diálogo consigo mismo, la interpelación y la respuesta de una misma entidad. Las dos mitades, la mitad que se intenta ver a sí misma y la mitad siniestra, que proviene de la oscuridad de la conciencia. (Lo oscuro acá no tiene sentido negativo).

Un poeta siempre está escribiendo el mismo poema, se ha dicho ya varias veces. Gerbasi estuvo buscando durante toda su vida (su obra) la “luz de los conejos”. Crespo, la blancura o el vacío, la aridez de sus imágenes. Ramos Sucre, el poema en los escombros de la narración, la vida en el sueño que constituye el insomnio. Yolanda (o la hablante en que se transmuta) se persigue a sí misma. Este regreso a lo añorado, a lo familiar, al “paisaje” de la infancia, a lo que la constituye como ser humano, es un hilo cierto que seguir para hallar la salida del laberinto que ella es y que somos sus lectores.

Este reciente tomo de Pantin está conformado por cincuenta y dos textos, dividido en cuatro partes, numeradas del 1 al 4 como indicadores de los acápites, más el escrito final, “El corneto”, indicado en la parte que titula “La hora del cuento”. En realidad todo el libro conforma una narración, un viaje épico por los recuerdos y las anécdotas que narra bajo el ropaje del poema depurado, prístino. Yolanda recorre los senderos de su nostalgia, el país íntimo, al que siempre se desea retornar. Comprime, así, el deseo de toda una nación que no cree ya en historias de hadas, donde los ogros conducen el destino de los seres que allí conviven.

En la soledad, en el encuentro consigo mismo, el hombre se topa con la belleza, pero también con el dolor de la ingrimitud. Con el vacío de su existencia, pero también con su razón de vivir. Este libro de Yolanda Pantin, es una muestra de ello. Lo saludamos y deseamos a su autora nos siga otorgando mucha tinta amable más.

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