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El apagón de Cuba: realidad y metáfora del fracaso

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La Habana

Foto: AFP

 

Como millones de personas en el mundo, he visto en noticieros y en decenas de breves videos que circulan por las redes sociales, las desoladoras tomas hechas por periodistas o por simples ciudadanos en Cuba, del territorio fundido en la oscuridad, tras el apagón total que se produjo el domingo 20 de octubre. 

Me apresuro a recordar al lector que, en realidad, se trata de un colapso anunciado: desde comienzos de 2024, entre 40 y 50% de la población, aproximadamente, padece cortes eléctricos inesperados o programas de racionamiento, de forma recurrente. A lo largo de este año, una y otra vez, ciudades enteras han quedado sin el servicio, a veces, por más de 24 horas. El día que escribo este artículo, el viernes 25 de octubre en la mañana, todavía la dictadura no ha logrado restablecer plenamente la corriente y hay zonas de la isla que tienen más de una semana sin luz.

En las tomas hechas en hogares o en las calles, no solo está el aspecto noticioso de la cuestión: el colapso sin atenuantes del servicio, el súbito oscurecimiento de la cotidianidad, la suspensión general de las actividades, incluidas cuestiones vitales como las emergencias hospitalarias, la operación de las instituciones públicas o la cancelación de las actividades educativas. También están, sorteando el miedo a la estructura represiva del régimen, las denuncias: la comida que se pudre en las neveras apagadas o la imposibilidad de conseguir algún alimento que comprar o de comunicarse con la familia y los amigos. Personas con mucho coraje se plantan ante las cámaras de sus móviles y hablan de hartazgo, expresan su desesperación sin eufemismos. Se arriesgan a padecer más adelante las consecuencias de protestar y repetir a viva voz lo que el régimen, otra vez, quiere silenciar. Levantar la voz en Cuba equivale nada menos que a desafiar a la dictadura castrista. 

Sin embargo, quiero decir aquí que, aunque se trate de hechos que conocemos, que muchos hemos visto en repetidas ocasiones, hechos de los que tenemos noticias recurrentes, una vez más me resultan sorprendentes y agobiantes las escenas del empobrecimiento crónico de la sociedad y la nación cubana: los cuerpos marcados por el hambre de años y décadas, las viviendas y comercios en un estado calamitoso de semirruinas, objetos, vestimentas, vehículos y aparatos del hogar que parecen supervivencias de otro tiempo. 

¿Adónde nos remiten estos paisajes del empobrecimiento crónico? A un mismo lugar: a las evidencias de un fracaso de tal envergadura, que ha alcanzado un punto en que no encuentra un modo de salir, de comenzar a mover las piezas del tablero para que las cosas cambien, para que la vida de los cubanos sea mejor, inscrita en una perspectiva de esperanza y progreso. 

Cuando, por enésima vez, el alto mando de la dictadura aparece para repetir que la culpa de la debacle eléctrica es del bloqueo ejecutado por Estados Unidos, en realidad lo que pasa es que se está añadiendo un acta más al expediente del fracaso. De un fracaso crónico, una costra mental extendida, rutinaria, vacua, patética y denigrante que se ha prolongado por 65 años. 65 años repitiendo que la culpa es del bloqueo. 

De lo que se trata es de que en 65 años la revolución cubana no ha logrado producir ni un cambio efectivo o de significación para beneficio de la sociedad. Lo que sí le ha producido, en cantidades ingentes, son campañas propagandísticas y de mentiras que han calado en amplios sectores de América Latina. Y ha creado una estructura policial y militar que, aunque degradada y corrupta, se mantiene activa en la única política de Estado que funciona en Cuba, que es la de espiar, detener, castigar a quienes protestan, reprimir con violencia desproporcionada, apresar y encerrar a personas por exigir una vida más digna, no condenada a la condición de miseria irremediable, como si ese fuese el único modelo de vida posible.

El apagón de Cuba tiene una cualidad metafórica, cuya potencia irradia hacia toda América Latina: ¿qué pasa en nuestro continente, donde los esfuerzos por mejorar el funcionamiento de las cosas -la productividad y la generación de empleo, la operatividad del Estado y los servicios públicos, la calidad de la educación y de los sistemas de salud-, no son extendidos sino excepcionales y, la mayoría de las veces, no logran consolidarse con el paso de los años?

¿Qué pasa, repito, qué nos pasa, que todavía escuchamos cantos de sirenas de la izquierda o los populismos, y votamos a candidatos que surgen con propósitos destructivos? ¿Qué nos pasa que no logramos que nuestras instituciones superen la precariedad promedio? ¿Por qué no tenemos ni un país en el continente que haya logrado sostener un programa de políticas públicas, sin que la ruindad de las prácticas políticas lo haya acabado, hasta sumar un nuevo fracaso? ¿Acaso, en alguna medida y proyección, el apagón de Cuba no metaforiza también esa imposibilidad, esa impotencia, ese recurrente desacierto, ese reiterado empezar de nuevo, esa dificultad estructural para encontrar soluciones a nuestros grandes problemas -como el de las pobrezas irresolubles en todos los países-, y así abrir un campo de nuevas posibilidades de desarrollo humano y social? 

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