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Emir Rodríguez Monegal y la CIA. Coros que ensordecen

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Memorable reconstrucción de los hechos que rodearon la creación y primera época de la revista Mundo Nuevo, a cargo del crítico literario Emir Rodríguez Monegal (1921-1985), nos devuelve a la cuestión de cómo la polarización política puede ejercer presiones muchas veces insalvables. El texto que sigue fue publicado originalmente en la edición número 18 de la Revista de la Biblioteca Nacional de Uruguay (2022), que contiene un notable homenaje al fundamental crítico literario uruguayo

Por HUGO FONTANA

A fines de 1965 Emir Rodríguez Monegal partió desde Montevideo rumbo a París. Llevaba como objetivo fundar una revista que diera cuenta de las nuevas voces de la literatura latinoamericana, y que además consolidara un canon con algunos escritores ya consagrados en el continente, pero apenas conocidos en Europa. Su intención era también la de transformarse en vocero y guía de un nuevo corpus narrativo, como ya lo había hecho en su país desde la jefatura de las páginas literarias del semanario Marcha y la llamada Generación del 45 que él mismo integraba. 

La propuesta de crear una revista que habría de llamarse Mundo Nuevo se la había hecho el editor valenciano Benito Milla, quien a su vez lo había puesto en contacto con el belga Luis Mercier-Vega, responsable del Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI) con sede en la capital francesa, un organismo recientemente creado, dependiente del Congreso por la Libertad en la Cultura. 

Hasta entonces Milla había sido protagonista de una vida azarosa: nacido en Villena en 1918, antes de cumplir veinte años había integrado la legendaria Columna Durruti en los inicios de la Revolución española. Tras el triunfo de Francisco Franco, había comenzado un intrincado periplo que lo llevó a Francia, donde editó algunas publicaciones de sesgo anarquista, luego a otros destinos europeos y finalmente a Buenos Aires en 1949, adonde llegó con uno de sus grandes amigos, el escritor José Carmona Blanco. Pero ninguno de los dos se adaptó al gobierno de Juan Domingo Perón y en 1951 llegaron a Uruguay. 

Poco después Milla instaló una mesa en la plaza Libertad de Montevideo, donde vendía libros nuevos y usados. Poco a poco fue formando una clientela numerosa y fiel: era un hombre culto que sabía aconsejar a sus compradores y a veces conseguía títulos difíciles de encontrar. En 1954 colaboró con Cénit, una revista que los anarquistas españoles publicaban en Francia bajo la dirección de Federica Montseny, y ese mismo año, con ayuda de algunos amigos, logró establecerse en un pequeño local de la calle Ciudadela, a unos pasos de la plaza Independencia, y abrió la librería Alfa. Pronto, y a semejanza de las interminables tertulias que antes de la guerra eran frecuentes en Barcelona o en Madrid, el negocio se convirtió en un centro de reunión de lectores, escritores y exiliados que debatían durante horas sobre libros, autores, obras completas y revoluciones truncas. 

Ya entre enero de 1951 y octubre de 1952 intentó su primera experiencia editorial en Uruguay publicando cuatro números de la revista Cuadernos Internacionales, en la que colaboraron entre otros Hans Magnus Enzensberger, Herbert Read, Eugen Relgis, Max Nettlau y su amigo personal Albert Camus, a quien había conocido en París y con quien se carteaba con frecuencia. La tentativa fue breve pero la perseverancia de Milla era formidable: entre 1956 y 1961 publicó dieciséis números de Deslinde, a cuya plantilla se incorporaron nombres como los de Ernesto Sábato, Juan Goytisolo, Octavio Paz, Mario Benedetti y Rodríguez Monegal; hizo luego un tercer intento con Letras 62, de la que aparecieron solo dos números; entre 1963 y 1964 financió tres entregas de la revista Número, y entre 1965 y 1968 editó quince números de la revista Temas, a la que se agregaron nuevos colaboradores como Luce Fabbri, Günter Grass, Umberto Eco, Arnold Toynbee y Susan Sontag, otros integrantes del 45 y algunos jóvenes autores uruguayos, y en cuyo diseño gráfico y contenidos se inspiraría Mundo Nuevo

Con el tiempo Alfa se convirtió también en marca editorial, con la publicación de libros de Eduardo Acevedo Díaz, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Mario Arregui, Cristina Peri Rossi, Eduardo Galeano y muchos escritores españoles, entre ellos José Peirats (Los anarquistas en la crisis política española). En 1960 el crítico Ángel Rama dirigió una efímera colección de autores uruguayos, Letras de Hoy, pero los temperamentos de Milla y de Rama eran incompatibles, y este último se separó para fundar un nuevo sello, Arca. A fines de los 50 Milla intervino junto a la poeta Nancy Bacelo en la creación de la Feria de Libros y Grabados, cuya primera edición tuvo lugar en la explanada del Teatro Solís. Y en 1964 fundó el Centro Uruguayo para la Promoción Cultural (CUPC) a instancias de Mercier-Vega. 

Mercier-Vega era el seudónimo de Charles Cortvrint; nacido en Bélgica en 1914, casi toda su vida política se había desarrollado en Francia. En 1936 viajó a España y se enroló en la Columna Durruti, en donde aprendió a odiar con igual intensidad al franquismo y al estalinismo. A fines de 1939, perseguido por las policías española y francesa —y seguramente también por las checas—, logró retornar a Bruselas y poco después adquirió el don del destino múltiple: Marsella, Amberes, Buenos Aires, Santiago de Chile, Brazzaville, Beirut o de nuevo París. Colaboró en revistas anarquistas, escribió libros sobre la situación política en América Latina, y en los cincuenta adhirió a una Hugo Fontana pequeña organización, Amis de la liberté, que también respondía al Congreso por la Libertad de la Cultura. 

De todo este largo itinerario conservó enemigos y amigos, entre estos últimos a Milla, a quien convenció para que se uniera a algunos proyectos editoriales que venía planificando desde París. Estaba preocupado por la arrolladora influencia de la Revolución cubana entre la intelectualidad de América Latina, pero mucho más por la sovietización que Fidel Castro estaba imponiendo en la isla. La persecución a los anarquistas cubanos y la extraña muerte de Camilo Cienfuegos le recordaban lo ocurrido en mayo del 37 en Barcelona, cuando los comunistas habían salido a la caza de los integrantes del POUM trotskista, de la FAI y de la CNT anarquista. Estaba convencido de la necesidad de publicaciones que dieran cuenta de la creación literaria en el continente, más allá de funcionalismos y alineaciones ideológicas, y que permitieran fundar espacios de debate ante el avance de las ortodoxias. 

El Congreso

Pero toda esa historia había comenzado tiempo antes. El 26 de junio de 1950, un año después de que a instancias de la Unión Soviética se fundara el Movimiento Mundial de Partidarios de la Paz, se creó a modo de respuesta en Berlín Oeste el Congreso por la Libertad de la Cultura. Al primer encuentro concurrieron, entre otros, Karl Jaspers, John Dewey, Bertrand Russell, André Malraux, Raymond Aron, Benedetto Croce, Arthur Koestler, Carson McCullers y Tennessee Williams. Los intelectuales, en uno y otro bando, a sabiendas o no, convencidos o no, empezaban a ponerse al servicio de la Guerra Fría. 

Uno de los primeros pasos del Congreso fue constituir un secretariado al que se le encargó la gestión de las actividades. A su frente estaba Michael Josselson, funcionario de la recién creada Agencia Central de Inteligencia, más conocida como CIA, quien se desempeñaría en el cargo hasta su renuncia en 1967, cuando el papel de la Agencia en el Congreso quedó al desnudo. Josselson había nacido en 1908 en Estonia y era un políglota capaz de llevar adelante un intenso trabajo con un buen número de intelectuales europeos, manteniéndolos unidos y organizados. 

En su apogeo —contó la periodista inglesa Frances Stonor Saunders en su libro La CIA y la guerra fría cultural—, el Congreso por la Libertad de la Cultura tenía o cinas en treinta y cinco países, empleó a docenas de funcionarios, publicó más de veinte revistas, realizó exhibiciones de arte, fue propietario de un servicio de noticias, organizó conferencias internacionales de alto perfil y premió a músicos y artistas. Su misión era alejar a la intelectualidad de Europa occidental de su fascinación persistente con el marxismo y el comunismo. Su membresía incluía un grupo variado de antiguos radicales e intelectuales de izquierda cuya fe en el marxismo y el comunismo había sido destruida por la evidencia del totalitarismo estalinista. 

La CIA —escribe Stonor—, bajo la fachada del Congreso y otras organizaciones “libres” e independientes, inundó Europa de libros, cantantes, orquestas y arte en general procedente de EE UU; incluso, ayudaron a financiar el éxito del Expresionismo Abstracto —los extravagantes y anárquicos lienzos de Jackson Pollock y la Escuela de Nueva York— con presentaciones en las galerías del mundo, a la manera de un grupo de agitadores enfrentados al arte viejo y convencional, perfecta promoción para una nación que toleraba la libertad de expresión en la misma medida en que la Unión Soviética la odiaba. También la CIA pagó los costos de producción de las adaptaciones de los clásicos de George Orwell Rebelión en la granja y 1984 […] La presencia de la CIA condicionó la dirección ideológica de las películas inspiradas en ambas obras, de manera que después de su muerte, Orwell, el gran enemigo de la propaganda, fue expuesto a las evasiones y decepciones de la misma. 

Por su parte, la académica argentina María Eugenia Mudrovcic, en su libro Mundo Nuevo. Cultura y Guerra Fría en la década del 60, sostiene que “la historia política del Congreso se divide en tres etapas o períodos más o menos definidos: un período de consolidación (1950-1958), uno de expansión (1958-1964) y un último de retracción (1964-1968)”, hasta desaparecer silenciosamente a fines de la década de los setenta. 

En 1953 el Congreso comenzó a publicar en París la revista bimensual Cuadernos, enfocada a España y América Latina, de la que sería director el extrotskista Julián Gorkin y en la que colaboraron entre otros Rómulo Gallegos, Germán Arciniegas, Salvador de Madariaga, Alfonso Reyes y Emilio Frugoni. Durante años sus principales firmas provinieron de dentro y fuera de la España aún herida por el franquismo y el estalinismo. Pero Cuadernos, bajo sospecha de ser financiada por dineros provenientes de fundaciones yanquis y sin una postura clara ante el apoyo de EE UU a las dictaduras latinoamericanas, terminó languideciendo en un mar de inconsistencias y finalmente se dejó de editar a mediados de 1965. 

Entre tanto, en 1952, el historiador y economista Richard Bissell fue nombrado presidente de la Fundación Ford, que subsidiaba desde el año de su creación, 1936, proyectos científicos y artísticos, entre ellos algunos de los desarrollados por el Congreso. El desempeño de Bissell fue breve, apenas un par de años, suficientes sin embargo para que la Fundación fuera considerada “vanguardia del pensamiento de la Guerra Fría”. Tras ser reclutado por el director de la CIA, Allen Dulles, Bissell cambiaría radicalmente de rubro: de la filantropía humanista pasaría al diseño de planes para desarrollar el avión espía U-2, y desde fines de los cincuenta supervisaría actividades contra Jacobo Arbenz, Patrice Lumumba, Rafael Leónidas Trujillo y el vietnamita Ngo Dinh Diem, aunque su objetivo central era Castro y la planificación de una invasión a Cuba por Bahía de Cochinos. 

A lo largo de los cincuenta y de los primeros sesenta, los lazos entre la Fundación Ford, que ya en aquel entonces manejaba un fondo de tres mil millones de dólares, y la CIA, se hicieron cada vez más estrechos, aunque siempre secretos. En 1960 la Fundación fue la encargada de proveer el 50% del presupuesto del Congreso por la Libertad de la Cultura. Si esos lazos se hubieran hecho públicos, los objetivos de ambos organismos se habrían desarticulado y hubieran puesto a sus colaboradores en serios aprietos. El Congreso tomó conciencia de que sus vínculos con América Latina habían sido decididamente pobres, por lo que resultaba necesario un nuevo relacionamiento enmarcado en una reorganización general de actividades. Contactados el sociólogo uruguayo Aldo Solari y Benito Milla, el Congreso organizó dos reuniones, la primera en Río en 1964 y la segunda al año siguiente en Montevideo. En algunas áreas los cambios fueron drásticos, entre ellos el cierre de Cuadernos y la decisión de editar otra revista capaz de convertirse en vocera de la nueva narrativa latinoamericana. 

El estado más calmo

En la segunda mitad de 1965 el ILARI le propone a Rodríguez Monegal, a través de Milla, dirigir la nueva revista. La primera condición que Emir establece es que la sede esté en París, porque “desde muchos puntos de vista, que van desde una privilegiada posición geográfica hasta la actitud de Francia frente al Tercer Mundo, es hoy un centro internacional de indudable jerarquía”, según explicaría luego en una entrevista. 

Es, asimismo, un lugar al que acuden regularmente los más notables escritores y artistas de toda América Latina. La circulación de ideas y puntos de vista, y la actividad creadora de los latinoamericanos, es enorme aquí. Ninguna capital latinoamericana ofrece desde estos puntos de vista tales ventajas y, por otra parte, casi todas tienen graves inconvenientes, sobre todo de orden político por la existencia de distintas formas de censura a la actividad intelectual. 

Cuando llega a París, Rodríguez Monegal ya ha recorrido buena parte de América Latina contactando a intelectuales y a otras revistas, buscando apoyo y colaboración. Debe preparar la salida de Mundo Nuevo para mediados del siguiente año, pero antes debe resolver múltiples detalles. Uno de los problemas que afrontó casi de inmediato, tras haber invitado a los escritores cubanos, fue la negativa del poeta Roberto Fernández Retamar, por entonces director de la revista de Casa de las Américas. El 1 de noviembre de 1965 Emir le escribió aclarándole que entre “las cosas que he especificado con toda claridad, deletreándolas, está la colaboración de intelectuales cubanos”. Pero Fernández Retamar le contestó que temía que hubiera sido sorprendido en su buena fe, “de la que no tengo por qué dudar”. 

¿O debemos creer que el imperialismo norteamericano, al margen de ciertas hazañas en el Congo, en Vietnam o en Santo Domingo, se ha entregado de repente al patrocinio desinteresado de las puras tareas del espíritu en el mundo, sobre todo en nuestro mundo, y te envían a París para darle a la América Latina la revista que su literatura requiere? 

En nueva carta fechada el 29 de diciembre Emir insistió: 

querido Roberto: muchas gracias por tu carta, amistosa y franca. Aunque no te pedía consejo, me alegro que me lo des. Eso sí: lamento que tanto tú como tus compañeros de la Casa de las Américas hayan tomado la decisión en lo que se refiere a no colaborar en mi revista. Comprendo que no sea nada fácil, en una posición militante como la de ustedes, aceptar posiciones como la mía. Pero creo que tus conclusiones sobre la nueva revista se basan en presupuestos que no son exactos. En primer lugar, el Congreso por la Libertad de la Cultura no es un organismo dependiente del Departamento de Estado, ni apoya sistemáticamente la política, exterior o interior, de los Estados Unidos… En segundo lugar, tú crees que el Instituto Latinoamericano que auspiciará mi revista es un órgano oficial del Congreso. Esto tampoco es cierto… La política anticomunista de hace algunos años —que no solo era repudiada por los comunistas— ya no tiene razón de ser. En tercer lugar, y esto ya es estrictamente personal, si he aceptado dirigir esta revista es porque se me ha garantizado libertad de acción. La dirigiré en tanto conserve esa libertad. Mis condiciones son muy claras y explícitas en este sentido. Precisamente porque quiero tener libertad de acción es que he buscado reunir en mi revista a todos los intelectuales latinoamericanos o extranjeros que tengan algo valioso que decir, sin exclusiones de tipo maccarthista, ya sea del maccarthismo yankee, de tan horrible recuerdo, o del maccarthismo avant la lettre que practicó con tanta ferocidad Stalin en sus buenos tiempos y siguen practicando sus secuaces… 

Emir intentó viajar a la isla en febrero de 1966 pero, aun con la intermediación de algunos intelectuales cubanos, le fue negada la visa. Fernández Re tamar envió la correspondencia mantenida a varios órganos de prensa, entre ellos al semanario Marcha, donde Rama, enfrentado a Emir desde muchos años antes, publicó las cartas. “Quiero ver a los escritores cubanos y ofrecer les la revista en la forma más cordial posible”, escribió Rodríguez Monegal a Milla el 14 de febrero de 1966. “Si no quieren colaborar, entonces quedará bien claro que son ellos los maccarthistas y no nosotros. Cualquiera que sea Hugo Fontana el resultado, le puedo asegurar, querido Don Benito, que me encuentro en el estado más calmo y beatífico imaginable”. 

El 24 de mayo de 1966 Emir le vuelve a escribir a Milla y le cuenta que el primer número de Mundo Nuevo está en imprenta. Y deja clara su posición frente a su rol como director: 

Cuando acepté fundar una revista para el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales fue sobre la base, muy clara y puesta por escrito, de que esa revista no sería en primer lugar, órgano oficial del Instituto, y por lo tanto del Congreso que financia en parte las actividades del Instituto […]; sino que sería una revista independiente dirigida por mí bajo mi total responsabilidad. En esas condiciones acepté fundar Mundo Nuevo. Son las mismas condiciones en las que trabajé desde 1945 hasta 1960 en el semanario Marcha […]. Hasta la fecha no he sentido la menor presión de parte del Instituto, y menos aún del Congreso, para orientar la revista en un sentido distinto del que yo quería darle. 

Mundo Nuevo

Finalmente, en julio apareció el número 1 de Mundo Nuevo. Entre otros materiales, incluyó una larga entrevista a Carlos Fuentes, un cuento inédito de Augusto Roa Bastos, un poema de Gabriela Mistral y un ensayo de César Fernández Moreno. En la presentación, Emir escribió: 

Tensiones políticas y sociales, operaciones económicas a corto plazo, intereses muy concretos y contradictorios, han impedido a América Latina una acción concertada y eficaz que le permita ocupar en el mundo el lugar que le corresponde. En el terreno de la cultura (que es dominio al que Mundo Nuevo dedicará sus mayores desvelos), la calidad del artista y del escritor latinoamericano no ha sido reconocida como corresponde. Por eso mismo parece no solo oportuna, sino muy necesaria hoy la empresa de recoger en una publicación periódica, verdaderamente internacional, lo más creador que entrega América Latina al mundo, ya sea en el campo de las artes y de la literatura, ya en el del pensamiento y la investigación científica… 

Pero a esa altura el asunto ya era cosa juzgada: con la Revolución cubana, todo; fuera de ella, nada. Vargas Llosa, por aquel entonces recostado a los beneficios de Casa de las Américas, se negó a colaborar con la revista. Cortázar, entre tanto, le pidió permiso a Fernández Retamar para publicar un ensayo sobre la novela Paradiso, de José Lezama Lima (“No contestaré a Monegal hasta no tener tu opinión. Por eso te pido una respuesta inmediata, me bastarán dos líneas”), lo que por supuesto le fue negado. Rama también le escribió a Fernández Retamar informándole que la nueva revista que dirigiría Emir y que sustituiría a Cuadernos

intentará el confusionismo por un tiempo […] dirigiéndose sobre todo a la izquierda no comunista […] el intento, en definitiva, está condenado al fracaso, luego de un período de confusionismo. No es esto lo que me preocupa, sino la magnitud de datos e informaciones que comprueban la violencia y el dinero con que los Estados Unidos han decidido entrar en la vida cultural latinoamericana. 

Casi simultáneamente, la revista Casa editó a fines de 1966 un número especial dedicado a la literatura uruguaya con textos de Idea Vilariño, Mario Benedetti, José Pedro Díaz, Mauricio Rosencof, Carlos Martínez Moreno, Carlos Maggi, Milton Schinca, Ida Vitale y Amanda Berenguer, quienes en su mayoría se convertirían en enemigos de Emir. 

Mientras el debate recién comenzaba, en el segundo número de Mundo Nuevo de agosto de 1966 apareció un capítulo de la novela aún inédita Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, poemas de Juana de Ibarbourou y de Carlos Germán Belli, y un artículo con opiniones de Günter Grass sobre el teatro de Bertolt Brecht; en el número tres se reprodujo el discurso que Saul Bellow dio en el encuentro del PEN internacional en Nueva York ese mismo año, un cuento inédito de José Donoso, poesía de Nicanor Parra, una nota de Fernando Alegría sobre César Vallejo; en el número cuatro, una breve antología de nuevos poetas colombianos y fragmentos del libro La Barcarola, de Pablo Neruda, quien para entonces había tenido un duro altercado con un grupo de escritores cubanos y ya no regresaría a la isla. 

Las investigaciones

A mediados de 1966 y tras una larga investigación, The New York Times publicó cinco artículos en los que denunciaba la financiación del Congreso por la Libertad en la Cultura por parte de la CIA. Si bien en un principio las notas fueron de algún modo vagas, poco a poco la información se mostró cada vez más contundente. En Montevideo fueron reproducidas por el semanario Marcha y Rama hizo un comentario de las mismas sosteniendo no conocer a fondo al Congreso y haber consultado al respecto a Solari y a Milla, obteniendo de ambos únicamente silencio. En sus citas del diario neoyorquino a propósito de las actividades de la CIA de apoyo, espionaje y asistencia a grupos que iban desde exiliados cubanos a especialistas en ciencias sociales que viajaban asiduamente a la Unión Soviética, escribió que como “el lector observará, hay alguna sospecha de que el mentado Congreso no es un servicio del Departamento de Estado, como ha proclamado con justa indignación Rodríguez Monegal, sino de la CIA”. Y terminaba diciendo que en cuanto al equipo de la revista Mundo Nuevo

así como el de las muchas revistas del Congreso por etc., etc., en todos los países latinoamericanos, que son reclutados mayormente entre liberales, no tenemos por qué dudar de su espontánea repulsión por la actividad de la CIA, y estamos lejos de creer que, aunque reciban su dinero, sean sus agentes. 

En la citada carta a Milla del 24 de mayo, Emir había puesto en tela de juicio lo publicado por The New York Times. “Estoy convencido de que los ataques al Congreso representan una reacción de la gente de derechas de Estados Unidos contra un organismo internacional que busca desde hace algún tiempo un entendimiento entre intelectuales de oriente y occidente”. Y párrafos más adelante escribía que: 

lo que dice Rama de mí en su nota sobre el mecenazgo de la CIA es más débil de lo que dijo hace dos años so pretexto de un comentario que hice al Siglo de las luces [sic]. Entonces yo era agente de la CIA. Ahora he sido promovido a persona ingenua y bienintencionada que ignora que es financiada por la CIA. No voy a decir que me honra demasiado este ascenso moral que me ha concedido ahora Rama, pero es indudable que hasta él mismo parece darse cuenta de que las calumnias, como método literario, tienen sus límites. 

Casi un año después, en marzo de 1967, la revista católica Ramparts, con sede en San Francisco y que había sido el primer medio estadounidense en denunciar el uso de napalm en Vietnam, publicó un largo artículo sobre el traspaso de fondos de la CIA a la Asociación Nacional de Estudiantes (NSA), una organización que nucleaba a miles de estudiantes universitarios. En la nota aparecía también una mención a fondos recibidos por el Congreso por la Libertad de parte de una fundación que no era más que una fachada de la CIA, gracias a la cual desviaba dinero proveniente de los fondos del Plan Marshall para sus financiamientos encubiertos. El escándalo atravesó todo el país, al punto de que el presidente Lyndon Johnson ordenó la creación de una comisión para estudiar estas actividades que, obviamente, no obtuvo ningún resultado. 

Cuando Ramparts publicó su extensa, exhaustiva e irrefutable investigación, Emir estaba preparando el décimo número de Mundo Nuevo y había empezado a sospechar las dimensiones de la tormenta que se avecinaba. El 17 de febrero, en referencia a la revista, Cortázar le había escrito a Fernández Retamar que en París: 

se habla en todas partes de las últimas revelaciones referentes a los fondos de la CIA, que sin duda conoces, y que no hacen más que confirmar lo que todos sabíamos. Tengo que ver a Monegal en estos días para dejar bien aclarado mi punto de vista sobre Mundo Nuevo, y sospecho que después de estas nuevas revelaciones, Monegal ya no tendrá muchos argumentos que oponer a lo que le voy a decir. 

Una vez desatado el temporal, en el número 11 de mayo de 1967, que adelantaba fragmentos de la novela Tres tristes tigres y una antología de poesía uruguaya preparada por Alejandro Paternain incluyendo, entre otros, textos de Amanda Berenguer, Milton Schinca, Washington Benavides y Circe Maia, Emir escribió un editorial en el que resaltaba que los autores de cada artículo que aparecía en la revista: 

son escritores responsables e independientes, especialistas en los temas que tratan y muy celosos de no firmar nada que no hayan escrito personalmente. Mundo Nuevo no es órgano de ningún gobierno o partido, de ningún grupo o capilla, de ninguna confesión religiosa o política alguna, sino que es una revista que se edita bajo la orientación exclusiva de su director, único responsable de la selección de todo material que publica. La vinculación de Mundo Nuevo con el ILARI es meramente funcional […], acá no se imponen ni a lectores ni a colaboradores consignas nacionales o internacionales; no se acatan dogmas de color alguno; no se formulan directivas para otros. 

Pero los alegatos en defensa de la autonomía y de la independencia política de la publicación se harían cada vez más infructuosos. 

El debate siempre concluía en el compromiso político que debía asumir el escritor. La misma discusión en que se enzarzaban algunos de ellos repetía las diferencias entre Mundo Nuevo y Casa: queriendo escapar de los polos en pugna, la intelectualidad latinoamericana caía vertiginosamente en los polos en pugna. Las revistas se reflejaban proporcionalmente inversas, en una misma época que las comprendía a ambas: moderada, liberal y heterodoxa la primera; radical, confrontativa, embanderada detrás de un proyecto político la segunda. Los signos de aquellos tiempos. 

Las dudas

El 28 de abril de 1966, semanas antes de la edición del primer número de la revista, Emir le había escrito a Mercier Vega sobre lo publicado por The New York Times con respecto a los vínculos de la CIA y el Congreso. 

Me apresuro a escribirle para que usted me aclare, a la brevedad posible, qué crédito puede prestarse a dicha información, y qué actitud ha asumido el ILARI al respecto. Como usted comprenderá, de ser cierta la afirmación del New York Times, yo no podría continuar asociado un minuto más al ILARI en la empresa de publicación de Mundo Nuevo

Y en carta del 21 de febrero de 1967 le vuelve a pedir una aclaración concluyente que le permita seguir al frente de la revista: 

[…] me gustaría volver a precisar ante usted la situación en que se encuentra tanto el ILARI como la revista Mundo Nuevo. Aunque las nuevas acusaciones se refieren a una época en que ni usted ni yo éramos responsables de las actividades latinoamericanas del Congreso y aunque no dudo de que los actuales responsables del mismo sean capaces de defenderse con toda dignidad de dichas acusaciones, creo hoy más necesario que nunca establecer públicamente y sin lugar a equívocos la independencia total del ILARI y por consiguiente, de Mundo Nuevo

[…] Estoy seguro de que usted estará de acuerdo conmigo de que tanto el Instituto como Mundo Nuevo no solo deben ser de hecho, como han sido hasta ahora y lo seguirán siendo, independientes en su gestión y en su organización sino que también lo deben ser de derecho. De manera que me parece muy necesario que nos pongamos de acuerdo para llevar a cabo las medidas más inmediatas que conduzcan a la autonomía completa del Instituto y de Mundo Nuevo… 

Emir apostaba a que la Fundación Ford fuera la nueva fuente de financiación de la revista (pero ¿quién financiaba a la Fundación Ford?). Era, acaso, su último intento por no renunciar a la dirección de la revista, que se había convertido en su sueño y en su desafío personal e intelectual más importante. Pero los meses venideros serán una lucha vana y con final previsible. “En toda conversación del último mes”, le escribe el 13 de marzo de 1967 su amigo Homero Alsina Thevenet desde Buenos Aires: 

he sentado tu inocencia personal respecto a las maniobras que te atribuyen. Por algo te conozco desde 1940. He llegado a pensar que de pronto pudieras verte contra la evidencia peor y he pronosticado que en ese caso renunciarías a MN y a París. He aducido que sin tu independencia personal no se explicarían los diversos artículos de MN que enjuician a EE UU (los relativos a Vietnam, Santo Domingo, Hijos de Sánchez, Plan Camelot). Y te agrego, sobre ese extremo, que si las papas te queman, no faltará trabajo para ti en Buenos Aires. 

Para julio de 1967 nadie guardaba dudas de la veracidad de las denuncias, y en una declaración pública la Asamblea General del Congreso confirmó que la CIA había financiado hasta el año anterior al organismo, y que desde entonces su única fuente era la Fundación Ford. En el número 13 de la revista Emir escribió un editorial en el que deploraba lo sucedido porque: 

no se trata solo de que la CIA haya engañado a tanto escritor independiente: se trata, sobre todo, que ha engañado a quienes habían demostrado su independencia frente al fascismo y al estalinismo en horas en que parecía casi imposible atreverse a decir una palabra… Por dolorosas que sean, estas revelaciones no hacen sino confirmar algo que es obvio: lo difícil que es conquistar y conservar la libertad. 

Y en la siguiente entrega de Mundo Nuevo publicó un largo artículo en el que hacía una cronología de los hechos, desde las primeras notas de The New York Times y de Ramparts, y sintetizaba su posición en una breve sentencia: 

Como el destino del escritor independiente es ser atacado por todos los bandos, o —lo que es sin duda peor— ser invitado a colaborar desde todos los extremos, ese destino debe ser aceptado como una fatalidad necesaria. El intelectual que no sea capaz de asumir con orgullo su papel de francotirador y que se resigne en cambio al de burócrata, no tendrá otro problema que olvidar su vocación de creador. 

Rumbo a Yale

A fines de julio Emir llegó a Caracas para participar en un congreso auspiciado por la Universidad Central de Venezuela. Allí pudo hablar con dos organizadores del encuentro acerca de un proyecto editorial en el que estarían involucrados el Fondo de Cultura Económica de México y la Editorial Universitaria de Buenos Aires: el sello se llamaría Monte Ávila y estaría dirigido por Milla quien, desencantado del ambiente montevideano, había comenzado a hacer nuevamente sus valijas. Sobre fin de año Emir volvió a Venezuela, esta vez a un encuentro de artistas en Puerto Azul. Las reuniones no siguieron un protocolo ni una agenda precisa, pero todos terminaron hablando de la situación política en el continente y sobre la necesidad de invitar a artistas cubanos. 

Y tampoco 1968 será menos tumultuoso. En paralelo a Mundo Nuevo, Emir reunió en el volumen El arte de narrar, publicado por Monte Ávila, conversaciones mantenidas, entre otros, con Fuentes, Cabrera Infante, Sábato, Max Aub y Juan Goytisolo. Mundo Nuevo, al menos tal como él la había diseñado, tenía los días contados. Querer marcar rumbos en la literatura de un continente desde un medio sobre el que pesaba toda clase de sospechas, se fue haciendo cada vez más difícil. En marzo el ILARI decidió que la revista comenzaría a editarse en un país sudamericano. El último número que Emir dirige, el 25, se publicó en julio y tenía notas de Cabrera Infante, Luis Campodónico, Julio Ortega, y poemas inéditos de Ernesto Cardenal y de Homero Aridjis. Emir firmó un escueto editorial bajo el título “Una tarea cumplida” anunciando haber presentado su renuncia, y sosteniendo que en el plano de la cultura: 

el diálogo se ha visto sustituido por la repetición de consignas, la discusión por el recitado de dogmas opuestos, el análisis crítico por varios coros rivales que funcionan ensordecedoramente. Estas son (por triste que sea admitirlo) las realidades más visibles de la cultura latinoamericana de hoy. 

En el mismo número reprodujo una entrevista que le había hecho un reportero de la Agencia France Press. Cuando fue preguntado por sus proyectos, respondió: 

Escribir más libros de crítica literaria, dictar más cursos sobre literatura latinoamericana, reincidir en la publicación de revistas. Acabo de publicar en Argentina sendos volúmenes de crítica sobre Pablo Neruda y Horacio Quiroga. En este momento estoy terminando para las Editions du Seuil, de París, un libro sobre Jorge Luis Borges que aparecerá en la colección Ecrivains de Toujours. Una edición argentina, más extensa, será publicada luego por la Editorial Sudamericana. Tengo casi terminada la revisión de un largo estudio sobre la obra poética y crítica de Andrés Bello que se titulará El otro Bello y que espero aparezca en Caracas este mismo año. Para más adelante proyecto un estudio sobre César Vallejo y otro sobre Octavio Paz; también nuevos capítulos de una obra sobre novela latinoamericana contemporánea que estoy anticipando en revistas. 

En la primavera boreal había previsto viajar a Cambridge para ofrecer un curso como profesor invitado, y en el otoño estaba invitado por la Universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, a dictar un ciclo de charlas sobre literatura hispanoamericana, invitación que Rama aprovechó para sostener que había sido impulsada por la CIA, ya que Emir no tenía ningún certificado académico que lo habilitara. Sobre finales de año publicó una nota refiriéndose a los números de la revista que comenzaba a editarse en Buenos Aires bajo la coordinación del periodista Horacio Rodríguez: 

el nuevo Mundo Nuevo es una pifia que no leerán ni los lectores de pruebas. Qué triunfo para los Ramas, Fernández Retamar, Lisandro Oteros, Díaz Lastra y Julio (Gardel) Cortázar: que le saquen una revista incómoda de las manos sus propios enemigos y que le pongan ese supositorio tranquilizante a la conciencia siempre alerta y revolucionaria de la alerta y revolucionaria izquierda intelectual de América Latina. 

Finalmente, retornó a Montevideo suponiendo que retomaría sus clases en algún liceo, pero el aire de la revista había multiplicado maledicencias y adversidades. Apenas arribado, se enteró de que por extrañas desinteligencias administrativas había sido destituido de Enseñanza Secundaria “por abandono de cargo”, ya que el pedido de licencia sin goce de sueldo que había cursado al irse a París se había extraviado, y nadie le había comunicado la destitución antes de los tres meses reglamentarios para apelar. Debería, pues, esperar hasta septiembre del año entrante para viajar a Yale, donde le habían propuesto hacerse cargo de la cátedra de Literatura Hispanoamericana, y donde permanecería impartiendo clases hasta 1985, el año de su fallecimiento.


*Hugo Fontana (1955-2022) fue poeta, narrador y periodista uruguayo, autor entre otras, de una celebrada novela, Los nombres propios, que tiene a Rodríguez Monegal como protagonista.

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