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Una lección del ayer para la Venezuela de ahora

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En una suerte de matrimonio morganático entre el Antiguo Régimen y las enseñanzas de la Revolución francesa; en una ilusión de porvenir anclada en una vuelta al pasado cuando priva sin contenciones la razón de la fuerza, pero, paradójicamente, cabe repetirlo, apuntalada por la fuerza de la pasión hecha voluntad colectiva, surge en Venezuela la Constitución de 1999, aprobada por una minoría nacional: 44% de los electores inscritos. Ha sido el soporte de lo que el expresidente ecuatoriano Osvaldo Hurtado bien describe como fenómeno y lo titula “dictadura del siglo XXI”.

Tal Constitución –negación contumaz de los breves intersticios de libertad y afirmación del Estado de Derecho que significan nuestras Constituciones liberales y mixtas de 1811, 1830, 1947 y 1961– es precisa en sus postulados de neta factura autoritaria y bolivariana, diluidos tras engañosos procedimientos democráticos.

A partir de 1999, en efecto, le corresponde al Estado dibujar y realizar la personalidad de los ciudadanos, según el artículo 3 de la desmaterializada Constitución Bolivariana, y a ellos ha de educarlos el mismo Estado para que amolden sus comportamientos a los valores constitucionalmente prestablecidos, como lo indica el artículo 102; valores que no son otros que los inscritos en el pensamiento único y monolítico, de poder centralizado y dictatorial, de Simón Bolívar, tal como reza el artículo 1.

De suyo el presidente de Venezuela es hoy como en el pasado remoto cabeza del Estado, pero asimismo gobernante y legislador supremo, tal como lo mandan los artículos 203 y 226; y a la Fuerza Armada, bajo su comando efectivo como cuerpo ahora políticamente deliberante y participante del sufragio, le cabe sostener la seguridad de Nación y su modelo totalitario así concebido, tal como lo prevé el Título VII constitucional. El largo menú de los derechos humanos es una simple trampa cazabobos.

Lo cierto es que, en la historia oficial de la República de Venezuela, desde 1810 sólo se habla de héroes militares y sus hazañas, hechas revueltas o revoluciones, que predominan sobre los héroes civiles, muertos civiles para nuestra historia, desde cuando los vitupera El Libertador desde Cartagena de Indias en 1812; si acaso, nuestros padres fundadores verdaderos e ilustrados, los de 1810 y 1811, han sido útiles hasta finales de la Cuarta República para el bautizo de alguna plaza pública secundaria o escuela de provincia. Y nada más. No nos quejemos, entonces.

El jurista suizo Ernesto Wolf, autor de un olvidado Tratado de Derecho Constitucional Venezolano ‒monumento a la claridad pedagógica y de análisis sosegado‒ que publica en el momento en que ocurre la polémica Revolución democrática de Octubre, en 1945, escribe ampliamente sobre la Venezuela del siglo XIX ‒ cuando se hace más crítico y arraiga el ejercicio personal del poder y su asalto a través de lances por los más audaces ‒ destacando su fama “por el número elevado de sus revoluciones”.

Se arguyen en todo momento razones reivindicatorias, legalistas o soberanistas, y dado el hábito de la patada cotidiana a la mesa de la institucionalidad, no hay siquiera acuerdo respecto de la cantidad de movimientos armados ocurridos en nuestro país: una parte de la doctrina cita 52 revoluciones importantes durante la época, otra enumera 104 en 70 años “sin hablar de simples sublevaciones”. Pero al paso se cita que sobre estas o como su consecuencia, Venezuela tiene “el récord de haber cambiado, hasta 1945, “más de veinte veces” la Constitución; sin incluir, obviamente los textos sucesivos –algunos mencionados– de 1947, 1952, 1961 y el de 1999, en vigor. En la de 1819 pide Bolívar un Senado vitalicio y hereditario para los militares, como instaura la presidencia vitalicia, que hereda el vicepresidente de su elección, con la Boliviana de 1826.

Hemos vivido, pues, hasta el nacimiento de la República de partidos o república civil y democrática que emerge en 1961 y concluye en 1999, como presas del mando de los cuarteles, de los “chopos de piedra” o de los hijos de la “casa de los sueños azules”, como llaman sus cadetes a la Academia Militar de Venezuela.

Hoy gobiernan Padrino y su logia, no Maduro ni los Rodríguez; pues los civiles hemos sido la excepción, salvo los aparentes, civiles militarizados, a saber, los ocho civiles representantes de caudillos militares quienes ejercen el poder entre 1835 y 1931 (como Manuel Felipe de Tovar, Pedro Gual, Juan Pablo Rojas Paúl, Raimundo Andueza Palacio, Ignacio Andrade, José Gil Fortoul, Victorino Márquez Bustillos, Juan Bautista Pérez), o los cuatro civiles que buscan afirmar el poder civil a partir de 1945, respaldados por un golpe militar o mediando un magnicidio, y hasta 1958 (Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, primer gobernante electo mediante el voto universal y directo, Germán Suárez Flamerich y Edgard Sanabria). José María Vargas confirma la regla y Rómulo enmienda en 1959.

Durante 183 años de historia independiente los venezolanos hemos sido, en 130 años, ciudadanos de repúblicas militares o colonizadas por los mitos revolucionarios. Y no se trata sólo de la actual revolución bolivariana que cínicamente muta en socialismo del siglo XXI y es una suerte renovada del viejo marxismo que le sirve de trastienda y ancla en la hermana República de Cuba.

Lo veraz, ¡he aquí el verdadero asunto que no debe distraernos!, es el dilema recurrente, civilización vs barbarie, objeto de la literatura de Gallegos, con La Trepadora o Doña Bárbara. Tras cada acto de fuerza o mediando la demanda del caudillo militar o rural de ocasión, sigue siempre la explicación intelectual y detrás el texto fundamental de circunstancia, obra de escribanos cultos y refinados, que le otorgan ribetes democráticos y hasta constitucionales a lo así ocurrido. ¿Una suerte de transacción entre la fuerza y la razón, o mejor, estamos en presencia de la transformación utilitaria de la razón, haciéndola sirviente de la fuerza en Venezuela?

Es algo para meditar y resolver, por quienes otean la proximidad de otra transición histórica.

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