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La seducción de los desastres

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Como sabemos, las buenas noticias rara vez aparecen en los titulares: los lectores se sienten más atraídos por las tragedias, mucho más interesantes que la realidad cuando esta es positiva. El filósofo británico Isaiah Berlin señaló acertadamente que todos afirmamos que buscamos la verdad, pero que en realidad no la buscamos, porque si la descubriéramos, nos daríamos cuenta de que no es tan interesante. Las novelas hacen soñar. ¿Y la realidad? En absoluto, sobre todo cuando se trata de economía, la más maltratada de todas las ciencias y la que mejor se presta a la imaginación. Y, sin embargo, como todas las ciencias, existe y describe la realidad. A veces, las noticias son buenas: en estos momentos, por ejemplo, no se puede negar que la economía española registra un nivel de crecimiento superior a la media europea. En cambio, el Gobierno cae en la mentira cuando pretende atribuirse el mérito. Si se analizan con detenimiento las estadísticas económicas, disciplina que admito que es muy aburrida, se verá que el crecimiento español está impulsado en gran medida, sin duda demasiado, por el sector turístico. España cuenta con un clima y unos parajes excepcionales, hoteles de calidad y una tradición de servicio. Pero no es más que realidad.

En el extremo opuesto de esta aburrida realidad económica, vemos cómo se instala en la opinión pública, sobre todo en la izquierda, una nueva ideología que podría calificarse de antieconómica, dado que contradice todas las enseñanzas de la historia y de esta ciencia. Me refiero a la manía del decrecimiento, o incluso a la exaltación del crecimiento cero. Esta nueva moda está claramente influida por el climatismo y el catastrofismo, que estarían garantizados si no tomamos medidas para detener el crecimiento. Esta tendencia no es totalmente nueva. Se remonta a los escritos del clérigo inglés Malthus, quien en 1798 se anotó un gran éxito al escribir que el mundo se iría haciendo más pobre a menos que se limitara el número de nacimientos. Malthus afirmaba que la población crecía más deprisa que los recursos naturales y que, por tanto, la desaparición de todas las civilizaciones era inevitable. Este maltusianismo revive hoy, exactamente en los mismos términos y sobre la base de los mismos errores. Malthus no supo ver –no mejor que nuestros ecologistas y defensores del decrecimiento de hoy en día– que la humanidad había entrado de hecho en una nueva era, la del crecimiento industrial ilimitado. La economía no hace soñar; el progreso no hace soñar; la revolución productivista no hace soñar. Pero nos mantienen vivos.

Por ejemplo, desde 1970, a pesar de las profecías agoreras sobre el agotamiento de los recursos naturales, la riqueza mundial se ha cuadruplicado, mientras que la población ha aumentado un 60 por ciento. En términos per cápita, la riqueza mundial ha multiplicado por 12 la renta media de la población mundial. En contra de la creencia popular, los más pobres son los que más se han beneficiado de este crecimiento espectacular: en 1970, el 50 por ciento de la población mundial vivía por debajo del umbral de pobreza, establecido en 2 dólares al día. Actualmente, solo el 10 por ciento de la población está por debajo de este umbral. Pero ¿qué sentido tiene insistir en estos hechos? El maltusianismo, viejo o nuevo, es impermeable a cualquier buena noticia; sigue vivo en la mente de la gente.

A título informativo, recordemos la creación en 1968 de un famoso cónclave llamado Club de Roma, que publicó en 1972 un libro destinado a ser un gran éxito: ‘Los límites del crecimiento’. Este Club de Roma, formado por empresarios de renombre y varios economistas estadounidenses, explicaba, al igual que Malthus, que el crecimiento se agotaría debido a la inevitable desaparición de los recursos naturales indispensables para que este se produzca. También en este caso, los hechos han demostrado que las predicciones apocalípticas eran totalmente erróneas. No obstante, el Club de Roma sigue teniendo una reputación positiva. Los ecologistas como Greta Thurnberg, la nueva santa sueca, son los herederos de Malthus y del Club de Roma, partidarios de un decrecimiento inevitable o deseado. Están aún más equivocados que sus ilustres predecesores, ya que el crecimiento depende cada vez menos de los recursos naturales y cada vez más de la innovación científica y de la mejora de la productividad.

Lo más chocante de estas previsiones apocalípticas sobre el fin deseado y deseable del crecimiento es el desprecio implícito hacia los pueblos más pobres. En efecto, no son los indios, ni los chinos ni los africanos los que abogan por el decrecimiento o el crecimiento cero. Este gusto por el apocalipsis procede de las naciones más prósperas, como Suecia, que creen que son lo bastante ricas como para no tener ya necesidad de progresar, y muestran una indiferencia total hacia los que aún se pudren en la pobreza.

Se me objetará que el crecimiento, aunque continúe, no resuelve el desafío climático en la medida en que este existe. Y no aporta necesariamente felicidad además de riqueza. Me gustaría responder a estas dos objeciones tan banales. Si existe un desafío climático, está claro que lo resolveremos mediante la innovación técnica y no mediante el decrecimiento. Es más, un mayor crecimiento nos daría más recursos y más conocimientos para controlar el cambio climático, si ello fuera necesario y posible. En cuanto a la felicidad, no es de este mundo. Pero si este mundo contribuye a ella, la economía colabora de manera positiva. No es de extrañar que las naciones más ricas, que se benefician de un mayor crecimiento, sean aquellas donde la esperanza de vida es mayor, donde la mortalidad infantil es menor y donde la educación es más avanzada. Todos estos beneficios no hacen felices a las personas, pero contribuyen a ello de manera definitiva. Sobre todo, ofrecen algo que las sociedades pobres no ofrecen: la posibilidad de elegir su vida. Según el economista estadounidense Milton Friedman, el crecimiento no garantiza la felicidad, pero aumenta innegablemente la ‘libertad de elección’ de cada uno de nosotros. Yo añadiría que los pueblos ricos son relativamente los más pacíficos y democráticos; no es casualidad. Si Rusia o China hubieran alcanzado el mismo nivel de vida que Europa o Estados Unidos, sus dirigentes serían sin duda menos agresivos porque estarían menos celosos de nuestros éxitos.

En un alarde de generosidad, estaría dispuesto a reconocer que los temores de los defensores del decrecimiento son auténticos y no fingidos. Incluso estaría dispuesto a ayudarles a mitigarlos. Así que les recomendaría aún más crecimiento. Lo sé, esta solución liberal es demasiado concreta para suscitar entusiasmo. Esa es nuestra gran debilidad: los progresistas no sabemos hacer soñar a la gente.

Artículo publicado en el diario ABC de España

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