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Espacios en blanco: «Hay un sitio detrás de los incendios»

“Uno se pregunta qué intenciones trae entre manos Jesús Montoya. No se trata de un desmedido tecleo que solo pretende amontonar o apilar palabras con una mínima excusa vinculante. ¿La blancura que ante él se extiende pide ser llenada con palabras? De pronto no hay la necesidad de reinterpretaciones o de pintar lo que de por sí tiene sus propios matices”

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Afirmar que Hay un sitio detrás de los incendios es un ejemplo fehaciente de convicción y optimismo. Con este breve manifiesto, que el joven poeta merideño ha elegido como título, podemos hallar dos elementos que movilizan el tráfico de este libro: por una parte, una circunstancia espontánea o avivada –los incendios–; y por otra, un territorio en el que posiblemente ya no existen fatalidades. Hasta los momentos no sabemos dónde se encuentra ese sitio, pero todo indica que no debería estar signado por tragedias naturales sino por espacios o episodios recordados –o recreados–. Casi podríamos ver a alguien que señala en una empinada montaña; un dedo nada mesiánico que indica Otra dirección, a lo mejor con algún asomo bucólico, pero con la fuerza suficiente para direccionar el lugar donde se haga posible un nuevo comienzo. Vano intento: tras la lectura del poema inaugural, nos percatamos de que uno de esos sitios, nada sacralizado, es un vertedero y no un terreno forestal:

“La voz de mi padre desconoce el pasado, ese es otro de los reinos que se incendia.

Su murmullo interrumpe el futuro para cerrar una ventana y abrir otra: hijo, detrás de esa montaña

está el basurero más grande de San Cristóbal”.

Hay un sitio detrás de los incendios (Valparaíso Ediciones, 2017), segundo libro de Jesús Montoya, se publica luego de recibir el I Premio de Poesía Hispanoamericana “Francisco Ruiz Udiel”. El fallo del veredicto se hizo público en Bogotá por la poeta nicaragüense Gioconda Belli, en el marco del festival literario “Las líneas de su mano”. Montoya suma este galardón y esta publicación a su primer libro, también premiado, Las noches de mis años (2014, Concurso para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores).

Jesús Montoya se decanta por la escritura de dilatados versos, en libre asociación lingüística. Destacable en esta propuesta es la abundancia, la disposición algo caótica y errática en apariencia y el frecuente uso aliterativo que da la sensación de movimiento. La imagen del padre, y la suya propia, se desplazan en un largo viaje en motocicleta, un viaje que pareciera una huida a los rincones de un pasado común, compartido y visiblemente árido y sensible. Lo que hay detrás del primer poema es la vida misma (o la Nieve, como en el poema “La Rotaria”), que de manera paulatina va perdiendo sus contornos debido a la alta velocidad del desplazamiento. Es un viaje que tiene el doble atributo de lo pequeño y lo extendido, que bien podría ser el pueblo natal de quien habla en el poema o un lugar muchísimo más vasto, diríase continental, que no impide el veloz recorrido. Y lo curioso de todo es que esta huida es fechable: “las tres de la tarde de un desolado día de enero”. En ese preciso momento inicia el trayecto que cruza de largo a largo la columna vertebral de Hay un sitio detrás de los incendios, cuya cadencia gerbasiana da continuidad a una temática del padre bastante prolija en la poesía venezolana del pasado siglo.

La poética de este libro tiene salpicaduras autobiográficas. En un ordenamiento dictado por un fluir suelto, que sigue de cerca un interés automático, como de filtro abierto deliberadamente, Jesús Montoya yuxtapone lugares, nombres propios, situaciones de difícil comprensión familiar, vicios de temprana juventud universitaria. Nada sorprendente en la energía vital de un poeta joven como él, con el mismo énfasis que deja tras cada recital, declamatorio, con vehemencia y propósitos viscerales. Otro rasgo bastante notable son las infecciones no con sentido despectivo, en lo absoluto, sino como esa permeabilidad para contagiarse con las resonancias de otros poetas, preferiblemente suramericanos, trazando un arco de productiva promiscuidad literaria con las voces representativas de cada país y algunas de las más recientes promociones –entre todos ellos, por ejemplo, el argentino Leónidas Lamborghini, el ecuatoriano Ernesto Carrión y el chileno Héctor Hernández Montecinos–. Estamos ante una escritura corporal, visceral, como ya dije, diurética, que expulsa, que va a un ritmo de emanaciones irrefrenables y catárticas. Jesús Montoya expulsa y en ese afán entran y salen objetos, recuerdos, gente que sufre, que ama y que, especialmente, recuerda las llagas y ese insilio perenne. Otra vez el grifo abierto como si se tratara de fragmentos de un diario ficticio: ¿quién es capaz de cerrarlo? En vano el lector intenta seguir el hilo recto. Este hilo no existe o no se ve; lo que abunda es la intermitencia, un gran mapa sin aduanas que pretende ser la hoja en blanco, o como dice el propio poeta, una “geografía espectral”.

Uno se pregunta qué intenciones trae entre manos Jesús Montoya. No se trata de un desmedido tecleo que solo pretende amontonar o apilar palabras con una mínima excusa vinculante. ¿La blancura que ante él se extiende pide que sea llenada con palabras? De pronto no hay la necesidad de reinterpretaciones o de pintar lo que de por sí tiene sus propios matices. El impulso de la ola solo necesita la presencia del viento y de la propia corpulencia marina. La consustancial abundancia –¿sobreabundancia?– de este libro exige que los párpados se mantengan abiertos por más tiempo. Un deslave que trae consigo escombros y joyas que por igual ruedan cuesta abajo. Jesús Montoya repite sucesivamente y la fricción parece ser un recurso más dentro de su poética. Es una “cuestión polifónica”, frase dicha por él mismo, una manera de que su pueblo también sea Lugano, Hannover, Santiago de Chile, Lima, Caracas, Buenos Aires o San Cristóbal. Su poesía se abisma, husmea los espacios en los cuales puede haber muerte, dolor y frustración. Aquí se maldice, hay sogas para quien ha deseado el silencio definitivo. No podría ser de otra manera: al dejarse llenar de lo exterior, al hincharse, asimismo está asumiendo una actitud que no da la espalda a las aberraciones que lo circundan y que de alguna manera se han expresado en síntomas patológicos, atormentados, aunque no por ello carentes de humanidad. Montoya dice en verso y en prosa un malestar que no es suyo únicamente. De allí la urgente invitación que hace a ese sitio detrás de la catástrofe.

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