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San Diego de los Altos y don Cecilio Acosta

Cecilio Acosta (1818-1881) fue un ensayista, poeta, orador y profesor de leyes y economía en la Universidad Central de Venezuela

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Desde lejos, un lejos que puede ser el continente europeo, uno imagina distinto al paisaje venezolano. Hay en Venezuela días de lluvia no torrencial, sino días de lluvia fina, atomizada, días de llovizna y brumas bajas, que pulverizan dulcemente las tierras, como si fueran de latitudes más subidas.

Uno de estos días, los profesores Moreno Carreño y Torrealba Lossi llevan a los muchachos y muchachas del liceo “Los Jardines” del Valle a San Diego de los Altos y allá vamos con todos en un autobús del colegio a ver el museo de Cecilio Acosta.

Nadie puede imaginar la delicia fonética que es para nosotros este nombre en la boca: ¡San Diego de los Altos!… Los altos son 1.290 metros sobre el nivel del mar. Abajo está el espléndido embudo de un valle con las aristas sinuosas de unas veredas en sepia y esa pasmosa vegetación venezolana gobernando y haciendo un paisaje inmenso, pródigo en especies para mí sin nombre. Y no saber el nombre de un árbol me desazona de tal manera, que sin duda la persona que más envidio en el país es a mi amigo el doctor Tobías Lasser.

En la graciosa plaza de San Diego de los Altos está la iglesia y, enfrente de la iglesia, la casa evocadora o museo de Cecilio Acosta. El interior de la iglesia es como el de cualquier iglesia canaria de tres naves, pero con los altares más modernos la de aquí. Al centro de la plaza está el busto de don Cecilio y unas frases suyas esculpidas que comienzan así: “La sangre no deja más que sangre”, alusiva a esa estela agotadora de luchas civiles en Venezuela, condenadas por el gran polígrafo.

La casa-museo de Cecilio Acosta (Acosta, apellido canario y portugués) es una típica sala del siglo XIX: el mobiliario, las inefables labores de crochet sobre el canapé y los sillones o las mesas, el fanal de las luces, el armario-librería, que contiene un resto de la biblioteca del escritor. Están allí junto a la Química de Lavoisier, el Viaje del joven Anacharsis, de tantos lectores en el siglo pasado; los diccionarios ingleses, franceses, portugueses; no faltan textos latinos y varios tomos del teatro de Calderón.

Dice Picón Salas que Cecilio Acosta conoce a los clásicos españoles “como nadie en Venezuela”. Acosta sabía, desde los días del seminario, su latín y tal vez su griego; era un epígono de aquellos enciclopedistas del siglo XVIII al XIX, que todavía podían saber y hablar de todo con entera suficiencia.

La enseñanza de la literatura venezolana, en “Los Jardines”, era dominio del profesor Torrealba Lossi, pero me atreví a dar a uno de los muchachos un sencillo consejo nemotécnico sobre esos unos y ochos que tejen las fechas del polígrafo: 1818-1881.

Cecilio Acosta es, preferentemente, hombre de letras y leyes, solitario en el tumulto de las contiendas civiles, que nace cuando la segunda promoción romántica española se hace realista. Para los aficionados a la lingüística tienen gran interés y valor sus afirmaciones sobre el castellano. Condena don Cecilio el estatismo academicista de nuestra lengua y dice que el Diccionario de galicismos de Baralt es una especie de “cordón sanitario”, toda vez que considera como apestado “casi todo vocablo de fuera, por significativo y propio que sea para el uso”. Antes de la escuela lingüística idealista, Acosta ve en la lengua un fenómeno tan renovador como la vida misma del hablante. Claro es que solo nos referimos a determinados atisbos, pero ya son dignos de tenerse en cuenta, puesto que el sentido progresista de su siglo también lo aplica al lenguaje: “Las lenguas –dice– son siempre efecto y nunca causa de progreso”.

Es un mero detalle, apunta Ramón Díaz Sánchez en su breve estudio biográfico de Acosta, saber con exactitud el local donde nació Cecilio Acosta en San Diego de los Altos, y es verdad. Aquel maravilloso paisaje acunó la niñez del escritor, que quizás lo recoja en su poema “La casita blanca”. En esta amable poesía, Acosta apunta las notas del paisaje vivido: valle inmenso, cañada, “agrio repecho”, cimas. No faltan, de sus lecturas virgilianas, ni la típica imagen de esa chimenea humeante del atardecer, que desde la primera bucólica ha caído sobre el paisaje campestre del occidente literario y real. Picón Salas afirma que el “paisaje riente y cobijado” de San Diego de los Altos se parece al de la prosa de don Cecilio Acosta.

Un homenaje tan bueno como el de leer las páginas de Acosta es visitar San Diego de los Altos y ver el crochet y el frivolité que manos femeninas, sin duda del siglo XIX venezolano, hicieron para el canapé, donde Cecilio Acosta se pudo haber sentado y ver aquel Lavoisier, o los books ingleses, sin dueño ya, con la huella de haber sido usados en un tiempo que es, para nosotros, melancolía.

La alegría de nuestros muchachos confortó la delgadez del aire y de la fina lluvia, enredados con las canciones, en la guitarra del joven Salazar y en los bullangueros cuatros que acompañan a toda excursión juvenil. Antes de llegar al punto de partida, pasamos “Bellabista”, así, con b alta las dos, aunque por una letra mal puesta no se quebró la belleza de aquel paisaje maravilloso, que, a fuer de alto, hace altas las dos bes. Un paisaje que sirvió de grandioso marco al alma sensible, aguda y solitaria de don Cecilio Acosta.

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Tomado del libro Residente en Venezuela, publicado por primera vez en 1960. Una nueva edición, que incluye un estudio de Francisco Javier Pérez y un prólogo de Elfidio Alonso, ha sido publicado por la Universidad de La Laguna y el Instituto de Estudios Canarios (España, 2017). 

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