Si algo de divino hay en la vida es la ironía. Las fuerzas de la circunstancia y la voluntad pueden llevarnos hacia un sinfín de caminos que pueden concluir en finales de película: lo cierto se vuelve incierto; los héroes, villanos; la eternidad, no más que unos momentos. Cuando recordamos los pilares del progreso «irreversible» que prometía el nuevo milenio, el acceso a la información y la interconectividad, es difícil no reírse ante los absurdos que hemos visto tras veinticuatro años de «conexión» ilimitada. Ciertamente, el progreso, se ha demostrado ya, no es una línea recta, sino un ciclo de soluciones emergentes que causan a su vez nuevos problemas. Nada está realmente completo. Nada trae solo beneficio. Cuando hablamos de la ironía queremos puntualizar los siguientes aspectos de nuestra contemporaneidad: vivimos en una «época de la información» en la que estamos desinformados, vivimos en una «época de interconexión» en donde jamás nos habíamos sentido tan solos y, por no dejar, vivimos siendo cada vez más narcisos, buscando así un monólogo perenne que se le confunde con comunicación efectiva. Este es nuestro estado de situación hoy y merece ser examinado bajo la lupa de aquello que yace en el meollo mismo de nuestro ser: la necesidad de conectar.
Al hablar de conexiones, en aras de hacerlo con pedagogía, vamos a segmentarlo artificialmente en tres conexiones esenciales que transcurren en paralelo: la conexión con nosotros mismos, el entorno y nuestros semejantes. Así podremos revelar los factores que distorsionan nuestra apreciación de la realidad.
Empezando por la relación con nosotros mismos, podríamos decir que nuestro mayor problema es lo que llamaremos nuestra fijación con los adjetivos. Con esto queremos decir la confusión que se da cuando usamos palabras como «ancla» para determinarnos como algo perfectamente estático. Somos los hijos de alguien, los amigos de otros, los amantes de tales y cuales, los practicantes de cierto arte u oficio. El peligro acá es que podemos perder la conexión con nosotros mismos al definir algún elemento circunstancial de nuestra vida como el alfa y el omega, el principio y el fin, de lo que somos. Recordemos algo: nosotros no somos una cosa, no somos un mero resultado, somos un proceso en curso, una variable que puede moverse de un lado a otro conforme al contexto y nuestra capacidad. Entonces, entendamos lo siguiente: rendir la vida por adjetivos es fútil cuando nos percatamos de que nosotros hemos sido, somos y seguiremos siendo al margen de las palabras que aspiran a describirnos.
En cuanto a lo que al entorno respecta es pertinente aclarar que al hablar de ello hacemos referencia a nuestra relación con la existencia, el mundo o, visto de otra forma, con el universo. Partiendo de nuestra tradición como occidentales, lo regular es que seguimos la lógica judeocristiana de que somos seres «caídos» en este mundo. Cuando hablamos de «caídos» queremos decir que nos entendemos como una conciencia que apareció aleatoriamente en el medio de unas circunstancias que le son ajenas. Esto implica, fundamentalmente, cercenarnos del mundo para así tener con este una suerte de relación antagónica de suma cero. Esto es lo que, detalles aparte, describen muchos existencialismos de nuestra región: el hombre solo que no pidió nacer en un enfrentamiento sin cuartel contra un universo hostil o, peor todavía, indiferente. Esta cuestión, este enfrentamiento artificial entre el que observa y lo que es observado podemos resolverlo si pensamos que nosotros no «caímos» en el mundo, sino que emergimos de él, tal como lo hacen las flores del piso o las ramas de los árboles. Con esta premisa muchas apreciaciones cambian: vemos que nunca hemos estado solos, sentimos que hay un devenir de presencia y ausencia que dicta la danza de la vida y, por último, entendemos que «afuera» y «adentro», el «mundo» y «nosotros», no está dividido de ninguna manera y, cuando parece estarlo, es solo por un ejercicio pedagógico o conceptual.
Sobre la relación con nuestros semejantes debemos poner el foco en la vida social de los hombres. Siempre hemos vivido de apariencias y luchado para obtener lo requerido para satisfacer nuestras necesidades a través de cualquier medio: sea la comunidad, la guerra o el subterfugio. Lo particular de nuestra era ha sido cómo las comunicaciones se han diseñado para alimentar modelos de conducta típicamente narcisos. Con esto queremos expresar que un elemento de nuestros pulsos vitales, la necesidad de ser validados, se le ha inflado hasta no poder más. Esta exacerbación, que en sí ya parte de psiques menguadas en su capacidad de arraigarse en el amor propio, lleva a una especie de hombre que solo quiere aplausos y reconoce en otros solo una fuente de ese dichoso sonido. El problema de este modelo de hombre es que, aunque este sea una manifestación del universo percibiéndose a sí mismo, también lo son todos los demás que lo rodean. De forma tal que, al igual como el universo funciona como una red virtuosa de causas y efectos interconectados, nosotros nacimos con la necesidad de conversar y conversar, más allá de los sonidos que salen de nuestras bocas, trata de ver y ser vistos, de escuchar y ser escuchados, de reconocer y ser reconocidos.
Lo patológico de este modelo de sociabilización es que engendra hombres y mujeres fijados con relaciones unidireccionales en donde han de recibirlo todo: toda la validación, el afecto y cuanto se desee. El colapso, en términos de nuestras necesidades emocionales, es inevitable en una circunstancia así porque para conversar, para relacionarnos en general, el primer paso no es recibir, es dar. Dar la atención. Dar la apertura a los placeres y dolores de un cosmos más allá del propio. Tengamos en cuenta una verdad fundamental: nunca podremos ser escuchados ni amados a un nivel superior al que nosotros mismos escuchamos y amamos, no solo a los demás, sino también a nosotros mismos. La condena del narciso es que no escucha ni ama a nadie no por una crueldad inherente, sino porque él es el primer huérfano de su propio afecto.
Ahora bien, incluso con lo irónico sobre nuestra situación y, sí, incluso con lo irónico del título de este artículo, no hay razones reales para no tener esperanza en el futuro. Un error es solo eso, un error. Podrá haber errores prolongados, pero no errores eternos. Podremos ser víctimas mil y una veces de nuestra propia ignorancia, pero la sabiduría siempre está ahí, esperándonos, sea al final de la cueva, en el ocaso de la tragedia o tras el camino de espinas. Algunos dicen que nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio, pero atrevámonos a sugerir algo distinto: de repente, podría ser, que es en la verdad y solo en la verdad donde hay plenitud. Esto es así para con nosotros mismos, los demás y el teatro que nos rodea. La realidad, en sus facetas duras, bien no tendrá un remedio, pero el desconocimiento es un enemigo que, una vez que se le ve, siempre se le derrota.
@jrvizca
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