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“El viaje más barato es el del dedo sobre el mapa” (Ramón Gómez de la Serna)
Parece ser que una compañía de telecomunicaciones ha implantado ya la velocidad 5G en esos dispositivos electrónicos sin los cuales no estamos contentos. Dado que no soy nativo digital ni adoro las tecnologías, sé poco del asunto. Los entendidos hablan maravillas del 5G. Dicen que la descarga de aplicaciones al smartphone es inmediata. (El primer día con 5G: descargas vertiginosas y mejoras en videojuegos «online»; Isabel Rubio, El País, 15 de junio de 2019)
Imagino yo que el dedo índice y el corazón gobernarán las decisiones vitales de los usuarios. Así, si uno desea bajarse un video, enviar una imagen o acceder a información de cualquier tipo, la sensación de omnipotencia resultará inevitable. Los robots y microchips viajan en primera clase mientras que los usuarios les pasamos las maletas desde el andén de la estación maravillados, pero idiotizados también.
Claro que la tecnología bien empleada resultará útil. La velocidad 5G supone ventajas innegables para la ciencia y la medicina. Por ejemplo, un cirujano recibirá al instante imágenes de una intervención quirúrgica en la que esté interesado y la colaboración entre médicos o especialistas será más fácil.
No todo es bonito. La velocidad de la red puede volverse contra nosotros que somos, en teoría, animales racionales. Cuántas veces nos damos cuenta de lo equivocados que estuvimos al dejarnos llevar por la ira, publicamos un tuit envenenado de rabia para arrepentirnos segundos más tarde y no encontrar remedio a esa velocidad que nos pierde. Yo no quiero renunciar a los momentos de calma y reflexión que caracterizan al hombre y a la mujer o viceversa.
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