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El dictador más «cool» del mundo

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El Salvador periodistas

Gobierna en El Salvador desde hace pocos años. Las encuestas más recientes atestiguan que cerca del 80% de la población le da el visto bueno a su gestión, porcentaje que no se ve en ningún país de la región y en muy pocos, si acaso, del planeta, logrado no obstante los escandalosos niveles de pobreza y desigualdad en medio de los que transcurre la vida cotidiana de los ciudadanos de a pie.

“Pacificó” a la sociedad salvadoreña

El presidente Nayib Bukele es un líder joven (si acaso cuarentón), carismático y buen orador, cuya popularidad se debe al “éxito”, así se lo califica, en la erradicación de la violencia que ha abrumado a El Salvador durante un tiempo muy largo, casi una eternidad.

La barbarie perpetrada por pandillas, bandas y grupos delincuenciales de toda índole, resulta difícil de exagerar, al igual que la brutalidad de la respuesta que ha dado el gobierno a través de una represión que llevo a poner presos, sin ninguna razón que no fuera mucho más allá del “porte ilícito de cara”, a miles de salvadoreños, hacinándolos en cárceles que ofrecían mínimas garantías a su condición humana e ignorando a las organizaciones nacionales, pero sobre todo a las internacionales, que condenaron una y mil veces lo que ocurría.

El ícono de la violencia oficial es, sin duda, el estreno más o menos reciente de una cárcel calificada como la “penitenciaría más grande del continente”, en medio de una ceremonia que parecía motivada, más bien, por la inauguración de una universidad, de un hospital o de un museo.

Desde su llegada a la presidencia en la mitad del año 2019, Bukele ha profundizado su poder político a través de varias decisiones que paulatinamente han ido desarmando el estado de derecho, minando la independencia de los poderes públicos e instándolos a cumplir “todo de acuerdo con la ley que yo mande hacer”, la cual contempla la aceptación de la reelección presidencial, expresamente prohibida en la Constitución Nacional.  Y, adicionalmente, mediante diversas medidas de intimidación ha ido cercando a los medios de comunicación a fin de que no divulguen noticias u opiniones que “lastimen el interés nacional”.

El señuelo autoritario

Así las cosas, no es difícil intuir que Bukele gobierna a sus anchas, literalmente hablando. Se trata de un político joven (cuarentón si acaso), buen orador y carismático, dueño de un discurso convincente quien, con gran modestia, se ha calificado así mismo como el dictador más “cool” del mundo.

Si su gobierno terminara dando lugar a un libro, éste podría llevar con mucha propiedad el nombre de El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo, título de la obra escrita por Anne Applebaum y en el que, desde varias perspectivas y datos, registra el grado en que se desvanece actualmente el sistema democrático.

En análoga orientación se perfilan otras investigaciones, refiriendo el autoritarismo como un fenómeno de carácter global que se extiende hasta Europa y Estados Unidos. En el análisis llevado a cabo se observa que se ha duplicado el número de naciones encaminadas hacia el autoritarismo y que casi la mitad de los 173 países estudiados ha retrocedido en cuanto a sus grados de libertad política. Dicho de otra forma, dos tercios de la población mundial vive ahora en democracias en retroceso o en regímenes híbridos y autoritarios, conclusión a la que llega el documento redactado por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, titulado “El estado mundial de la democracia 2022 : Forjando contratos sociales en tiempos de descontento”.

En fin, se le ha abierto el espacio a gobiernos cuyo nombre oscila entre “dictaduras de mayoría” y “dictaduras plebiscitarias” y no faltan atrevidos que hablan de “democracia diferentes”.  En algún ensayo leí que “…de hecho se trata cada vez más de dictaduras a secas, sin calificativos…”,

El “discreto encanto” del autoritarismo

Gana terreno, así pues, la sensación de que la democracia no ha sido capaz de mejorar las precarias condiciones que enmarcan la vida de la mayoría de la gente. La pobreza y la desigualdad tasan claramente el disgusto colectivo, en medio de un gran déficit de cohesión social, hecho asimismo que se ha vuelto notorio en muchas partes del planeta.

Como ya mencioné, los índices de autoritarismo se han elevado de manera  preocupante, lo que lleva a evaluar, aunque sea de paso, la revolución digital (la inteligencia artificial, los algoritmos, la robótica, los datos…) y a la manera como contribuye a reconfigurar progresivamente el poder político, despachando la intermediación institucional, propia del sistema democrático, y sustituyendo la condición ciudadana por lo que se ha definido como el “dataísmo”. Se va, así pues, en la ruta que conduce hacia una sociedad trenzada en torno a la vigilancia, en nombre del orden y la seguridad, según se dice para justificarla.

Ha cobrado fuerza una tendencia casi universal contra la política, afectando medularmente a la democracia, al amparo del convencimiento pragmático de que ésta no elimina los aprietos de la gente. Desde allí viene la apuesta por el autoritarismo, evaluado como un sistema mucho más eficaz en la gestión de los asuntos públicos. Y desde allí también, la formulación de una suerte de pacto entre los ciudadanos y los gobernantes, en el cual los primeros entregan sus libertades a los segundos, a cambio de seguridad y de una existencia menos precaria e insegura.

Los acontecimientos parecen haber dejado muy claro que no existe una asociación automática entre capitalismo y democracia. China, el ejemplo más socorrido cuando se toca el asunto coloca en la escena un formato que con sus lógicas especificidades existe en otros muchos países que asumen el capitalismo en medio de un contexto que no es democrático y que se ha definido como Capitalismo Autoritario, también llamado, desde otra perspectiva, Capitalismo de Vigilancia debido al grado en que su desempeño es influido por las tecnologías digitales.

En síntesis, y volviendo al caso de Bukele, el parecido de El Salvador con lo que ocurre en otros muchos países, algunos bautizados como de izquierda y otros como de derecha, no es mera coincidencia. Los que saben de estas cosas sostienen como principal argumento que la democracia no ha sabido adaptarse a las complejidades e incertidumbres que matizan la época actual.

Harina de otro costal

La vida deportiva de Miguel Cabrera tiene muy pocos equivalentes en el Planeta Beisbol. No sólo por la importancia de sus “numeritos”, según calibran los especialistas este deporte, descrito y evaluado principalmente por las estadísticas que, en su caso lo han llevado a figurar, ya retirado del diamante como obvio candidato para integrar el venerable Salón de la Fama. Más allá de los guarismos fue un pelotero completo, excelente en todos los aspectos, incluso los que no se miden, en el transcurso de su carrera profesional de más de cuatro décadas. Imposible no decir, además, que en estos tiempos duros y tristes por el que pasa nuestro país, propició la ocasión para un festejo que compartimos todos, tirios y troyanos, también magallaneros y caraquistas, estos más bien dados al sectarismo, dicho sea esto con sinceridad, pero con todo respeto.

Digo lo anterior porque ni siquiera la epopeya de Cabrera puede ensombrecer lo que un chamo de 25 años, nacido en los alrededores de Maiquetía, conocido como Ronald Acuña Jr., ha conseguido en las grandes ligas durante esta temporada. Sin entrar en detalles que serían más propios en una revista deportiva, ha implantado marcas inusuales que revelan cualidades extraordinarias que no suelen juntarse en un solo jugador: poder con el bate, rapidez en las bases, habilidad en el fildeo y, por si fuera poco, carisma hasta para regalar.

En la liga venezolana, Acuña Jr pertenece a Los Tiburones de La Guaira, equipo del que soy feligrés. Le confieso, querido lector, que llevo varias semanas asustado, rezándole a los santos con quienes tengo ciertos vínculos de amistad, pidiéndoles el milagro de que termine de estampar su nombre en el contrato y lo veamos en el line up.

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